El tercer siglo…
Los presidentes y el Papa, principales actores.
Fotografía: Cedoc
Bergoglio, Cristina y Macri son los principales
significantes de la pugna ideológica entre dos modelos: uno supuestamente
anticuado y otro supuestamente moderno.
© Escrito por Jorge Fontevecchia el domingo
10/07/2016 y publicado por el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos
Aires.
Bergoglio se siente tan
incomprendido en su país como Messi. La cancelación de su visita en 2017,
adelantada por Perfil el domingo pasado, y el mensaje conciliador que le envió
a Macri en el reportaje de Joaquín Morales Solá en La Nación ese mismo día,
fueron interpretados en el Gobierno como un replegarse de Francisco al
constatar que su propia tierra es el único lugar donde lo que dice el Papa
genera conflictos políticos.
Es lógico, Bergoglio, Cristina
y Macri son los principales significantes de la pugna ideológica entre dos
modelos: uno supuestamente anticuado y otro supuestamente moderno, con el que
comienza este tercer siglo de vida del país al celebrarse ayer en Tucumán el
Bicentenario del 9 de Julio de 1816.
Lo
de Macri no es nuevo, el conflicto siempre fue entre modernización y
tradicionalismo
Las causas del afecto que
Francisco le dispensó a Cristina y la frialdad con que trató a Macri, en
contraste con el maltrato que recibió del kirchnerismo siendo cardenal en
Argentina, son una buena síntesis de las contradicciones entre esos dos modelos
en pugna, que se recrearon con distintos nombres este segundo siglo de nuestra
patria que dejamos atrás pero que en el fondo fueron siempre los mismos.
La teoría general de la
acción, del sociólogo Talcott Parsons, explica que los valores compartidos
modelan la conducta individual y motivan la acción social. Hubo en nuestro
último siglo como país dos pares dicotómicos que orientaron el sentido de la
acción: el polo de lo racional-impersonal-universal (el liberalismo, el
socialismo, la mayor parte del radicalismo y ahora el PRO) por un lado, y el polo
afectivo-personalista-particularista (el peronismo) por el otro. El conflicto siempre
ha sido entre la modernización y la tradición.
Violencia epistemológica. La
mirada anticapitalista cree que este sistema produce “especialistas sin
espíritu” y “vividores sin corazón”; los primeros saben todo de su pequeño
mundo sin querer saber cómo afecta a los demás; y el segundo, empobrecido
sentimental y emocionalmente, sólo busca placeres momentáneos e inmediatos. Y
que como “los ricos no sólo quieren ser felices, sino que quieren tener el
derecho a ser ricos y felices”, para legitimar sus privilegios convierten a la
economía en algo sagrado para justificar sus privilegios como algo funcional al bien común. Usando la ciencia y
la palabra del especialista para producir una violencia epistemológica que enmascara
las relaciones de poder que permiten la reproducción de ese statu quo.
Para hacer ingresar a la
Iglesia Católica en esta tensión de valores vale introducir el pensamiento de
Max Weber y su célebre La ética protestante y el espíritu del capitalismo, el
mayor tratado sobre la relación del desarrollo económico con la religión, donde
se plantea al catolicismo como un entorno menos favorable al capitalismo. Y
también el libro Max Weber en Iberoamérica aún no editado en Argentina pero sí
en México por Fondo de Cultura Económica, donde se profundiza en el papel de la
Iglesia Católica y la cultura hispánica en la evolución económica de
Latinoamérica.
El conflicto de fondo entre
Bergoglio y Macri (o lo que Macri representa más allá de su propia conciencia)
reside en la característica “a-ética” del capitalismo al que Max Weber llamaba
esclavitud sin amo: “Toda relación personal entre individuos, incluso la más
completa esclavitud, puede ser éticamente reglamentada”, mientras que el
carácter racional de las relaciones puramente de negocios dentro del cosmos
capitalista crea dependencias impersonales. Hay afinidad negativa porque la
ética católica –donde la piedad, la solidaridad
y especialmente la fraternidad (que sólo puede darse entre quienes
comparten vínculos) ocupan un lugar central– se desestructura en las relaciones
impersonales que se contraen en la economía capitalista, arrancándole a la
Iglesia su posibilidad de influencia en la relación entre personas. Esa es la
causa originaria de su aversión y su antipatía cultural. La Teología de la Liberación
latinoamericana sublima ese rechazo al capitalismo de la Iglesia Católica que
en su conjunto no pretende abolir el capitalismo pero sí corregir sus aspectos
más negativos. El peronismo tampoco aspira eliminar el capitalismo, pero sí a
reformarlo.
