Las agujas de tejer...
El absurdo es un medio eficaz para
desnudar las falsedades o la prepotencia del poder político, al punto que el
mejor periodismo debió incorporar la burla para atraer la atención. El llanto o
la risa. El dolor de los que claman justicia por la impunidad o la burla de la
realidad que se ríe de todos nosotros.
¿Por qué en nuestro país el
disparate es el que desnuda al dislate? Es la pregunta que me hago desde el
final de la década del noventa, cuando programas de apariencia periodística
como Caiga quien caiga, con el absurdo, ponían en evidencia la mentira o el
disparate político de los tiempos de Menem. Parodiaban la política, pero,
también, al periodismo. Tal como sucedió con una reunión internacional de
presidentes en Bariloche que terminó ridiculizada por Andy Kusnetzoff, quien en
la entrevista con Fidel Castro, al lado de las sofisticadas cañas de sonido de
los extranjeros, especialmente de los españoles que viajaban con Felipe
González, arrimó un micrófono antiguo, casi una pieza de museo, colgado de un
palo para secar el piso. Confieso que tuve sentimientos contradictorios. No
supe si reírme o molestarme, como le sucedió a otros periodistas. Al final, el
notero de CQC, con su burla, puso en ridículo lo que el resto nos tomábamos en
serio, una cumbre de presidentes latinoamericanos dedicada a la educación en
una provincia que por causa de las huelgas docentes había perdido el ciclo
lectivo.
Tal vez fueron esos contrasentidos
los que hicieron del absurdo un medio eficaz para desnudar las falsedades o la
prepotencia del poder político, al punto que el mejor periodismo debió
incorporar la burla para atraer la atención. El llanto o la risa. El dolor de
los que claman justicia por la impunidad o la burla de la realidad que se ríe
de todos nosotros.
En los finales de la dictadura, la Revista Humor perforó la mordaza de la censura y se convirtió en un emblema de
periodismo, como el diario Página 12, que denunció los escándalos de corrupción
del gobierno de Menem e hizo de sus titulares irónicos una marca de identidad
periodística. El sarcasmo, la broma, la ironía desafiaron la censura y
penetraron en esa realidad subterránea que, como consecuencia del
autoritarismo, recorre nuestra historia. Tato Bores con sus monólogos atravesó
décadas de generales en la presidencia, pero sus ironías sobreviven en la
democracia con una vigencia perturbadora ya que delatan la continuidad de los
vicios políticos y esa esquizofrenia entre la realidad que se oculta o niega y
la ficción construida por la propaganda. Gran tiempo de simulación. Nada es lo
que parece. Nunca como ahora se utilizaron tanto los dineros públicos para
guionar una realidad, desde las cifras adulteradas de la inflación a las cámaras
de la propaganda oficial.
La concepción de poder que confunde prensa con
propaganda, Estado con gobierno, subestima la capacidad de discernimiento de la
ciudadanía que es a quien deben servir los periodistas como empleados del
público. No escribas del poder. El temor a perder sus empleos domesticó a
muchos periodistas que, lejos de ser “los fiscales del poder y los abogados de
la sociedad”, en la acertada definición de Albert Camus para la prensa, se
convirtieron, también, en propagandistas del relato oficial. Pero la realidad
negada o falsificada ya no admite maquillajes y la ironía de los relatos breves
que son las anécdotas me sirven para ejemplificar situaciones sin caer en lo
que padezco, el insulto de la descalificación personal.
Frente al contrasentido de los que
invocan los derechos humanos pero ignoran los derechos de los otros o reducen
la democracia al acto de votar, nada desnuda mejor esa concepción autoritaria
que recordar la anécdota del último presidente de la dictadura de Brasil, João
Figueiredo, el general que comandó la democratización y decía: “Mi compromiso
es con la democracia, y al que se oponga, lo reviento”.
