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domingo, 27 de marzo de 2016

La fatal equivocación… @dealgunamanera...

La fatal equivocación…


La fatal equivocación. Dibujo: Pablo Temes.

La incapacidad para pensar los errores parecía prolongar, en la débil transición democrática de los 80, los silencios de los años anteriores.

Han pasado cuarenta años del golpe de Estado; en junio habrá pasado medio siglo del que derrocó a Arturo Illia. En esa década que va entre 1966 y 1976 se preparó la tormenta que cerró el horizonte a partir del siniestro 24 de marzo. En ambas fechas, un periodismo mal informado, confundido o cooptado proporcionó a sus lectores un cuadro de marasmo político (en 1966) o de inconmensurable desorden interno (en 1976), que no tenía otra solución que la que se preparaba en los cuarteles.

Frente a un gobierno que no actuaba (el de Arturo Illia) o frente a un gobierno peronista en disolución que no estaba en condiciones de enfrentar los hechos de violencia, en parte generados desde su mismo corazón por la Triple A; entre un presidente blando y lerdo, como se dijo de Illia en las poderosas revistas semanales que lo caricaturizaban como una tortuga; y una presidenta como Isabel Perón que se refugiaba en Ascochinga, muchos argentinos, apoyados por tesis que difundían los grandes diarios, y el menos leído, pero muy infuyente La Opinión de Jacobo Timerman, creyeron que el golpe llegaba para restaurar el orden.

La fatal equivocación explica el apoyo o la indiferencia civil que acompañó a los tanques.

La sociedad (nunca más justo ese término que tenía pocas excepciones) terminó eligiendo entre “orden” o “anarquía” sin querer enterarse del precio que pagaba. No necesitó otros motivos que el caos de los últimos meses de Isabel Perón y la violencia entre bandos armados. Se creyó que el golpe traía una promesa que llevaba como inmerecido nombre “Proceso de Reorganización Nacional”.

Los partidos aceptaron convencerse de que esos militares eran caballeros que llegaban a restaurar un sistema político que ya no servía por defección e incapacidad de sus mismos dirigentes. Le proporcionaron a la dictadura funcionarios, intendentes, diplomáticos. Fueron colaboracionistas incapaces y cómplices. Ellos también habían dejado de entender.

Se creyó que el golpe traía una promesa que llevaba como inmerecido nombre “Proceso de Reorganización Nacional”

Si se me permite un recuerdo: en aquel entonces, yo era parte del activismo pequeño burgués de un partido marxista y conocía el clima de las entradas y las salidas de fábrica. Mis compañeros obreros, salvo los muy enceguecidos por una línea partidaria, no podían organizar su experiencia de violencia cotidiana, la portación de armas por gente hasta entonces pacífica, los rumores de muertes, la militarización de quienes en muchos casos habían sido camaradas y amigos.

Nada podía interpretarse con las claves que hasta entonces se usaron; la realidad se disgregaba como si fuera una construcción arenosa, donde todo paso abría un agujero en la superficie que, antes conocida, ahora se volvía un pantano lleno de trampas. Aunque tuviéramos “línea política” no estábamos en condiciones de contestar las preguntas más elementales ni respuestas capaces de orientar actos cotidianos: ¿tenía sentido dejar un paquete de volantes en casa de esa obrera, aunque si eran encontrados a ella seguramente le costaría su libertad o su vida?, ¿podía pedirse a ese compañero de Ford que hablara en la asamblea, aunque lo mataran al día siguiente?

Es increíble el modo en que la convicción ideológica vuelve despreciables los propios riesgos, pero también aquellos que tomamos sin avisar a quienes ponemos en peligro en nombre de la revolución o la liberación o el pueblo. Nos habíamos vuelto implacables creyendo que éramos generosos y valientes. Atribuíamos a todos nuestra propensión intelectual al sacrificio.

Pensar los errores.

En estos cuarenta años hemos maldecido a la dictadura y está bien. Pero en 1985 comencé a preguntar si, ya en condiciones de democracia, no era momento de que nos  examináramos nosotros. No sólo los que fueron guerrilleros sino también quienes pensábamos que la guerra vendría después, cuando “estuvieran dadas las condiciones”. El repudio que recibió mi pregunta de 1985 fue casi unánime. Y eso que no había Twitter.

Como sea, la cuestión sigue intrigándome. La incapacidad para pensar los errores parecía prolongar, en la débil transición democrática de los 80, los silencios de los años anteriores. El golpe no sólo mató, torturó e hizo desaparecer a miles. Logró, por el terror, interrumpir la vida política, incluso en sus formas más elementales. Para algunos de nosotros, sin embargo, la discusión sobre el peronismo y la izquierda revolucionaria debía comenzar ya, incluso en las peores condiciones.

Pero eso tenía mucho de abstracto y era discutido con  argumentos morales: no hablar de las víctimas mientras gobiernen los verdugos; no hablar de nosotros mismos cuando podíamos ser las próximas víctimas; no llamar guerrilleros a los militantes muertos o desaparecidos; no denunciar el aventurerismo de las organizaciones revolucionarias que habían sacrificado a sus integrantes.