El conflicto con la
tecnocracia macrista no es por ateísmo o la existencia de Dios, sino por la
eventual adoración de falsos dioses expresada en la idolatría del mercado o de
la ciencia. Un combate entre el verdadero dios de la vida y el dios del dinero.
En esa lucha de dioses la economía pasa a ser una teología del mercado y el
capitalismo, una especie de falsa religión.
El peronismo también es una
“religión”. Que las sociedades se hayan secularizado durante el último siglo no
quiere decir que el pensamiento religioso se haya reducido en esa proporción,
sino que desplazó las emociones religiosas a la política y en especial al
sistema de liderazgo carismático populista, donde se apela más recurrentemente
a los sentimientos.
El líder carismático pareciera
tener capacidades sobrenaturales que permitirán la redención del pueblo bajo la
guía de un salvador. El propio mesianismo marca el carácter religioso de este
tipo de liderazgos que no precisa de la mediación de las instituciones para
llegar al pueblo, generando una democracia inorgánica y movimientista.
Los líderes carismáticos no
son vistos como políticos normales sometidos a las reglas del sistema y
limitados por un período determinado, sino que son portadores de una misión
mítica. El peronismo fue la forma que tomó en la Argentina, pero en toda
Latinoamérica se dieron fenómenos comparables durante el último siglo. Tampoco
es una cualidad única del peronismo la maleabilidad doctrinal que le permitió
hacer populismo de “derecha” y de “izquierda” mientras articuló demandas
dispersas. Hubo un populismo clásico hace más de medio siglo con Perón, Velazco
Ibarra en Ecuador, Gaitán en Colombia y Getulio Vargas en Brasil. Un
neopopulismo neoliberal con Menem y Fujimori en Perú. Y un populismo radical
con Chávez, Morales, Correa y Kirchner recientemente. El Papa no sólo mostró
consideración por Cristina, sino también por Maduro, Dilma, Morales y Correa, y
cuando visitó México puso énfasis en visitar la rebelde Chiapas.
Lo que tienen en común los
populismos es su anti institucionalismo, son ajenos a rendir cuentas y a los
tribunales porque sus conductores no se ven a sí mismos como el político
tradicional que estará un tiempo limitado en el poder, todo conflicto es
dramatizado como una lucha moral y no creen en los derechos de las minorías.
Perón dijo: “El pueblo nos ha elegido, por tanto se hace lo que decimos”. Y
Cristina provocaba a sus críticos llamándolos a hacer un partido político y
ganar las elecciones o mantenerse callados. En su reportaje el domingo pasado
en C5N dijo que no se puede liderar aquello que el pueblo no quiere, explicando
por qué no volvió a la conducción.
Para el populismo, el pueblo,
debido precisamente a sus privaciones, es el depositario de la virtud, de lo
auténtico y de lo moral. Que se enfrenta a la oligarquía, que también debido a
su riqueza, es lo injusto y lo malo (en ocasiones asimilado también a lo
extranjero de países ricos). Otro punto de contacto con Francisco, quien pone
especial foco en la Iglesia de los pobres siguiendo la tradición de esperar más
virtud en la pobreza y viceversa en la riqueza.
El populismo asume la política
como un sacerdocio, un darse a los otros, y no pocas veces el líder pareciera
consumir literalmente su vida atribuyendo la causa de enfermedades a ese
suplicio, como fue en los casos del cáncer de Evita y Chávez o el infarto de
Néstor Kirchner: alguien que muere para que otros renazcan. Chávez, el año
antes de su muerte, dijo por cadena nacional: “Dame tu corona, Cristo, dámela,
que yo sangro. Dame tu cruz. Cien cruces, que yo las llevo”.
El discurso político es
distinto al discurso de la técnica porque las argumentaciones son menos útiles
a la hora de impulsar la acción que las apelaciones emotivas. Pero si el líder
populista no les aporta bienestar a sus seguidores, más tarde o más temprano su
autoridad se disipará. Por eso el populismo surge en los momentos en que la
economía permite mejorar contundentemente la calidad de vida de las personas y
se agota al acabarse esas condiciones.
La singularidad del peronismo
entre todos los populismos latinoamericanos está en su durabilidad fundada en
la organización sindical que creó. Pero los cambios en la forma de producir de
este próximo siglo, sumado a que la mayoría de los líderes sindicales
emotivamente peronistas conforman una gerontocracia que la sola biología
superará, ponen en duda la perdurabilidad de ese sistema en el futuro.
