Esa mujer. Rodolfo Walsh...
Pintura: Jorge Bellini
El coronel
elogia mi puntualidad:
-Es puntual como
los alemanes -dice.
-O como los
ingleses.
El coronel tiene
apellido alemán.
Es un hombre
corpulento, canoso, de cara ancha, tostada.
-He leído sus
cosas -propone-. Lo felicito.
Mientras sirve
dos grandes vasos de whisky, me va informando, casualmente, que tiene veinte
años de servicios de informaciones, que ha estudiado filosofía y letras, que es
un curioso del arte. No subraya nada, simplemente deja establecido el terreno
en que podemos operar, una zona vagamente común.
Desde el gran
ventanal del décimo piso se ve la ciudad en el atardecer, las luces pálidas del
río. Desde aquí es fácil amar, siquiera momentáneamente, a Buenos Aires. Pero
no es ninguna forma concebible de amor lo que nos ha reunido.
El coronel busca
unos nombres, unos papeles que acaso yo tenga.
Yo busco una
muerta, un lugar en el mapa. Aún no es una búsqueda, es apenas una fantasía: la
clase de fantasía perversa que algunos sospechan que podría ocurrírseme.
Algún día
(pienso en momentos de ira) iré a buscarla. Ella no significa nada para mí, y
sin embargo iré tras el misterio de su muerte, detrás de sus restos que se
pudren lentamente en algún remoto cementerio. Si la encuentro, frescas altas
olas de cólera, miedo y frustrado amor se alzarán, poderosas vengativas olas, y
por un momento ya no me sentiré solo, ya no me sentiré como una arrastrada,
amarga, olvidada sombra.
El coronel sabe
dónde está.
Se mueve con
facilidad en el piso de muebles ampulosos, ornado de marfiles y de bronces, de
platos de Meissen y Cantón. Sonrío ante el Jongkind falso, el Fígari dudoso.
Pienso en la cara que pondría si le dijera quién fabrica los Jongkind, pero en
cambio elogio su whisky.
Él bebe con
vigor, con salud, con entusiasmo, con alegría, con superioridad, con desprecio.
Su cara cambia y cambia, mientras sus manos gordas hacen girar el vaso
lentamente.
-Esos papeles
-dice.
Lo miro.
-Esa mujer,
coronel.
Sonríe.
-Todo se
encadena -filosofa.
A un potiche de
porcelana de Viena le falta una esquirla en la base. Una lámpara de cristal
está rajada. El coronel, con los ojos brumosos y sonriendo, habla de la bomba.
-La pusieron en
el palier. Creen que yo tengo la culpa. Si supieran lo que he hecho por ellos,
esos roñosos.
-¿Mucho daño?
-pregunto. Me importa un carajo.
-Bastante. Mi
hija. La he puesto en manos de un psiquiatra. Tiene doce años -dice.
El coronel bebe,
con ira, con tristeza, con miedo, con remordimiento.
Entra su mujer,
con dos pocillos de café.
-Contale vos,
Negra.
Ella se va sin
contestar; una mujer alta, orgullosa, con un rictus de neurosis. Su desdén
queda flotando como una nubecita.
-La pobre quedó
muy afectada -explica el coronel-. Pero a usted no le importa esto.
-¡Cómo no me va
a importar!... Oí decir que al capitán N y al mayor X también les ocurrió
alguna desgracia después de aquello.
El coronel se
ríe.
-La fantasía
popular -dice-. Vea cómo trabaja. Pero en el fondo no inventan nada. No hacen
más que repetir.
Enciende un
Marlboro, deja el paquete a mi alcance sobre la mesa.
-Cuénteme
cualquier chiste -dice.
Pienso. No se me
ocurre.
-Cuénteme
cualquier chiste político, el que quiera, y yo le demostraré que estaba
inventado hace veinte años, cincuenta años, un siglo. Que se usó tras la
derrota de Sedán, o a propósito de Hindenburg, de Dollfuss, de Badoglio.
-¿Y esto?
-La tumba de
Tutankamón -dice el coronel-. Lord Carnavon. Basura.
El coronel se
seca la transpiración con la mano gorda y velluda.
-Pero el mayor X
tuvo un accidente, mató a su mujer.
-¿Qué más?
-dice, haciendo tintinear el hielo en el vaso.
