En una villa de José León Suárez, el Padre Pepe rehace su vida y vuelve
a dar batalla…
En la oficina de una capilla situada en el barrio
José León Suárez, en el partido de San Martín, el cura José María Di Paola, más
conocido como Padre Pepe, está bien custodiado: en las paredes cuelgan retratos
del Padre Mugica, de Don Bosco, del obispo Enrique Angelelli, del obispo Oscar
Romero y de Jorge Bergoglio (antes y después de su llegada al papado).
©Escrito por Javier Sinay el 06/02/2020 y
publicado por Red/Acción de la
Ciudad Autónoma de Buenos Aires, República de los Argentinos.
Esta selección de superestrellas con
sotana es la guardia espiritual de un sacerdote que hace diez años, cuando
vivía en la villa 21-24, denunció al narcotráfico con un sonado documento público. “Fue muy intenso”, dice
ahora. “Yo era un cura común y todo esto me cambió el tablero”.
La repercusión de esa denuncia
(firmada con otros 18 curas) fue grande y las amenazas no tardaron en llegar:
primero hacia él, luego hacia sus colaboradores. El Padre Pepe tuvo que dejar
la villa y pasó dos años en un pueblo en Santiago del Estero. Cuando volvió,
eligió José León Suárez: el conurbano profundo.
El
sacerdote José María Di Paola en el patio de su parroquia, en José León Suárez.
Foto: JS
Luego de superar la desconfianza
inicial de los vecinos (“No estaban acostumbrados: pensaban que les íbamos a
pedir algo”), construyó una iglesia muy amplia en la que también hay una
escuela, atención sanitaria y cursos de oficios: computación, gastronomía,
reparación de celulares y también de motos. La iglesia está situada justo donde
comienza la Cárcova, una villa en la que viven unas 13.000 personas, cerca de
un basural del CEAMSE.
Pero aquí también hay droga. En 2013,
cuando Di Paola llegó, tres niños fueron asesinados en tiroteos entre bandas narco. “En la Argentina no nos
tomamos los temas en serio”, dice el cura. “Hay muchos temas distractivos y
éste, en el que está en juego la vida, debiera ser uno de los más importantes”.
Por eso, el sacerdote –que es el
coordinador de la Comisión Nacional de Pastoral de Adicciones y
Drogadependencia– viene pidiendo desde hace algún tiempo una ley de emergencia
nacional en adicciones. “El presidente Macri la aprobó, pero después no dio los
fondos necesarios para cubrir la emergencia”, dice. Marihuana, cocaína y paco
son sustancias muy parecidas: “Hay pibes de clase media que las pueden manejar,
pero hasta ahí”, explica. “En cambio, en los barrios populares, hay un solo
paso de la marihuana al paco. Lo que para algunos es consumo recreativo, para
nosotros termina siendo consumo problemático”.
Las
paredes de la oficina del Padre Pepe están cubiertas de fotos y retratos del
Papa Francisco, el Padre Mugica y Don Bosco. Foto: JS
Di Paola administra una comunidad en
la que hay nueve capillas repartidas en cuatro asentamientos. Él, que vive en
uno de esos barrios, ha sido por seis años el único párroco. “Pero en marzo
viene un cura de Buenos Aires para ayudarme y un entrerriano a hacer una práctica”,
dice.
Cada día se despierta temprano y
reza. Luego atiende gente, planea actividades, visita esas capillas, viaja a la
ciudad de Buenos Aires y a La Plata. Tiene 56 años; es hijo de un empleado
bancario que se recibió tardíamente de médico y de un ama de casa; y es el
mayor de tres hermanos criados en el barrio de Caballito. Es el único cura de
su familia. En el colegio Dámaso Centeno, donde estudió, un grupo juvenil
andino y un sacerdote llamado Raúl Perropato guiaron hacia el clero su vocación
de servicio, que también podría haberlo llevado a ser un médico, un maestro
rural o un enviado a África.