El populismo se asume como
portador de una ética caritativa, por tanto la distribución de la renta es más
importante que la creación de valor. Y su conflicto con la economía se hace
inevitable en la medida en que se acaban los recursos.
Manejar los fondos públicos
para mantener la lealtad de sus seguidores le impone no tener en cuenta la
racionalidad económica cuando escasean los recursos y lo obliga a instrumentar
medidas cada vez más cortoplacistas e inviables a largo plazo.
Pero religiosidad no quiere
decir irracionalidad, y éste es el punto donde el pensamiento carismático y
mítico en la política se separa netamente de la Iglesia. Max Weber no
representó a la ética religiosa como irracional en contraposición con el
racionalismo económico del capitalismo, sino que distinguió dos tipos
diferentes de racionalidad: una formal y otra material, lo que décadas después
la escuela de Frankfurt llamó “sustancial” e “instrumental”. Este puede ser el
punto de encuentro de la tecnocracia que representa Macri con el Papa, siendo
el PRO instrumento de lo material al servicio de lo sustancial y formal,
dejando espacio para alguna forma de metafísica que vaya surgiendo de un nuevo
relato nacional que le quite la levedad que hoy tiene el macrismo. Y viceversa,
la Doctrina Social de la Iglesia podrá ir mutando con las décadas, adecuándose
a las problemáticas de la economía de cada época, pero manteniendo inalterable
el fin de promover la fraternidad de los que tienen con los que no tienen.
Macri dijo que si terminara su
mandato sin haber reducido la pobreza se consideraría fracasado. A la Iglesia
le preocupan aquellos que estén en el decil más bajo de la pirámide, no importa
cuánto haya progresado el promedio de todos los deciles.
El
populismo carece de la previsibilidad y la calculabilidad que el capitalismo
precisa para desarrollarse.
El patrimonialismo.
Para Max Weber había tres formas legítimas de dominación social: la tradicional, la carismática y la legal-burocrática. Estos tres tipos ideales se podrían resumir en dos: el patrimonial y el legal-burocrático. Simplificadamente, distintas formas del tipo patrimonialista se dan en los países en vías de desarrollo, mientras que los países desarrollados lo son, en gran medida, porque alcanzaron el tipo legal-burocrático.
Para Max Weber había tres formas legítimas de dominación social: la tradicional, la carismática y la legal-burocrática. Estos tres tipos ideales se podrían resumir en dos: el patrimonial y el legal-burocrático. Simplificadamente, distintas formas del tipo patrimonialista se dan en los países en vías de desarrollo, mientras que los países desarrollados lo son, en gran medida, porque alcanzaron el tipo legal-burocrático.
En el patrimonialismo hay una
expectativa de cierta reciprocidad en el vínculo, mientras que el
legal-burocrático es impersonal. El capitalismo requiere la calculabilidad de
las reglas y la previsibilidad que no son capaces de sostener los sistemas
basados en una resolución de conflictos no mediados por instituciones. La
democracia sería esa competencia civilizada entre intereses.
Una de las características de
la dominación carismática (populismo) es la poca profesionalización de su
burocracia, donde no existen criterios de carrera, jurisdicción, competencias o
reglamentos, lo que hace menos efectiva la administración de sus gobiernos.
Cuando Macri coloca tanto énfasis en “el equipo”, el “mejor” equipo, y hace
gala de su propia falta de carisma, contrapone el carácter efímero y
extraordinario del líder irremplazable frente a la estabilidad de lo rutinario
y de la continuidad en una especialización del experto. Un sistema
patrimonialista es pre burocrático porque no obedece a reglas abstractas
puestas al servicio de una finalidad objetiva e impersonal sino que se entrega
a la arbitrariedad del momento. Imperfecciones que, entonces, sólo pueden
terminar siendo resueltas por un líder paternalista. Si no se puede delegar, el
poder se centraliza.
El patrimonialismo se apoya en
un ejercicio del poder propio del clientelismo, donde se producen relaciones
verticales y asimétricas. Ese sistema de intercambio de favores difusos e
informales incluye también al Estado con los más poderosos produciendo
ineficiencia ante la falta de competencia por calidad/precio y hasta la más
temida corrupción estructural.
Lo que hoy vemos en Argentina más que nunca y que se promete
cambiar.