Morir cada vez más joven…
Alta noche.
Pienso. Hijos del poder. ¿Qué hubiera sido de Mauricio Macri si una pasión
insólita no lo arrastraba a la orilla? Un proyecto offshore más girando
alrededor de Franco, su padre. Qué es ahora Martín Báez sino otro bolso de
Lázaro. ¿Y Máximo? Un chico, olvidado en el Sur que a sus cuarenta años trata
de zafar y se hace cargo de lo que le tocó. Facundo “El pollo” De Vido,
consumido a la sombra de Julio, su padre. Julieta Jaime, que le prestó el
nombre a su padre Ricardo, y escrituró para siempre la propiedad de una culpa
insoportable. Desde las cumbres políticas o económicas, los apellidos empujan y
ruedan nombres de pibes al abismo de la vergüenza.
© Escrito por Carlos Ares el viernes
22/04/2016y publicado por el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos
Aires.
Romina, la hija
del “Bombón” Mercado y Alicia Kirchner, involucrada en el lavado de Hotesur. Sebastián,
el hijo de Daniel Pérez Gadín, el contador de Báez. Luis, hijo del diputado
Luque, condenado por el asesinato de María Soledad Morales en Catamarca.
Lautaro y Eduardo (Braun Billinghurst), Germán (Braillard Poccard), Horacio
(Pozo) Francisco (Méndez), Gonzalo (Marasco), Andrés (Gallino), los “hijos del
poder” en Corrientes, acusados por la muerte de Ariel Malvino en una playa de
Brasil. Gabriel Alperovich, encubierto de las sospechas del crimen de Paulina
Lebbos bajo el ala de su padre José, el ex gobernador de Tucumán.
Todos ellos, ya
mayores, recuperados de sus penas o castigos, nunca dejarán de ser hijos de.
¿Quién y cómo se resiste a esa violación del derecho al propio orgullo, a la
dignidad? La diputada Victoria Donda todavía visita en la cárcel a su
“apropiador”, el ex prefecto Juan Antonio Azic, en prisión perpetua por delitos
de lesa humanidad. Hija de desaparecidos, Victoria no sabe cuándo es su
cumpleaños. Nació, algún día de agosto de 1977, en la Escuela de Mecánica de la
Armada, donde estaban secuestrados sus padres.
“El poder es
impunidad”, definió Yabrán. ¿Impunidad o condena? Duele saber. Más, negar. La
tanza del invisible cordón filial rodea el cuello. Aprieta y ahoga en mitad de
la noche. Andan necesitados,
seguramente, de lo que faltó: ejemplo, decencia, la palabra honrada, justa. Y,
sobre todo, un silencio que escuche y comprenda. A cambio, recibieron todo lo
que un padre patrón poder puede dar. Nada. Nada de lo que de verdad importa. El
cuento se lo tuvieron que escribir y contar solos.
Miraba. Hace ya
unos cuantos años, el Saturno devorando a sus hijos, de Goya, en el Museo del
Prado de Madrid. Como se sabe, la pintura –como la de Rubens– alude al mito del
tiempo que se devora todo y se traga a sus propias criaturas. Veo, ahora, en
esa imagen, la avaricia, la ambición de eternidad que desgarra a dentelladas
cuerpos adolescentes y bebe de su sangre y de sus sueños.
Miro. Pienso.
Este tiempo no es aquél. En los pasillos del museo los pies se demoraban en
susurros. Ahora, los pasos del monstruo retumban, su corazón late a la
velocidad de la luz y de la sombra. Es, a la vez, frágil, instantáneo, táctil,
líquido, fugaz. Se siente, se sabe que está, que pasa. De pronto, entra en
convulsión y se engulle a cinco pibes antes del amanecer, enseguida se limpia
la espuma de la sangre con el antebrazo, salta, baila un poco más y se va. Ya
no es, ya fue.
El estridente
ulular de las ambulancias siempre desesperadas, deshizo la escena del museo y
desanudó el tránsito de la madrugada en vela. Desde la ventanilla, al socorro
urgente, como si fuera una pantalla de televisión, un médico, entre lágrimas,
ruega: “besen a sus hijos al despertar por la mañana. No veamos más camas
vacías”.
Dios te SAME,
Crescenti. Pienso yo, que no creo.
Veo. Pibes durmiendo en los umbrales. Pibes sin laburo.
Empacados. Sin posibilidades de saber, de entender. ¿Qué hay para ellos a
cambio de apurar el tiempo que los devora? Hijos de la ambición, del
relato, hijos de lo que hay, de los restos, de la miseria, del vacío.
Soldaditos de una guerra perdida.
Sacrificios ofrecidos a un poder insaciable.
Demasiado robo, demasiado olvido, demasiada muerte, demasiado joven. Y sólo el
SAME, de última.