-Le pegó un tiro
una madrugada.
-La confundió
con un ladrón -sonríe el coronel . Esas cosas ocurren.
-Pero el capitán
N...
-Tuvo un choque
de automóvil, que lo tiene cualquiera, y más él, que no ve un caballo ensillado
cuando se pone en pedo.
-¿Y usted,
coronel?
-Lo mío es
distinto -dice-. Me la tienen jurada.
Se para, da una
vuelta alrededor de la mesa.
-Creen que yo
tengo la culpa. Esos roñosos no saben lo que yo hice por ellos. Pero algún día
se va a escribir la historia. A lo mejor la va a escribir usted.
-Me gustaría.
-Y yo voy a
quedar limpio, yo voy a quedar bien. No es que me importe quedar bien con esos
roñosos, pero sí ante la historia, ¿comprende?
-Ojalá dependa
de mí, coronel.
-Anduvieron
rondando. Una noche, uno se animó. Dejó la bomba en el palier y salió
corriendo.
Mete la mano en
una vitrina, saca una figurita de porcelana policromada, una pastora con un
cesto de flores.
-Mire.
A la pastora le
falta un bracito.
-Derby -dice-.
Doscientos años.
La pastora se
pierde entre sus dedos repentinamente tiernos. El coronel tiene una mueca de
fierro en la cara nocturna, dolorida.
-¿Por qué creen
que usted tiene la culpa?
-Porque yo la
saqué de donde estaba, eso es cierto, y la llevé donde está ahora, eso también
es cierto. Pero ellos no saben lo que querían hacer, esos roñosos no saben
nada, y no saben que fui yo quien lo impidió.
El coronel bebe,
con ardor, con orgullo, con fiereza, con elocuencia, con método.
-Porque yo he
estudiado historia. Puedo ver las cosas con perspectiva histórica. Yo he leído
a Hegel.
-¿Qué querían
hacer?
-Fondearla en el
río, tirarla de un avión, quemarla y arrojar los restos por el inodoro,
diluirla en ácido. ¡Cuanta basura tiene que oír uno! Este país está cubierto de
basura, uno no sabe de dónde sale tanta basura, pero estamos todos hasta el
cogote.
-Todos, coronel.
Porque en el fondo estamos de acuerdo, ¿no? Ha llegado la hora de destruir.
Habría que romper todo.
-Y orinarle
encima.
-Pero sin
remordimientos, coronel. Enarbolando alegremente la bomba y la picana. ¡Salud!
-digo levantando el vaso.
No contesta.
Estamos sentados junto al ventanal. Las luces del puerto brillan azul mercurio.
De a ratos se oyen las bocinas de los automóviles, arrastrándose lejanas como
las voces de un sueño. El coronel es apenas la mancha gris de su cara sobre la
mancha blanca de su camisa.
-Esa mujer -le
oigo murmurar-. Estaba desnuda en el ataúd y parecía una virgen. La piel se le
había vuelto transparente. Se veían las metástasis del cáncer, como esos
dibujitos que uno hace en una ventanilla mojada.
El coronel bebe.
Es duro.
-Desnuda -dice-.
Éramos cuatro o cinco y no queríamos mirarnos. Estaba ese capitán de navío, y
el gallego que la embalsamó, y no me acuerdo quién más. Y cuando la sacamos del
ataúd -el coronel se pasa la mano por la frente-, cuando la sacamos, ese gallego
asqueroso...
Oscurece por
grados, como en un teatro. La cara del coronel es casi invisible. Sólo el
whisky brilla en su vaso, como un fuego que se apaga despacio. Por la puerta
abierta del departamento llegan remotos ruidos. La puerta del ascensor se ha cerrado
en la planta baja, se ha abierto más cerca. El enorme edificio cuchichea,
respira, gorgotea con sus cañerías, sus incineradores, sus cocinas, sus chicos,
sus televisores, sus sirvientas, Y ahora el coronel se ha parado, empuña una
metralleta que no le vi sacar de ninguna parte, y en puntas de pie camina hacia
el palier, enciende la luz de golpe, mira el ascético, geométrico, irónico
vacío del palier, del ascensor, de la escalera, donde no hay absolutamente
nadie y regresa despacio, arrastrando la metralleta.
-Me pareció oír.
Esos roñosos no me van a agarrar descuidado, como la vez pasada.