En
un estante de la biblioteca del Padre Pepe conviven imágenes del obispo
salvadoreño Oscar Romero y de Don Bosco. Foto: JS
Mientras tanto, las necesidades
materiales y espirituales en las villas no han cambiado demasiado. “Creo que en
2019 se va arrastrando un problema muy fuerte que tiene que ver con la falta de
trabajo y las tarifas altas”, dice. “El alto costo de vida repercute en la
clase media, que deja de contratar changas como cortar el pasto o pintar una
pared. Esos trabajos, típicos de los barrios nuestros, se empiezan a caer y el
panorama es bastante complicado”. Los planes sociales son el único soporte. “En
la crisis de 2001, yo estaba en la villa 21 y ahí no había nada. Hoy, en
cambio, los planes son un ingreso”.
En 1997, después de pasar diez años
en tres parroquias de barrio, Di Paola había llegado a esa villa con el aval de
Jorge Bergoglio, entonces arzobispo de Buenos Aires. “Tenía y sigo teniendo dos
carismas fuertes”, dice, “trabajar con los niños y los jóvenes; y una opción
preferencial por los pobres. Entonces, en la villa sentía que todo eso se daba
en un mismo lugar y yo era como un maxikiosco: trabajaba las 24 horas”.
Bergoglio fue también quien lo apoyó
cuando los narcos lo amenazaron. Una vez, el ahora Papa Francisco contó en Roma
una anécdota sobre Di Paola y uno de sus fieles: “Aquel hombre decía que el
sacerdote [Di Paola] era un grande que le decía las cosas en la cara y que esto
lo ayudaba a combatir”. A su vez, el Padre Pepe ha dicho que Bergoglio es un guía que en un momento de crisis de
fe lo acompañó “como un padre, con gran delicadeza de ánimo”. Se vieron el año
pasado, cuando Di Paola hizo un viaje a Italia.
“El Padre Pepe es un verdadero cura
que imita a Jesús”, agrega ahora Martha Pelloni, una monja que ha enfrentado al
poder político y criminal. “Vive en la villa con los pobres, pero no solo eso,
sino que además se ocupa de los más vulnerables, que tienen la pobreza de haber
sido tragados por la adicción de la droga. Nos vemos en paneles y encuentros
por temas comunes: Pepe es un hermano y un amigo”.
Di Paola no cuenta demasiado sobre
esa crisis de vocación en la que intervino Bergoglio, pero dice que la fe es
como un camino de montaña. “Pasás por paisajes muy lindos y por algunos
abismos”, explica. “Nunca es un paisaje monótono como el de una playa. Y uno
puede estar a prueba muchas veces: he visto cosas muy chocantes y han muerto
chicos y familias muy cercanas a mí. Uno se pregunta a dónde está Dios cuando
pasa eso, pero lo que sé es que tengo que seguir adelante porque hay otros
chicos que me necesitan. Dios está siempre, pero los hombres a veces no”.
En
2008, Bergoglio y el Padre Pepe lavan los pies de los fieles en la capilla de
la villa 21. Foto: cortesía del Padre Pepe.
En Santiago del Estero, donde partió
entre 2011 y 2013, se acostumbró a dejar el auto con la puerta abierta y a
viajar a las parroquias de los parajes. Vivía en un pueblo llamado Campo Gallo.
“Aprendí a ver una iglesia más
grande”, dice. También se interesó sobre la historia de los hacheros y el
camino de la soja, y profundizó su relación con lo divino. “La tranquilidad de
esos lugares te permite estar más conectado con Dios. Hay mucho tiempo en
camioneta para visitar los parajes, estás dando misa y entran las gallinas...
La naturaleza ayuda a fortalecer el vínculo”.
El
Padre Pepe en su oficina. Foto: JS
Pero volvió apenas pudo. “Mi
identidad pasa por la villa”, dice. “En la villa hay mucho por hacer”. De
hecho, el tiempo de la entrevista ya se acaba y algunas personas se reúnen
frente a la puerta de su oficina: lo están esperando.
El Padre Pepe luce una camisa celeste
gastada, tan gastada que se ve algo decolorada. Lleva el cabello un poco
desprolijo y unas viejas zapatillas negras. Se ríe con la pregunta sobre su
ropa. “Hasta que no se rompe del todo, no la cambio”, explica. “Soy medio… Soy
muy simple en la vida”.