Escenas del final…
Personas subiendo por la escalerilla de los
aviones, incluso niños. Bolsas que aparentaban tener cuerpos adentro que
pasaban de camiones a aviones. Los datos surgen de numerosos testimonios de
personas que hicieron el servicio militar durante la última dictadura, en Campo
de Mayo.
Una chica muy joven,
adolescente, subía muy lentamente por la escalerilla del avión, un Twin Otter
canadiense con las insignias del Ejército Argentino. La chica tenía el pelo muy
corto, más bien oscuro y a diferencia de otros detenidos, no estaba vendada.
Mientras subía, una niña de unos cinco o seis años, de pelo más bien claro,
comenzó a ascender rápido por la escalerilla del avión, pasó al lado de la
adolescente y llegó hasta el último escalón. Sonriente, saltaba y abría los
brazos como si estuviera volando. Se veía que estaba excitada por la situación
del vuelo -contó el testigo que presenció la escena- inconsciente de lo que
realmente estaba pasando. La niña volvió a bajar por la escalerilla del avión
hasta llegar a la pista. La adolescente, entonces, la llamó y la nena subió. La
adolescente la agarró de la mano y subieron juntas. Poco después, el avión
carreteó para despegar en dirección al este, desde la pista principal del
aeródromo de Campo de Mayo.
Miguel Angel Hait hizo el servicio
militar obligatorio en la Compañía Helicópteros de Asalto del Batallón de
Aviación de Ejército 601, de la guarnición de Campo de Mayo, entre febrero y
julio de 1976. Estuvo seis meses, tres semanas y unos pocos días. En 2008
brindó su testimonio a la Justicia sobre las imágenes de ese vuelo, el único
que vio, al que ubicó temporalmente entre fines de abril y comienzos de mayo de
1976, a las 8.20 de la mañana, un horario no habitual para esos despegues, que
usualmente se hacían en la noche cerrada. Los prisioneros subieron al Twin
Otter, una aeronave que según los testimonios de los colimbas volaba con una
puerta abierta tapada por una lona y a la que ellos recuerdan que se la llamaba
El Verdugo. Hait es sólo uno de los cientos de soldados que declararon en los
últimos años, una vez reabierto el proceso de justicia. Su declaración es parte
de un relevamiento de testimonios del Programa Verdad y Justicia del Ministerio
de Justicia, que estuvo primero a cargo de Luciano Hazan y ahora de Elizabeth
Gómez Alcorta, y de la Dirección de Derechos Humanos del Ministerio de Defensa,
a cargo de Stella Segado.
“Que allí, después de ocurrido el golpe
militar del 24 de marzo de 1976, en el mes de abril de ese año, siendo
aproximadamente las 08:20, el dicente había ido a retirar las fichas de vuelo
desde la Torre de Control de Vuelos que se encontraba junto al Aeródromo de
Campo de Mayo y regresaba hacia la compañía de helicópteros”, dijo. Observó a
la derecha dos camiones Unimog camuflados con pintura del Ejército, estacionados
ante un avión marca The Havilan modelo Twin Otter, tipo Stol, de despegue y
aterrizaje corto.
Un grupo de personas estaba junto a la
escalerilla del avión y otras iban ascendiendo. Entre ellos, había un
integrante del Ejército con campera de vuelo. Detrás subía un hombre. Chocó la
cabeza contra el marco superior de la puerta, giró y, entonces, el soldado vio
que tenía los ojos vendados. Se dio cuenta, sin embargo, de que era Roberto
Quieto, el segundo o tercer jefe de Montoneros, explicó en su declaración. Lo
conocía porque su imagen era pública aunque lo notó delgado, menos morocho, muy
pálido, como quien no ve la luz del sol durante mucho tiempo. Se sorprendió de
que Quieto continuara con vida. Lo habían secuestrado el 28 de diciembre de
1975. Creía que estaba muerto, supo del secuestro, pero se había comentado que
lo habían interrogado y lo habían matado. Hait observaba a 35 o 40 metros de
distancia. Quieto estaba bien vestido, con traje. Sus movimientos eran muy
lentos. Al darse vuelta, luego del golpe con el marco de la puerta, se detuvo y
una mujer, vestida de civil, posiblemente integrante del Ejército porque no
tenía vendas en los ojos, lo tomó del brazo y lo ingresó con ella a la
aeronave.