El golpe no sólo mató, torturó e hizo desaparecer a miles. Logró, por el terror, interrumpir la vida política, aun la más elemental

Tuvieron que pasar muchos años para abrir ese debate. Oscar del Barco tiene el mérito y la coherencia de haber reflexionando sobre el caso de un militante asesinado por su propia organización. Mucho antes, todavía en el exilio de México, Héctor Schmucler escribió una frase decisiva que nadie había escrito: “¿Acaso Rucci no tenía derechos humanos?”.

Esas palabras abrieron una nueva etapa. La primera, sin duda, fue la resistencia heroica de los organismos de derechos humanos, impulsada por el desesperado coraje. Esa lucha abrió una perspectiva sin obtener el derecho de trazar un límite.

Nota al pie.

¿Cuántos desaparecidos? Cualquier cifra nos convence de que fue un infierno. Eso no pudo entenderlo un funcionario (ministro de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires que hace doblete como director artístico del Teatro Colón). Sacó la calculadora y sirvió una mescolanza de datos históricos, comparaciones poco esclarecidas y, sobre todo, manifiesta impunidad para ser al mismo tiempo pedante y escasamente conocedor de un tema al que ofendía con su intervención desorganizada por la precipitación y el nerviosismo.


  

jueves, 22 de mayo de 2014

El secuestro de la verdad... De Alguna Manera...

El secuestro de la verdad...



Con el traspaso de la ESMA y otros centros clandestinos a la órbita nacional, el Gobierno se asegura ser la única voz autorizada sobre los años 70 y construir desde allí una versión oficial que deje afuera recuerdos incómodos

¿Se puede decir ex ESMA? Así se insiste en nombrar al edificio que fue campo de detención clandestina y que ahora ha sido convertido en moneda de intercambio entre el gobierno nacional y el de la Ciudad, que desistió de su responsabilidad sobre lo que les pertenece a los porteños por geografía y tragedia.

En efecto, cuando días atrás la Legislatura aprobó el traspaso al gobierno nacional de edificios porteños en los que funcionaron centros clandestinos de detención, incluido el de la ex ESMA, en el que desarrolla sus actividades el Instituto de Espacio para la Memoria (IEM) ahora disuelto, fuimos muchos los que vimos detrás de esa jugada el intento del Gobierno de “apropiarse” de la memoria para “resignificar” esos legados y ponerlos al servicio de la “causa nacional y popular”. Esto es: glorificar como heroísmo la militancia de los años setenta para eludir el gran debate sobre la responsabilidad de la dirigencia montonera en la violencia política que antecedió al golpe de 1976 y que tiene en la ESMA su expresión más perversa, la que “unió a los réprobos con sus demonios, al mártir con el que encendió la pira”, tal como escribió Jorge Luis Borges en una crónica memorable sobre una de las audiencias del Juicio a las juntas militares.

Aquel día de julio de 1985, escuchamos el testimonio de Víctor Basterra, un operario gráfico detenido al que obligaban a falsificar documentos, desde escrituras a partidas de defunción, y que fue liberado en 1984 bajo una amenaza que hoy se llena de sentido: “Te vas, pero no te hagas el tonto que la comunidad informativa siempre queda”. Víctor Basterra integraba el ahora desaparecido IEM, un organismo plural del que también formó parte el premio Nobel de la Paz Pérez Esquivel y organismos de derechos humanos no alineados con el kirchnerismo. 

Aun en contra de una sentencia judicial para no modificar el edificio de la ESMA, el Gobierno construirá un museo guionado por los relatores oficiales.

Los senadores kirchneristas que en abril pasado dictaminaron en el Congreso sobre el traslado de la ESMA se negaron a escuchar las objeciones de los integrantes del IEM. Entre ellos, los sobrevivientes Víctor Basterra y Carlos Lordkipanidse, quien narró: “Por el horror que ahí existía, Víctor solía exhalar: ¡Ay, Dios mío!’ Un compañero que tenía a su lado, en la capucha, le decía: En este lugar, capaz hay Dios, pero muy poquito’. De lo que sí estoy seguro es de que nunca vimos ahí adentro asados, murgas, recitales, payasos, ni mucho menos Sergio Berni”.

No hay dudas de que el Gobierno busca apropiarse de esos edificios simbólicos para erigirse en única voz autorizada sobre aquella tragedia nacional; busca construir desde allí una memoria oficial que deje afuera cualquier información incómoda sobre los años 70. Es sabido que en la ESMA se ensayó el más tenebroso experimento de perversión entre Massera y la dirigencia de Montoneros. Me llevó cuarenta años conocer el destino final de mis hermanos, Néstor y Cristina, presos desparecidos en ese centro clandestino. 

