¿Cómo surgió el terrorismo de Estado?
La dictadura de 1976
está signada, entre otras cosas, por el terrorismo de Estado. Ese dispositivo
de represión clandestina fue el corolario de un largo proceso de intervención
política de los militares y una serie de prerrogativas habilitadas por el
gobierno de Isabel Martínez de Perón.
© Escrito por Esteban Pontoriero el martes
23/03/2021 y publicado por el La Vanguardia de la Ciudad Autónoma de Buenos
Aires, República de los Argentinos.
Cuando esto
ocurre [la suspensión total del orden jurídico vigente], es evidente que
mientras el Estado subsiste, el derecho pasa a segundo término. Como quiera que
el estado excepcional es siempre cosa distinta de la anarquía y del caos, en
sentido jurídico siempre subsiste un orden, aunque este orden no sea jurídico.
La existencia del Estado deja en este punto acreditada su superioridad sobre la
validez de la norma jurídica. La “decisión” se libera de todas las trabas
normativas y se torna absoluta, en sentido propio. Ante un caso excepcional, el
Estado suspende el Derecho por virtud del derecho a la propia conservación.[1]
El 16 de febrero de 1975 en la plaza de armas
del Regimiento Patricios de Mendoza se llevó a cabo el velatorio del capitán
Héctor Cáceres, muerto unos días antes en el monte tucumano durante un
enfrentamiento con miembros del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP). El
hecho se produjo en un contexto particular: desde los inicios de ese mes el
Ejército argentino se encontraba realizando una acción represiva y de
exterminio en gran escala para eliminar el “foco rural” que esa organización
político-militar había establecido en la provincia de Tucumán. En el funeral
del oficial muerto, el general Leandro Anaya, Comandante en Jefe del Ejército,
expresó: “El 29 de mayo próximo, al conmemorarse el aniversario de la fuerza
[el día del Ejército], manifestaré: “el país ha definido claramente la forma de
vida dentro de la cual desea desenvolverse. El gobierno, respaldado por los
sectores más representativos del quehacer nacional, ha adoptado la firme
determinación de hacer efectivo dicho mandato” […]. Dije en una oportunidad:
“el Ejército está preparado para caer sobre la subversión, cuando el pueblo así
lo reclame a través de sus legítimos representantes”. El pueblo lo ha
reclamado. El Ejército cumplió”.[2]
La lectura de este párrafo nos conduce a formular algunas
preguntas: ¿Cómo y por qué el arma terrestre llegó a ocuparse de la realización
de tareas represivas? ¿Cuál fue el papel que cumplieron las autoridades
políticas en ese proceso? ¿Por medio de qué marco legal se habilitó el uso del
Ejército en el orden interno? ¿A quién o a quiénes habían definido como el
enemigo los hombres de armas y el gobierno? ¿En qué tipo de conflicto interno
creían estar involucrados los actores políticos y militares?
Hacia fines de 1975 ya estaban disponibles
dos factores centrales de la represión clandestina que ejecutarían las Fuerzas
Armadas con el Ejército a la cabeza: un abordaje para la guerra interna y un
marco legal que habilitaba un estado de excepción.
Hacia fines de 1975 ya estaban disponibles dos factores
centrales de la represión clandestina que ejecutarían las Fuerzas Armadas con
el Ejército a la cabeza: un abordaje para la guerra interna y un marco legal
que habilitaba un estado de excepción. Se contaba con una teoría y una práctica
para la contrainsurgencia desde los años finales de la década del cincuenta. A
su vez, el gobierno peronista de María Estela Martínez de Perón (1974-1976)
dictó un conjunto de decretos que edificaron una creciente excepcionalidad
jurídica. Este proceso poseía importantes antecedentes en las dictaduras
militares de la “Revolución Libertadora” (1955-1958) y de la “Revolución
Argentina” (1966-1973) y en las presidencias constitucionales de Arturo
Frondizi (1958-1962) y de Arturo Illia (1963-1966). Durante el mandato de
Martínez de Perón se dictaron el estado de sitio en noviembre de 1974 y los
decretos “de aniquilamiento de la subversión” al año siguiente.
