Un mediocre…
Qué fácil decir
“murió el diablo”. Qué fácil es hoy sobreactuar indignación. Mucho más difícil
es reconocer que los autores de actos monstruosos puedan ser personas
ordinarias. Es más desolador porque nos impide excluirnos como sociedad de la
responsabilidad de los hechos. Videla era un mediocre. Un hombre del montón,
como escribió Hannah Arendt sobre Eichmann, al ser juzgado en Israel, en su
célebre ensayo La banalidad del mal.
Por decir que
Eichmann no era diabólico ni un psicópata, a ella, la gran filósofa de su
época, judía, escapada de los campos de concentración de Alemania durante la
Segunda Guerra, la acusaron de nazi. Ver a Eichmann o a Videla como monstruos
nos produce mayor consuelo. Pero ese bálsamo que nos pone a reparo de nuestra
conciencia aumenta los riesgos de volver a repetir autoengaños sociales
autodestructivos.
Arendt se
sorprendía de que Eichmann no se sintiera culpable de sus crímenes y al mismo
tiempo no se tratase de alguien psicológicamente anormal. Eichmann decía haber
leído a Kant y que su accionar estaba dirigido por “el imperativo categórico
que él asumía con escrupuloso deber”. Lo mismo se percibe al escuchar la
entrevista que Ceferino Reato le hizo a Videla en la cárcel antes de morir: él
creía que la sociedad le había dado al Ejército el mandato de salvar la
república y cumplía su obligación de soldado con dedicación.
Nada podrá nunca
disculparlos, pero Arendt se lo explica a sí misma distinguiendo la diferencia
entre conocer y pensar. Conocer es la habilidad de acumular conocimientos y
saberes que permiten resolver cuestiones prácticas. Pensar es otra cosa,
requiere la capacidad de diálogo consigo mismo, de autorreflexión y
autocrítica; ponía el ejemplo de Sócrates con su daimón, su álter ego interior
con el que debatía constantemente. La falta de reflexión crítica, junto con la
capacidad técnica, permitía a Eichmann cometer actos monstruosos “sin
motivaciones malignas específicas”.
Ver a Videla
diabólico es engrandecerlo. Nos sirve para no enfrentarnos con lo malo dentro
de nosotros mismos y en distintas proporciones repetir historias vinculadas:
nadie votó a Menem, ni con los años nadie habrá votado a los Kirchner, nadie
nunca tiene culpas, la culpa es siempre de unos pocos, y la Argentina es un
“país de buena gente” que antes eran “derechos y humanos”.
Para Arendt,
tales equívocos sociales son posibles cuando confluyen tres clases de personas
para formar una mayoría. Los nihilistas, que al no creer en nada adhieren
cínicamente a la tendencia dominante para obtener beneficios. Los dogmáticos,
que en busca de una seguridad que los haga sentir plenos se fanatizan y
consideran enemigos a los que no son de su condición. Y los despreocupados, que
por comodidad se dejan arrastrar por lo que les recomiendan el Estado, la
propaganda y el discurso de época.
Al terminar la
Segunda Guerra, Adorno reescribió el imperativo categórico: “Actúa de tal forma
que Auschwitz no se vuelva a repetir”. En la Argentina, el nuevo imperativo
categórico de nuestro “nunca más” debería ser: “Actúa de tal forma que el
fanatismo no se vuelva a repetir”.
Los
fundamentalistas se aprovechan de que las personas normales no saben que todo
puede suceder. Gracias a la última dictadura, los argentinos sí sabemos que
todo puede suceder. Y sólo de nosotros dependerá que no suceda.
© Escrito por Jorge Fontevecchia el viernes 17/05/2013
y publicado por el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.