En nombre de los 30 mil…
Una cosa es saber que alguien fue y otra cosa es el
veredicto indeterminado.
© Escrito por
Daniel Link el sábado 26/03/2016 y publicado por el Diario Perfil de la Ciudad
Autónoma de Buenos Aires.
Cada 24
de marzo pienso en mi primo Fernando y su voz (la que recuerdo o la
que imagino, porque a esta altura del partido esos registros son
indiscernibles) me dice que habla en nombre de 30 mil y yo
trato de que me conteste qué pasó, porque una cosa es saber que alguien fue
condenado por haber hecho tal o cual cosa (y evaluar la pertinencia o no de esa
pena) y otra cosa es el veredicto indeterminado, un veredicto al ser, a una
forma de pensar o a una afiliación. Esa herida es incurable.
Como tantos
otros, me di cuenta tarde del golpe. En marzo de 1976 yo tenía 16 años,
empezaba quinto año de la escuela secundaria, era secretario general del Centro
de Estudiantes y creía que el golpe de Estado era uno más de la larga lista de
sublevaciones militares que habían acompañado mi infancia (“Me acuesto con
Illía –así acentuado–, me levanto con Onganía”, era un versito que había
aprendido de mi abuela materna).
Ese año nos tocó
organizar el acto del Día de la Raza. Apenas cumplidos mis 17 años, yo fui
designado para hacer el guión de esa pieza con la cual nos despediríamos del
colegio. Entre los textos que se leyeron había fragmentos del Canto
general y de Confieso que he vivido de Pablo Neruda. Entre las
canciones que tocaron y cantaron mis amigos músicos de entonces, incluimos ese
hermoso fragmento de la Cantata Sudamericana que dice:
“Otra emancipación, otra emancipación / les
digo yo / les digo que hay que conquistar / y entonces sí / y entonces sí mi
continente acunará / una felicidad, una felicidad / con esta gente chica como
usted y como yo”.
La profesora de
Historia, la Sra. Silveyra, y otras esposas de coroneles y capitanes
responsables de nuestra educación abandonaron el salón de actos de inmediato
(lo que, a nuestro juicio, fue un insulto a la bandera de ceremonias). La
profesora de Literatura, a quien secretamente yo le dedicaba mis estúpidos
poemas de entonces, me convocó para decirme que todos los que habíamos
participado de esa conmemoración corríamos, entre otros riesgos, el de ser
expulsados del colegio. Nos habíamos transformado en “rojos” que hacían
“propaganda subversiva”, no ya por los textos y canciones que
elegimos, sino también por el uso del color del telón del teatro
de mi colegio (que era, desde siempre, de terciopelo rojo).
Entonces me di
cuenta de que algo más grave que Lanusse estaba sucediendo. Yo era buen alumno
y mi beligerancia política se había canalizado hasta entonces en el reclamo de
más papel higiénico en los baños y cosas por el estilo. No entendía lo que
pasaba.
Tampoco entendía
lo que pasaba en mi familia, angustiada y dividida por la desaparición de mi
primo Fernando Rizzo, con cuyos libros, que le compré años antes a precio de
saldo, había armado mi primera biblioteca. Ese 12 de octubre, mis amigos y yo
empezamos a comprender el valor de una ausencia, de dos, de tres, de treinta
mil.
Yo empecé a entender lo
que significaban los enloquecidos viajes de mi tía a los cuarteles y
las cárceles de todo el país tratando de encontrar sin suerte a su hijo, y
lentamente nos fue dominando la tristeza de una pseudo-existencia vivida a
escondidas y el horror de la realidad, que empezaba a atravesarnos. O mejor
dicho: nosotros, que abandonábamos el colegio, empezábamos a circular a través
de una realidad horrible con la tristeza del testigo de algo de lo que nunca
podrá hablar con dignidad.
Cuarenta años
después, todo sigue más o menos igual, en lo que respecta a mi propia capacidad
para sostener un discurso, y por eso, en su momento, evité referirme a las
tristes, desencaminadas y mezquinas declaraciones del Sr. Darío
Lopérfido.
Por fortuna, la
sociedad civil tiene mejores recursos que yo para el asunto, lo que quedó
demostrado no sólo en el unánime repudio del que fueron objeto los
dichos del Sr. Lopérfido sino, antes, en la conducta ejemplar de las
organizaciones de defensa de los derechos humanos, que no cejaron un instante
en sostener un deseo de verdad y de justicia que no ha cesado y que no debe
cesar. Provocaciones como las de Darío nos hunden en la pena porque sólo
redoblan el veredicto indeterminado.
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