Se sienta, más
cerca del ventanal ahora. La metralleta ha desaparecido y el coronel divaga
nuevamente sobre aquella gran escena de su vida.
-...se le tiró
encima, ese gallego asqueroso. Estaba enamorado del cadáver, la tocaba, le
manoseaba los pezones. Le di una trompada, mire -el coronel se mira los
nudillos-, que lo tiré contra la pared. Está todo podrido, no respetan ni a la
muerte. ¿Le molesta la oscuridad?
-No.
-Mejor. Desde
aquí puedo ver la calle. Y pensar. Pienso siempre. En la oscuridad se piensa
mejor.
Vuelve a
servirse un whisky.
-Pero esa mujer
estaba desnuda -dice, argumenta contra un invisible contradictor-. Tuve que
taparle el monte de Venus, le puse una mortaja y el cinturón franciscano.
Bruscamente se
ríe.
-Tuve que pagar
la mortaja de mi bolsillo. Mil cuatrocientos pesos. Eso le demuestra, ¿eh? Eso
le demuestra.
Repite varias
veces "Eso le demuestra", como un juguete mecánico, sin decir qué es
lo que eso me demuestra.
-Tuve que buscar
ayuda para cambiarla de ataúd. Llamé a unos obreros que había por ahí. Figúrese
como se quedaron. Para ellos era una diosa, qué sé yo las cosas que les meten
en la cabeza, pobre gente.
-¿Pobre gente?
-Sí, pobre gente
-el coronel lucha contra una escurridiza cólera interior-. Yo también soy
argentino.
-Yo también,
coronel, yo también. Somos todos argentinos.
-Ah, bueno
-dice.
-¿La vieron así?
-Sí, ya le dije
que esa mujer estaba desnuda. Una diosa, y desnuda, y muerta. Con toda la
muerte al aire, ¿sabe? Con todo, con todo...
La voz del
coronel se pierde en una perspectiva surrealista, esa frasecita cada vez más
rémova encuadrada en sus líneas de fuga, y el descenso de la voz manteniendo
una divina proporción o qué. Yo también me sirvo un whisky.
-Para mí no es
nada -dice el coronel-. Yo estoy acostumbrado a ver mujeres desnudas. Muchas en
mi vida. Y hombres muertos. Muchos en Polonia, el 39. Yo era agregado militar,
dese cuenta.
Quiero darme
cuenta, sumo mujeres desnudas más hombres muertos, pero el resultado no me da,
no me da, no me da... Con un solo movimiento muscular me pongo sobrio, como un
perro que se sacude el agua.
-A mí no me
podía sorprender. Pero ellos...
-¿Se
impresionaron?
-Uno se desmayó.
Lo desperté a bofetadas. Le dije: "Maricón, ¿esto es lo que hacés cuando
tenés que enterrar a tu reina? Acordate de San Pedro, que se durmió cuando lo
mataban a Cristo." Después me agradeció.
Miró la calle.
"Coca" dice el letrero, plata sobre rojo. "Cola" dice el
letrero, plata sobre rojo. La pupila inmensa crece, círculo rojo tras
concéntrico círculo rojo, invadiendo la noche, la ciudad, el mundo.
"Beba".
-Beba -dice el
coronel.
Bebo.
-¿Me escucha?
-Lo escucho.
Le cortamos un
dedo.
-¿Era necesario?
El coronel es de
plata, ahora. Se mira la punta del índice, la demarca con la uña del pulgar y
la alza.
-Tantito así.
Para identificarla.
-¿No sabían
quién era?
Se ríe. La mano
se vuelve roja. "Beba".
-Sabíamos, sí.
Las cosas tienen que ser legales. Era un acto histórico, ¿comprende?
-Comprendo.
-La impresión
digital no agarra si el dedo está muerto. Hay que hidratarlo. Más tarde se lo
pegamos.
-¿Y?
-Era ella. Esa
mujer era ella.
-¿Muy cambiada?
-No, no, usted
no me entiende. Igualita. Parecía que iba a hablar, que iba a... Lo del dedo es
para que todo fuera legal. El profesor R. controló todo, hasta le sacó
radiografías.
-¿El profesor
R.?
-Sí. Eso no lo
podía hacer cualquiera. Hacía falta alguien con autoridad científica, moral.