Luego subió otra mujer con los ojos
vendados, de apariencia relativamente joven. También tenía movimientos muy
lentos y fue llevada del brazo por otra mujer, tal vez otra represora, que no
tenía los ojos vendados. Subieron la adolescente y la niña que se puso a jugar
con las manos sobre la escalera. Y luego otra adolescente. Tenía el pelo largo,
castaño y con ondas. No tenía vendas, pero también caminaba lento. El soldado
entró finalmente en su oficina en el hangar de la Compañía de Helicópteros. Ya
no tenía la escena a la vista, pero al bajar más tarde vio el despegue.
Mientras subían los detenidos había visto que los camiones Unimog se iban
retirando del lugar.
El abogado Pablo Llonto, querellante de
parte de las causas de Campo de Mayo, señaló a Página/12 que todavía no se sabe
quiénes son esas niñas.
“Razonablemente, Hait no debía haber
visto este vuelo”, se afirma en la sentencia de diciembre de 2013, en la que se
condenó al represor Santiago Omar Riveros, jefe del Comando de Institutos
Militares de Campo de Mayo por crímenes de lesa humanidad. Porque ese tipo de
vuelos se hacía entre las cinco y las siete de la mañana, cuando todavía no
había luz y con el aeródromo apagado. En ocasiones, por razones meteorológicas,
los vuelos salían un poco más tarde.
El relevamiento
El Programa Verdad y Justicia y Defensa
trabajan desde hace años en la reconstrucción del Comando de Institutos
Militares de Campo de Mayo, el corazón represivo de la zona operacional IV.
Cuenta con análisis de los testimonios de las víctimas y, en los últimos años,
fundamentalmente, de quienes integraron el servicio militar obligatorio y
declararon en diversas causas. Los relatos tienen múltiples dimensiones. (Las
identidades de algunos imputados son preservadas para no interferir en la labor
de la Justicia.) Entre otras cosas permiten reconstruir las prácticas y
metodologías aberrantes del exterminio. Los vuelos, los horarios, el tránsito
de camiones. Se habla del Ketalar, esa droga con la que los adormecían, los
“vuelos fantasma”, los cajones de madera, los bultos con formas humana, las
persecuciones desde el aire a quienes intentan escapar.
El aeródromo de Campo de Mayo estaba
ubicado entre El Campito y el polígono de tiro. Uno de los lados daba hacia la
ruta nacional 202, de la que van a hablar los testimonios. La jurisdicción
operativa de Campo de Mayo se extendía sobre un amplio territorio, de San
Miguel a Zárate, Campana y San Isidro. El predio, de unas cinco mil hectáreas,
tuvo distintos lugares de reclusión ilegal, como El Campito o Los Tordos, Las Casitas
o La Casita; el Hospital Militar con la maternidad clandestina y la prisión de
Encausados. Se calcula que por Campo de Mayo pasaron entre 3500 y 5000
detenidos desaparecidos, la mayor parte de los cuales no sobrevivió. Hubo
prisioneros del PRT-ERP, embarazadas, integrantes de otras organizaciones
políticas, y también niños. Se cree que el lugar alojó transitoriamente a
prisioneros de otros lugares para incluirlos en los vuelos de la muerte. El
general Santiago Omar Riveros estuvo a cargo de la zona de septiembre de 1975 a
los primeros meses de 1979. Por debajo, estuvo Reynaldo Benito Bignone.
De la mano
En dos ocasiones, un sargento le ordenó
a Hait limpiar un helicóptero, pero él se negó. “Suponía que debía limpiar
sangre, vísceras y vómito”, explicó. Los días antes, alrededor de las 8.30, en
momentos en que hacía a pie el trayecto diario hacia la Torre de Vuelo, por
delante suyo, conversaban dos sargentos. Uno le decía al otro que resbaló en un
helicóptero. Hablaban de una persona a la que llevaban en el aire. Un sargento
hizo un gesto “como los movimientos que las personas efectuaban dentro de un
helicóptero”. Había una tercera persona, que se descompuso, se mezcló todo con
“la sangre y las vísceras”, y el que estaba hablando estuvo a punto de caer al
agua. Otro militar lo evitó.
