En la Argentina se suelen rechazar las ideas de
buenos liberales como San Martín y Alberdi.
Los habitantes de nuestro país han sido robados, saqueados, se les ha
hecho matar por miles. Se ha proclamado la igualdad y ha reinado la desigualdad
más espantosa; se ha gritado libertad y ella sólo ha existido para un cierto
número; se han dictado leyes y éstas sólo han protegido al poderoso. Para
el pobre no hay leyes, ni justicia, ni derechos individuales, sino violencia y
persecuciones injustas. Para los poderosos de este país, el pueblo ha
estado siempre fuera de la ley".
El autor de este texto no es un activista ubicado en el extremo
ideológico del panorama nacional. Fue un hombre moderado, un gran
intelectual liberal, don Esteban Echeverría. El autor del Dogma
Socialista, en esta carta que le escribía a su amigo Félix Frías en 1851,
poco antes de morir, hacía un balance del período comprendido de Mayo a
Rosas y daba cuenta con innegable dolor de la distancia que
separaba al pensamiento liberal de la verdadera libertad de aquel
pueblo que la Generación del 37 había idealizado y al que querían elevar a los
niveles de "la Inglaterra o la Francia".
Unas décadas más tarde, quizás el teórico liberal más notable que dio
nuestro país, Juan Bautista Alberdi, el autor del libro que sirvió de base para
la redacción de nuestra Constitución Nacional, analizando los gobiernos
liberales de Mitre, Sarmiento y Avellaneda, escribía: "Los liberales
argentinos son amantes platónicos de una deidad que no han visto ni conocen. Ser
libre, para ellos, no consiste en gobernarse a sí mismos sino en gobernar a los
otros. La posesión del gobierno: he ahí toda su libertad. El
monopolio del gobierno: he ahí todo su liberalismo. El liberalismo como
hábito de respetar el disentimiento de los otros es algo que no cabe en la
cabeza de un liberal argentino. El disidente es enemigo; la
disidencia de opinión es guerra, hostilidad, que autoriza la represión y la
muerte" (1).
Ambos pensadores, quizás los exponentes más lúcidos del liberalismo
criollo del siglo XIX, ponían el dedo en una llaga nunca cicatrizada: la dicotomía
existente entre una práctica política conservadora y una proclamada ideología
liberal que sólo se expresaba en algunos aspectos económicos.
Ni siquiera en todos, porque la crítica liberal que planteaba la no
intervención estatal no funcionó nunca en nuestro país si se trataba de apoyar
con fondos estatales la realización de obras públicas por contratistas privados
cercanos al poder, o del salvataje de bancos privados como viene ocurriendo
desde 1890 a la fecha.
Para los autodenominados "liberales argentinos" estas
intervenciones estatales en la economía no eran ni son vistas como tales. Pero
estuvieron y están prestos a calificar como "gasto público" a lo que
los propios teóricos del Estado liberal denominan sus funciones específicas
como la salud, la educación, la justicia y la seguridad y que son denominados,
incluso por los autodenominados "organismos financieros
internacionales", como "inversión social", porque el Estado
recuperará cada peso invertido en una población sana y con capacidad laboral y
tributaria.
Si el Estado no cumple con estas funciones básicas, decía John Locke
(1632-1704) -uno de los padres fundadores del liberalismo- el pacto
social entre gobernantes y gobernados se rompe y los ciudadanos tienen derecho
a la rebelión.
Las revoluciones burguesas europeas, producidas entre 1789 y 1848,
dieron lugar a un nuevo tipo de Estado que los historiadores denominan
"liberal". La ideología que sustentaba estos regímenes es el
denominado "liberalismo", que a mediados del siglo XIX presentaba un
doble aspecto: político y económico.
El liberalismo político significaba teóricamente respeto a las
libertades ciudadanas e individuales (libertad de expresión,
asociación, reunión), existencia de una constitución inviolable que determinase
los derechos y deberes de ciudadanos y gobernantes; separación de
poderes para evitar cualquier tiranía; y el derecho al voto, muchas
veces limitado a minorías.
Junto a este liberalismo político, el Estado burgués del siglo XIX
estaba también asentado en el liberalismo económico: un conjunto de teorías
y de prácticas al servicio de la alta burguesía y que, en gran medida,
eran consecuencia de la Revolución Industrial.
Desde el punto de vista práctico, el liberalismo económico significó la
no-intervención del Estado en las cuestiones sociales, financieras y
empresariales.
A nivel técnico supuso un intento de explicar el fenómeno de la
industrialización y sus más inmediatas consecuencias: el gran
capitalismo y las penurias de las clases trabajadoras.
La alta burguesía europea veía con preocupación cómo alrededor de las
ciudades industriales iba surgiendo una masa de trabajadores. Necesitaba, por
lo tanto, una doctrina que explicase este hecho como inevitable y, en
consecuencia, sirviese para tranquilizar su propia inquietud. Tal doctrina
fue desarrollada por dos pensadores: el escocés Adam Smith (1723-1790) y el
británico Thomas Malthus (1766-1834).
Smith pensaba que todo el sistema económico debía basarse en la ley de
la oferta y la demanda. Para que un país prosperase, los gobiernos debían
abstenerse de intervenir en el funcionamiento de esa ley "natural":
los precios y los salarios se regularían por sí solos, sin intervención alguna
del Estado y ello, entendía Smith, no podía ser de otra manera, por cuanto si
se dejaba una absoluta libertad económica, cada hombre, al actuar
buscando su propio beneficio, provocaría el enriquecimiento de la sociedad en
su conjunto, algo así como la tan meneada y falsa teoría del derrame.
Malthus partía del supuesto de que la población crecía mucho más rápido
que la generación de riquezas y alimentos. Pensaba que la solución estaba en el
control de la natalidad de los sectores populares y en dejarlos abandonados a
su suerte para la naturaleza.
Tanto Malthus como Smith piden la inhibición de los gobernantes en
cuestiones sociales y económicas. Sus consejos fueron muy escuchados y
practicados por estos lares.
La trayectoria del autodenominado "liberalismo argentino" ha
sido por demás sinuosa pero coherente. El credo liberal no les ha
impedido a algunos formar parte de todos los gabinetes de los gobiernos de
facto de la historia argentina. Han tolerado y en muchos casos
justificado y usufructuado de la represión de la última dictadura militar para
seguir haciendo negocios sin ser molestados.
Quizás ya sea hora de que relean al más notable liberal en serio que
pisó el suelo argentino, José de San Martín, quien escribió en el Código de
honor del Ejército de los Andes: "La patria no hace al soldado para que la
deshonre con sus crímenes, ni le da armas para que cometa la bajeza de abusar
de estas ventajas ofendiendo a los ciudadanos con cuyos sacrificios se
sostiene. La tropa debe ser tanto más virtuosa y honesta, cuanto es creada para
conservar el orden, afianzar el poder de las leyes y dar fuerza al gobierno
para ejecutarlas y hacerse respetar de los malvados que serían más insolentes
con el mal ejemplo de los militares. La Patria no es abrigadora de crímenes".
1. Juan Bautista Alberdi, "Escritos póstumos", Tomo X, Buenos
Aires, Editorial Cruz, 1890
© Felipe Pigna. Historiador