Por respeto a las víctimas, me he cuidado de no cometer la injusticia de juzgar las conductas personales bajo el terror, pero no se puede negar la complicidad que existió entre la dirigencia montonera y el comandante de la marina. Incluso el ya fallecido Juan Gelman, que fue parte de la conducción de Montoneros, escribió en Página 12 a principios de 2001: “En 1978 Firmenich y Cía. pactaron con Massera, el carnicero de la ESMA, un acuerdo preparatorio. Cada socio perseguía un objetivo propio: Massera, el de trabajar su camino hacia la presidencia del país; Montoneros, el de aparecer en los diarios para que no nos olviden’, ilustraba Roberto Cirilo Perdía”.

Se entiende por qué la memoria de la ESMA puede ser incómoda y por qué se hacen tantos esfuerzos por amordazar cualquier intento de trabajar por una memoria de los años 70 que no puede ser complaciente para nadie.

Tanto se busca silenciar las disidencias que hasta una víctima de los peores abusos de la represión ilegal puede volverse un testigo incómodo. “Soy una sobreviviente no apta para el gobierno actual, por lo tanto nunca fui convocada a ninguno de los megashows de la ESMA”, declaró María Luján Bertella, quien estuvo secuestrada en la ESMA a los 21 años y el 19 de marzo pasado dio su testimonio ante el Tribunal Oral y Federal N° 5. 

Bertella confesó que por influencia de su pareja, un dirigente montonero, había omitido en su declaración ante el CELS en 1984/85 la autocrítica que ella hace sobre su militancia de entonces (se cuestiona, por ejemplo, haber justificado con un ligero “Es la Guerra” el atentado contra la casa de Guillermo Walter Klein, donde había cuatro niños de entre cuatro y doce años). Amplía además el concepto de vítctima: “Las situaciones de víctima son muchas. 

En definitiva yo fui víctima en primer lugar, a los 15 años, de Montoneros, a los 21 años fui víctima de la ESMA y en el exilio, una vez que recuperé la libertad, fui víctima de muchos integrantes de organismos de derechos humanos que me hicieron vivir la dificultad de presentarme como sobreviviente de la ESMA”.

El testimonio de María Luján fue subido a YouTube por un abogado defensor en esa causa y fue visto por miles de usuarios en pocos días. Hoy ya nadie podrá verlo porque fue retirado de la Web y ya no está disponible en YouTube, se lo hizo “desaparecer”. Es una memoria incómoda.

Desde que trato de encontrar respuestas a la tragedia que nos atravesó, me pregunto por qué no hubo desaparecidos en Brasil, en Chile o en Uruguay, como sucedió en la Argentina, donde existió un plan sistemático desde el Estado para hacer desaparecer los cuerpos y así negar los crímenes. Hoy intuyo que entre nosotros siempre se hizo desaparecer desde el poder lo que molesta para construir la versión del relato oficial. La Revolución del 55 negó el nombre de Perón, los símbolos del peronismo y hasta secuestró el cuerpo de Eva Perón. Como si fuera posible eludir la opinión de alguien, la verdad de otro, con sólo negarla o dejar de nombrarla.

Perturba constatar que aquellos que fueron desaparecidos políticos de la dictadura hoy estén dispuestos a hacer desaparecer voces que los contradicen. Ésa fue la lógica que imperó a lo largo de nuestra autoritaria historia y que hoy se replica en nuestra cultura política. Como sucede con libros silenciados como el de Graciela Fernández Meijide, No eran héroes, o con El testamento, de Hector Leis, un ex montonero que hoy cuestiona la lucha armada en la que participó. 

O como sucedió hace diez años con las respuestas lapidarias que recibieron las reflexiones del filósofo cordobés Oscar del Barco, uno de los intelectuales que más influyeron en el pensamiento de izquierda y que asumió públicamente su responsabilidad no en tomar las armas sino en haber influido ideológicamente en los jóvenes que terminaron usándolas. Con una gran honestidad personal y valentía intelectual todos ellos nos ofrecen la oportunidad del debate que nos debemos en relación con la violencia política.

Yo misma debí esperar más de diez años para que una editorial se animara a publicar lo que todas habían rechazado, el libro De la culpa al perdón, escrito mucho antes de que se simplificara la revisión del pasado con el cuadro que se descuelga para hacer desaparecer a Videla de la pared. “El coraje es de otro orden -escribí y sostengo ahora-. Es ser capaces de mirar de frente todo lo que nos sucede, sentir el dolor por todo lo que no pudimos evitar. Le llamemos culpa o responsabilidad.”

En esta última decada, muchos dirigentes de derechos humanos salieron de la oscuridad, abandonaron la plaza y cruzaron al Palacio para recibir los favores políticos del poder. Sólo así se entiende la urgencia para congelar la memoria de lo que realmente sucedió en la ESMA.

Confío en que, pese a los comisarios políticos, la verdad se impondrá. No en beneficio nuestro sino a favor de lo que nos trasciende, el porvenir democrático. La ESMA nunca dejará de ser el más tenebroso de los experimentos de muerte y perversión política de nuestro país. La única “resignificación” posible es que la política erradique el autoritarismo y la educación saque las lecciones morales del pasado para que finalmente aprendamos a vivir en libertad con responsabilidad.

© Escrito por Norma Morandini el Miércoles 21/05/2014 y publicado en diario La Nación de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.