En mayo de 1976, mientras dormía en la
cuadra, un teniente entró a los gritos. Hait podía volver a su casa, pero esa
noche se quedó porque había problemas con los trenes y temía llegar tarde. El
teniente pedía dos soldados artilleros. Había dos. Hait era uno. Los mandaron a
la “calle de acceso” para ayudar a un sargento a instalar dos ametralladoras en
un helicóptero. Cuando llegaron, el helicóptero estaba listo para despegar. Una
vez instaladas las ametralladoras, tomaron su puesto de artilleros. Volaba un
piloto, un copiloto y ellos a cargo de las ametralladoras, a uno y otro lado de
la aeronave. El helicóptero despegó. Voló en círculos. Recorrió el predio
militar e iluminaban distintos sitios con un reflector: “Iluminaron a una
pareja joven –explicó Hait–. Tomados de la mano, corrían, huían velozmente. El
hombre era más alto que la mujer, ambos eran de piel blanca y estaban
completamente desnudos y descalzos. La pareja fue iluminada durante un breve
lapso, uno o dos segundos y entonces inmediatamente el helicóptero apagó el
reflector.” Al instante, desde abajo, se escuchó y se vio un disparo al aire.
Hait entendió que era un aviso de los militares que estaban abajo. Habían visto
a la pareja gracias al reflector. La aeronave viró. Aterrizó donde había
partido. Cuando bajaron, un teniente le dijo: “¿Usted vio algo, soldado?”. Hait
entendió la amenaza: dijo que no había visto absolutamente nada.
“Milicos hijos de puta”
Eduardo Bravo hizo el servicio militar
entre enero de 1977 y mayo de 1978. Luego del período de instrucción, fue
destinado a la Compañía de Servicios. Realizaba guardias de una semana por mes
en la torre de control, llevando a cabo la función de señalero. “Durante las
guardias entraban, dos o tres veces por semana, unas camionetas azules,
probablemente celulares de la Policía, que sin identificarse tenían libre
acceso al predio.” Un día, un sargento ayudante llevó un grupo de conscriptos,
entre ellos a Bravo, a un campo en las inmediaciones de la pista auxiliar. Los
dejó y se fue. Pasado un rato, salió un avión y se posicionó en la pista adonde
lo alcanzó uno de los celulares azules. Desde las camionetas, tre, s personas
empezaron a sacar bolsas que contenían cuerpos y a cargarlos en el avión.
Eduardo Bravo y sus compañeros asistieron a toda la carga, que fue finalmente
de aproximadamente diez cuerpos. Por esta declaración, Bravo volvió a ser
llamado. En su ampliación, contó que pudo reconocer que había cuerpos por la
forma de las bolsas, como así también por el modo en que las agarraban.
“Quienes subían las bolsas eran oficiales o suboficiales.” No eran de ahí.
Llegaban en los Unimog. Los Unimog podían cargar cerca de diez personas. Cuando
vio esto, el avión no estaba en la pista central, sino en la auxiliar, que
tenía árboles a uno de sus lados. “Desea agregar, dice su testimonio, que los
camiones que transportaban a los cuerpos, cada vez que llegaban al lugar, lo
hacían muy rápido, a una velocidad altísima.”
Roberto Loeiro también habló de estas
bolsas. Estuvo entre marzo y noviembre de 1977. Luego de la instrucción, lo
designaron dragoneante o cabo de reserva, por eso relevaba a los soldados de
guardias. “Por el mes de septiembre del año 1977, recibió un llamado de un
capitán que le dijo que a las dos de la madrugada llegaría por el puesto de
ingreso a la pista número uno, que era una barrera, un furgón de color azul
marca Dodge, con la caja trasera metálica, pero de tipo funerario. El capitán
le dijo que lo dejara pasar a la pista. Cuando llegó el momento, el furgón se
acercó a la pista a encontrarse con el avión Fiat, de origen italiano, que
estaba evidentemente a la espera del furgón debido a que tenía el portón de la
bodega abierto esperando la carga. A una distancia de unos 200 metros pudo
observar que del furgón sacaban bolsas como las de las morgues. No recuerda la
cantidad exacta, pero era más de una. Las cargaban en el avión. Como la
iluminación de los hangares estaba encendida normalmente, pudo observar todo
con bastante nitidez. Estos episodios ocurrieron entre julio, septiembre y
octubre. En otra llegada del furgón, en similares circunstancias, observó todo
igual a lo narrado pero sin ver a persona alguna escuchó una voz masculina que
gritaba: `Milicos hijos de puta`”.