En los primeros días de febrero de 1975, el
Poder Ejecutivo convocó al Ejército para darle la mayor responsabilidad en
materia represiva: lograr la derrota y el exterminio del “foco guerrillero” que
el ERP había instalado en una zona rural de la provincia de Tucumán desde
algunos meses atrás. Luego del ataque de la organización político-militar
peronista Montoneros al Regimiento de Infantería de Monte 29 en la provincia de
Formosa en octubre, aquella misión tomó un carácter nacional mediante el
decreto 2772. Las autoridades políticas y militares consideraban que, en la
coyuntura de 1975, la defensa y el resguardo de la República justificaban la
suspensión de partes sustanciales del orden jurídico para garantizar su
supervivencia ante una amenaza caracterizada por ambos actores como “subversiva”.
Escribir sobre el terrorismo de Estado es también
escribir sobre la guerra. Los militares (al igual que la mayoría de la
dirigencia política, diversos sectores de la sociedad civil y las
organizaciones armadas) partían de la premisa de estar librando una contienda
bélica. En base a ello diagramaban su doctrina, estrategia, hipótesis de
conflicto, métodos de combate e intervención en el orden interno. Además, no se
trataban de cualquier enfrentamiento armado sino de una “guerra contra la
subversión”. Esto implicaba, por ejemplo, incorporar el crimen a la operatoria
castrense.
¿Por qué el Ejército recurrió a prácticas
represivas clandestinas que no figuraban o estaban prohibidas en los
reglamentos elaborados por la propia institución desde la incorporación de las
nociones contrainsurgentes? La respuesta a esa pregunta debería tomar en cuenta
una serie de factores: la influencia ejercida por el pensamiento
contrainsurgente y las prácticas criminales que éste avalaba; la amnistía
generalizada de los presos políticos capturados y juzgados durante la
“Revolución Argentina” ocurrida durante la presidencia de Héctor Cámpora (mayo
a julio de 1973); la situación ventajosa que le daría a los militares desde el
punto de vista operativo, asegurando la efectividad y la impunidad por las
tareas ilegales que éstos realizaran y la probada eficacia del terror entendido
como un arma de guerra contra los opositores políticos. Además, la masacre
debía esconderse para el resto del mundo y especialmente frente a los eventuales
reclamos que pudiera realizar la Iglesia Católica, como ya había ocurrido con
las ejecuciones que tuvieron lugar en la dictadura del general Augusto Pinochet
en Chile (1973-1990).
Se había delineado una estrategia represiva y
de aniquilamiento que se basaba en la conducción centralizada y la ejecución
descentralizada: esto brindaba ciertos niveles de autonomía a las jerarquías
inferiores. Estos principios fueron la culminación de un recorrido formativo y
de elaboración doctrinaria iniciado en 1955.
El Ejército condensó una serie de principios para guiar
su accionar contra los opositores políticos o aquellos individuos o colectivos
percibidos como tales. Se había definido un enemigo, la “subversión”,
caracterizado por estar oculto entre la población, su extremismo ideológico y
de métodos, operar en varios frentes y buscar la toma del poder para
transformar de raíz los supuestos fundamentos políticos, culturales, religiosos
y económicos de la Argentina. Se había delineado una estrategia represiva y de
aniquilamiento que se basaba en la conducción centralizada y la ejecución
descentralizada: esto brindaba ciertos niveles de autonomía a las jerarquías
inferiores. Estos principios fueron la culminación de un recorrido formativo y
de elaboración doctrinaria iniciado en 1955.
Las máximas autoridades de la fuerza habían
decidido el exterminio del enemigo. Desde el “Operativo Independencia”, el
concepto de “aniquilamiento” se convirtió en el ordenador de las prácticas
represivas. No obstante, los militares en soledad no hubiesen podido imponer
sus ideas y encarar la “lucha antisubversiva” si no hubieran contado con el
aval político que solamente les podían otorgar las máximas autoridades del
gobierno. Los secuestros, las torturas, los centros clandestinos, los asesinatos
masivos, las desapariciones, las variadas formas de destruir o esconder los
cuerpos, se convirtieron en la marca registrada del terrorismo de Estado en
nuestro país, junto con una serie de prácticas legales o legalizadas por la
dictadura tales como la prisión política o el exilio.