En la maratónica sesión del jefe de
Gabinete frente al fárrago de cifras y exaltación de la recuperada Aerolíneas
Argentina, ironicé sobre un episodio que me tuvo de testigo. Una azafata de la
línea de bandera en un vuelo desde Brasil. El avión no terminaba de carretear,
sacó sus agujas y se puso a tejer. Un hecho inaudito. Si las policías de todo
el mundo nos someten a requisas minuciosas para evitar cualquier metal
punzante, cómo es que una azafata tiene sus agujas de tejer.
¿Cuál es la función de una azafata?
¿Atender a los pasajeros o tejer en el vuelo? La anécdota sacó carcajadas en el
recinto y le dio pretexto a la prensa oficialista para burlarse de mi insólita
pregunta. Fue mi forma de protestar contra la verdadera burla que entraña la
falsificación de las cifras, los balances que no admiten la luz pública del
control porque el episodio de la azafata desnuda un hecho de fácil
constatación, el clientelismo político del “Che, nombrame a la compañera” con
el que se han llenado las empresas del Estado con jóvenes sin concursos de
competencia ni entrenamiento como se supone debe tener una ayudante de a bordo.
Sin embargo, escandaliza más que me ocupe de una Penélope de alto vuelo que de
la incompleta rendición de cuentas a la que la Constitución manda al jefe de
Gabinete. Sobre todo, la falta de respuestas a mi indagación en torno al dinero
que sustenta semejante maquinaria de propaganda, la pauta oficial. Nada sabemos
sobre los criterios con los que se distribuyen esos dineros, quiénes solicitan
la pauta oficial o de qué forma se cumple con los fallos de la Corte Suprema de
Justicia de la Nación que ordenó al Gobierno incluir en la distribución de la
pauta oficial a la Editorial Perfil, que edita este diario.
Sí sabemos cómo los
medios adictos o las cámaras de la televisión pública hacen desaparecer
simbólicamente a los opositores en la falsa creencia de que lo que no está en los
medios no existe; matan nuestra reputación o nos ridiculizan como a mí por la
anécdota de la azafata. Pero se ignora deliberadamente lo que ningún buen
periodista debe hacer. Negar los hechos de la realidad. Si el reconocimiento de
la inflación fue menos un acto de verdad que de necesidad, el tema de los
derechos humanos, distorsionados por su utilización partidaria, fue el gran
ausente en las rendición de cuentas del jefe de Gabinete ante el Senado. A lo
largo de más de nueve horas, Capitanich nada dijo sobre lo que hasta la llegada
del general Milani al “gobierno nacional y popular” había sido una bandera del
gobierno, los derechos humanos. Un silencio que refuerza otro silencio
elocuente sobre los violados derechos de hoy. El cada vez más difícil acceso a
la información pública, fundamental para el debate democrático. O la
sobrevivencia del espionaje militar, expresado en el Proyecto X de la
Gendarmería, incompatible con un Estado de derecho.
Este 24 de marzo, una fecha que no
debiera ser asociada a la festividad de los feriados, será el primer año de la
democracia con un jefe del Ejército entrenado en el espionaje y sospechado de
violaciones a los derechos humanos.
Tal vez eso explique la urgencia del
Gobierno para hacer de la ESMA un museo. Un proyecto de la Presidencia, la
Secretaría de Derechos Humanos y la Universidad de San Martín rechazado por
muchos organismos de derechos humanos, sobrevivientes y figuras como el Premio
Nobel de la Paz, Pérez Esquivel, quienes integraban el Instituto Espacio de la
Memoria, disuelto de un plumazo desde que inexplicablemente el gobierno de la
Ciudad cedió a la Nación el edificio de la ESMA, que había recibido en 2004
cuando el Presidente Kirchner pidió perdón público en nombre de las Fuerzas
Armadas.
Hoy, parece que los que tenemos que disculparnos por no participar de
la fiesta de la “resignificación” del terror, las murgas y los festivales somos
los que venimos clamando para que no profanen la memoria de nuestros muertos,
no bailen sobre las tumbas. Como ya me cuesta argumentar sobre lo que es obvio,
el respeto, me restan las agujas de tejer.