En algún lugar
de la casa suena, remota, entrecortada, una campanilla. No veo entrar a la
mujer del coronel, pero de pronto esta ahí, su voz amarga, inconquistable.
-¿Enciendo?
-No.
-Teléfono.
-Deciles que no
estoy.
Desaparece.
-Es para
putearme -explica el coronel-. Me llaman a cualquier hora. A las tres de la
madrugada, a las cinco.
-Ganas de joder
-digo alegremente.
-Cambié tres
veces el número del teléfono. Pero siempre lo averiguan.
-¿Qué le dicen?
-Que a mi hija
le agarre la polio. Que me van a cortar los huevos. Basura.
Oigo el hielo en
el vaso, como un cencerro lejano.
-Hice una
ceremonia, los arengué. Yo respeto las ideas, les dije. Esa mujer hizo mucho
por ustedes. Yo la voy a enterrar como cristiana. Pero tienen que ayudarme.
El coronel está
de pie y bebe con coraje, con exasperación, con grandes y altas ideas que
refluyen sobre él como grandes y altas olas contra un peñasco y lo dejan
intocado y seco, recortado y negro, rojo y plata.
-La sacamos en
un furgón, la tuve en Viamonte, después en 25 de Mayo, siempre cuidándola,
protegiéndola, escondiéndola. Me la querían quitar, hacer algo con ella. La
tapé con una lona, estaba en mi despacho, sobre un armario, muy alto. Cuando me
preguntaban qué era, les decía que era el transmisor de Córdoba, la Voz de la
Libertad.
Ya no sé dónde
está el coronel. El reflejo plateado lo busca, la pupila roja. Tal vez ha
salido. Tal vez ambula entre los muebles. El edificio huele vagamente a sopa en
la cocina, colonia en el baño, pañales en la cuna, remedios, cigarrillos, vida,
muerte.
-Llueve -dice su
voz extraña.
Miro el cielo:
el perro Sirio, el cazador Orión.
-Llueve día por
medio -dice el coronel-. Día por medio llueve en un jardín donde todo se pudre,
las rosas, el pino, el cinturón franciscano.
Dónde, pienso,
dónde.
-¡Está parada!
-grita el coronel-. ¡La enterré parada, como Facundo, porque era un macho!
Entonces lo veo,
en la otra punta de la mesa. Y por un momento, cuando el resplandor cárdeno lo
baña, creo que llora, que gruesas lágrimas le resbalan por la cara.
-No me haga caso
-dice, se sienta-. Estoy borracho.
Y largamente
llueve en su memoria.
Me paro, le toco
el hombro.
-¿Eh? -dice-
¿Eh? -dice.
Y me mira con
desconfianza, como un ebrio que se despierta en un tren desconocido.
-¿La sacaron del
país?
-Sí.
-¿La sacó usted?
-Sí.
-¿Cuántas
personas saben?
-DOS.
-¿El Viejo sabe?
Se ríe.
-Cree que sabe.
-¿Dónde?
No contesta.
-Hay que
escribirlo, publicarlo.
-Sí. Algún día.
Parece cansado,
remoto.
-¡Ahora! -me
exaspero-. ¿No le preocupa la historia? ¡Yo escribo la historia, y usted queda
bien, bien para siempre, coronel!
La lengua se le
pega al paladar, a los dientes.
-Cuando llegue
el momento... usted será el primero...
-No, ya mismo.
Piense. Paris Match. Life. Cinco mil dólares. Diez mil. Lo que quiera.
Se ríe.
-¿Dónde,
coronel, dónde?
Se para
despacio, no me conoce. Tal vez va a preguntarme quién soy, qué hago ahí.
Y mientras salgo
derrotado, pensando que tendré que volver, o que no volveré nunca. Mientras mi
dedo índice inicia ya ese infatigable itinerario por los mapas, uniendo
isoyetas, probabilidades, complicidades. Mientras sé que ya no me interesa, y
que justamente no moveré un dedo, ni siquiera en un mapa, la voz del coronel me
alcanza como una revelación.
-Es mía -dice
simplemente-. Esa mujer es mía.
Según los escritos posteriores, se sabe que el cuerpo
de Evita fue devuelto a Perón en el 71, por el general Lanusse...
Interesante análisis del cuento Esa Mujer de Rodolfo WalshI.