En los prolegómenos del golpe de Estado de marzo de 1976,
un conjunto de elementos diacrónicos confluyó con otros de tipo sincrónico. Una
serie de procesos de largo plazo (desarrollos doctrinarios, jurídicos, de
imaginarios, de estructuras organizativas y de prácticas) se imbricaron con
otros de corta duración (un diagnóstico de coyuntura, usos, apropiaciones,
prácticas represivas, una convocatoria presidencial a la “lucha antisubversiva”
y un contexto de crisis política, económica e intra gubernamental) dando lugar
al surgimiento de un determinado fenómeno histórico: la represión clandestina y
su cara más brutal, el exterminio secreto.
La seguridad interna se hallaba completamente
integrada a la esfera de la defensa nacional, más que en ninguna de las otras
coyunturas previas. La lógica del estado de excepción, existente en diferentes
momentos entre 1955 y 1976, creó una situación compleja respecto del marco
constitucional. La incorporación de las FF.AA. a la esfera de la seguridad
interna para ejecutar tareas represivas se realizó mediante una legislación de
defensa atravesada por el imaginario de la “guerra contrainsurgente” que permitía
suspender una parte de las garantías constitucionales y que avalaba la
implementación de un conjunto de prácticas represivas sostenidas en ese marco
legal de emergencia. Desde la lógica castrense no existía una ruptura entre el
orden legal y la acción clandestina: la introducción de un estado de excepción
les daba a los militares la primacía en la represión y exterminio de la
“subversión”. Una serie de decretos confirmaba la percepción del Ejército de
estar inmerso en una guerra que –es importante remarcarlo– implicaba la
realización de acciones criminales.
Desde
la lógica castrense no existía una ruptura entre el orden legal y la acción
clandestina: la introducción de un estado de excepción les daba a los militares
la primacía en la represión y exterminio de la “subversión”.
Los pares dicotómicos estatalidad/paraestatalidad y
acción pública/acción clandestina en un marco de excepción pierden su
operatividad para el análisis histórico: deben abordarse considerando sus
cruces y porosidades. Las medidas propias de un estado de excepción imponen una
situación en la que la división polar “legal/ilegal” deja de funcionar como
clave de comprensión de las acciones ejecutadas por el Estado. En el caso
argentino, por ejemplo, muchas de las medidas represivas que implementaron los
militares estaban fuera del orden jurídico. Sin embargo, la legislación de
defensa que se sancionó en los sesenta y entre 1974 y 1975 permitió que
aquellas prácticas ilegales se volvieran legales. Por lo tanto, como señala
Marina Franco “el problema no es entonces la ‘legalidad o la ‘ilegalidad’ de
las acciones, sino el carácter excepcional y ascendente de esas medidas
‘legales’ fundadas en el estado de necesidad que llevó a la suspensión
progresiva del Estado de derecho en nombre de su preservación. Fue ese proceso,
efectivamente, el que condujo a la militarización del Estado y alimentó, una
vez más, la autonomización de las Fuerzas Armadas”.[3]
Para finalizar, a partir de 1975 la acción
represiva y de exterminio se movieron en una “tierra de nadie” creada por la
combinación de la excepcionalidad jurídica con la contrainsurgencia. Este
proceso tuvo como condición de posibilidad los desarrollos doctrinarios y
gubernamentales previos.
[1] Carl Schmitt. Teología
política. Cuatro ensayos sobre la soberanía. Buenos Aires,
Struhart & Cía., 2005, p. 30.
[2] Clarín, 17 de febrero de 1975, p. 5.
[3] Marina Franco. Un
enemigo para la nación…, Op. Cit.,p. 181.
Esteban
Pontoriero. Doctor en Historia por el Instituto de Altos Estudios Sociales
(IDAES) de la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM), Investigador
Asistente en CONICET.