© Publicado Del libro
Los oficios terrestres, Ediciones De la Flor, el martes 24/07/2007 por http://nacionalypopular.com de la Ciuad Autónoma de Buenos Aires.
Se trata de un coronel que tiene el
cadáver de una mujer embalsamado, y lo entrevista un interesado en saber. Uno
ya sabe antes de leerlo que el cuerpo es el de Evita. El coronel se cuenta que
tuvo el cadáver de Evita y lo mostraba a sus conocidos, tenía por lo visto
incluso cierta parafilia sexual con el cuerpo, como se relata en un diálogo que
lo hacía el gallego que lo embalsamó.
El cuento está escrito en primera
persona, abunda en diálogos y descripciones, y en pocas frases enunciativas.
Sin conocer el contexto histórico en el que fue escrito es difícil comprenderlo
o se perdería prácticamente todo su sentido.
En el prólogo del libro se
indica que la conversación realmente existió…
Se trata de un coronel que
tiene el cadáver de una mujer embalsamado, y lo entrevista un interesado en
saber dónde está ése cadáver, y en medio de una charla donde se toma whisky,
con descripciones de un departamento, el entrevistador intenta tener ese dato,
en las últimas líneas hasta le ofrece plata, abundante plata, para que el
coronel le dé ese dato.
El militar no le dice nada,
termina diciendo que ese cadáver es suyo…
Si por ejemplo en un país con
poca memoria o nula en unos cuantos, con muchos interesados en que no se tenga
memoria, un país donde se dice que “pocos resisten un archivo”; si un
adolescente lee este cuento o un adulto sin demasiada idea de la historia que
inspira este cuento, podría sacar solo estos datos.
Uno ya sabe antes de leerlo
que el cuerpo es el del Eva Perón—o Evita para los muchos que la recuerdan con
afecto–
El coronel es un tal Eugenio
Moori Koenig que—según un suplemento que editó el diario Clarín de Buenos
Aires, el domingo 15 de abril del 2007—significa “”rey de la ciénaga””—tiene
por lo visto un apellido acorde a sus hechos…
En ningún momento del escrito
se cuenta que ese cuerpo es el de Evita.
Sólo se nombra lo del título:
Esa mujer.
Como se la mencionaba después
del derrocamiento de Perón, y como tampoco se podía decir el nombre de Perón.
Se lo llamaba “el tirano
prófugo” o el “dictador depuesto”.
Por lo tanto si no se conoce
el real nombre de “esa mujer”, quien era en realidad, la historia que
rodea el escrito, se pierde todo.
Se cuenta que el cuerpo de
Evita—de esa mujer— despareció en 1955 durante el golpe de estado llamado
Revolución Libertadora, que llegó a bombardear la Playa de Mayo para disolver
una manifestación, y a fusilar civiles sin juicio previo y sólo por capricho de
un policía militar.
Este último hecho como se sabe
dio origen a otro de los grandes libros de Walsh: Operación masacre.
El coronel se cuenta que tuvo
el cadáver de Evita y lo mostraba a sus conocidos, tenía por lo visto incluso
cierta parafilia sexual con el cuerpo, como se relata en un diálogo que
lo hacía el gallego que lo embalsamó.
El cuento relata estas
palabras del coronel, oculta que él era
igual:
“—se le tiró
encima, ese gallego asqueroso. Estaba enamorado del cadáver, la tocaba, la
manoseaba los pezones. Le di una trompada, mire—el coronel se mira los
nudillos–, que lo tiré contra la pared. Está todo podrido, no respetan ni la
muerte.”
Se cuenta además de ciertos
accidentes que tuvieron otros que tuvieron el cuerpo.
Uno de estos militares llegó a
matar a su mujer embarazada.
Se perseguía con que la
resistencia peronista lo seguía, y confundió a su mujer en la oscuridad.
Otro tuvo un accidente.
El coronel cuenta que le
tiraron una bomba, que su hija quedó mal…
La resistencia peronista
dejaba flores donde creía que estaba el cuerpo de Evita desparecido.
Desde 1955 hasta comienzos de
los años de 1970, 1971 no se supo nada del cuerpo de Evita.
Esto presagia el poco respeto
que han tenido luego por los cuerpos de los asesinados en la dictadura del 1976
a 1983.
Evita durante bastante tiempo
fue una desparecida.
Por lo que se sabe el coronel
en el cuento miente.
Dice tener el cuerpo, saber dónde
está, pero no es cierto.
Se lo habían sacado, y lo
depositaron en el exterior con un nombre falso.
Pero el coronel toma whisky en
el relato, se emborracha y dice tener el cuerpo.
Se leen varias menciones en el
cuento sobre la forma de beber del
coronel:
“Él bebe con
vigor, con salud, con entusiasmo, con alegría, con superioridad, con
desprecio. Su cara cambia y cambia, mientras sus manos gordas hacen girar el
vaso lentamente”.
Más adelante se
lee:
“El coronel
bebe, con ardor, con orgullo, con fiereza, con elocuencia, con método”.
Más adelante sigue:
“El coronel
está de pie y bebe con coraje, con exasperación…”
Y otra
vez:
“El coronel
bebe, con ira, con tristeza, con miedo, con remordimiento.”
Y de
nuevo:
“El coronel
bebe, con ardor, con orgullo, con fiereza, con elocuencia, con método”.
Toda una forma de destacar un
rasgo de un militar que terminó alcohólico.
A todo esto se leen
descripciones del departamento.
Cuenta que se ve el río, que
hay un cartel de una publicidad de coca cola.
Los ruidos, los olores.
Se encuentran otras frases
patéticas sobre lo que querían hacer con el cadáver, y una conclusión del
coronel.
–“¿Qué querían
hacer?”—pregunta
el que lo entrevista, posiblemente el mismo Walsh, más allá de si el diálogo
realmente existió, tiene su verosimilitud.
El coronel
responde:
–“Fondearla en
el río, tirarla de un avión, quemarla y arrojar los restos por el inodoro,
diluirla en ácido. ¡Cuánta basura tiene que oír uno!”
Y luego llega su casi tan
vigente conclusión sobre buena parte de la historia argentina, desde el pasado
hasta el presente:
“Este
país está cubierto de basura, uno no sabe de dónde sale tanta basura,
pero estamos todos hasta el cogote”.
El odio profundo del
antiperonismo—cuenta Walsh en Operación masacre—desde un golpe de estado que
compartía para derrocar a un gobierno peronista que violaba
libertades individuales y la libertad de expresión, sin embargo ese odio y la
persecución que sufrió finalmente el peronismo, junto a toda esa perversión represiva,
opina Walsh, terminó por resaltar el recuerdo de Perón y de Evita.
Luego el cuento tiene una
serie de descripciones sobre el cuerpo de Evita, como estaba, como la vieron.
El coronel
cuenta:
“—Esa mujer—le
oigo murmurar—. Estaba desnuda en el ataúd y parecía una virgen. La piel se le
había vuelto transparente. Se veían las metástasis del cáncer, como esos
dibujitos que uno hace en una ventanilla mojada.”
Más
adelante:
“–…ya le dije
que esa mujer estaba desnuda. Una diosa, y desnuda y muerta. Con toda la muerte
al aire, ¿sabe?.. Con todo, con todo…”
Y más abajo:
–“Para mí no es
nada—dice el coronel—Yo estoy acostumbrado a ver mujeres desnudas. Muchas en mi
vida. Y hombres muertos. Muchos en Polonia, el 39. Yo era agregado militar, dese
cuenta.”.
Luego después cuenta que
le cortaron un dedo para identificar las huellas digitales, se
lee:
“—La impresión digital no agarra si el dedo está
muerto. Hay que hidratarlo. Más tarde se lo
pegamos.
– ¿Y?
–Era ella. Esa mujer era
ella.
– ¿Muy
cambiada?
–No, usted no me entiende. Igualita. Parecía
que iba a hablar…”
El coronel espera quedar
limpio, dice haber leído a Hegel, tener perspectiva histórica, haber estudiado
filosofía y letras, estar interesado por el arte.
Según los escritos
posteriores, se sabe que el cuerpo de Evita fue devuelto a Perón en el 71, por
el general Lanusse.
Luego en la dictadura del
1976, algún almirante genocida conocido pensó en tirarlo al mar, como tiraron a
tantos. Fiablemente lo devolvieron a su familia.
Evita está en la Recoleta,
cementerio lujoso que no encaja demasiado con su historia…