Los vuelos
Los datos del Programa Verdad y
Justicia confirman la existencia de los vuelos a partir del golpe de marzo de
1976, e incluso antes. El relevamiento señala que hubo diferencias entre 1976 y
1977. Que en 1976, “la ejecución de los vuelos se realizó con helicópteros
(Bell UH-1H) y aviones (Twin Otter) del Ejército y (Fokker F 27) de la Fuerza
Aérea. Y en 1977 en adelante se utilizaron los aviones Fiat G 222, traídos de
Italia en ese año e incorporados a la flota de aeronaves del Ejército, conocido
como Hércules chiquito o Herculito”.
Entre otras cosas, indican que en 1976
ya se usaba el Ketalar en las cercanías de la pista de despegue de aeronaves.
Que había transportes de “carga” para llevar a los cautivos a los aviones.
Entre los diferentes vehículos que trasladaban prisioneros mencionan: camiones
Unimog y Mercedes 1114 del Ejército; autos Falcon; camiones frigoríficos
civiles; camiones de Gendarmería Nacional, camiones celulares de la Policía
Federal con personas detenidas en su interior.
Los vuelos de la muerte fueron
realizados por la Armada, el Ejército y la Fuerza Aérea y las fuerzas de
seguridad. Las denuncias existen desde temprano. Ancla (la agencia de noticias
clandestinas) distribuyó un informe sobre la ESMA a fines de 1976 con datos de
cuerpos aparecidos en las costas del Uruguay. El informe lo escribió Horacio
Verbitsky. En el juicio ESMA declaró que para entonces creían aún que los
“traslados” se harían con barcos. En marzo de 1977, la Carta a las Juntas de
Rodolfo Walsh ya describe los vuelos, la sistemática y su dimensión. Luego
hablaron los sobrevivientes. En 1995, el ex marino Adolfo Scilingo confesó ante
Verbitsky su participación en ellos. Las Fuerzas Armadas nunca lo reconocieron.
Los testimonios de los colimbas dan acceso a lo que no había hasta ahora: las
escenas oscuras de la masacre.
El verdugo
Daniel Humberto Tejeda hizo el servicio
militar entre 1976 y 1977 como artillero de puerta de helicóptero. Trabajó en
mantenimiento, con mecánicos. Hizo guardias en el aeródromo y hangares. Habló
de los aviones. El Twin Otter y un Fokker de la Fuerza Aérea. Dijo que los dos
usaban la pista. Y mencionó un helicóptero: Bell UH-1H monoturbina al que le
sacaban los asientos y quedaba de “carga”. Explicó que situaban al helicóptero
cerca de un lugar boscoso, en los límites del batallón, cerca de la ruta 202,
en referencia al centro de exterminio El Campito. Desde allí, según la
reconstrucción, salía un vehículo carrier del Ejército que se acercaba hasta la
pista, al encuentro de los dos aviones, y cargaban cuerpos de personas en esas
aeronaves.
Raúl Escobar Fernández hizo el servicio
militar entre enero de 1976 y julio 1977, también en Campo de Mayo. Era parte
del grupo Apoyo de Vuelo. Cuando no cumplía guardias, hacía mantenimiento de
pista, balizamiento de campaña y corte del césped. En el césped, “había
montañitas de unas ampollas que eran unos frasquitos con la tapa de goma para
introducir una jeringa dentro del frasco, con una leyenda que decía `Ketalar`”,
indicó. “Refiere que era mucha la cantidad de estos frascos que estaban
tirados, vacíos en la punta de la pista.” Supuestamente, ésa era la zona, dijo,
donde se acercaba el carrier a cargar a la gente en los aviones.
Pedro Rogelio Leguizamón estuvo entre
enero de 1976 y marzo de 1977. Fue encargado de conducir el camión cisterna de
combustible JP1 que se utilizaba para los aviones de gran porte y helicópteros.
Debía abastecer las aeronaves. Tenía guardias de 24 horas. “En muchas ocasiones
–dijo–, el avión Twin Otter correteaba hasta la punta de la pista que se
encontraba más cerca del penal militar de Campo de Mayo al encuentro de
camiones del Ejército en los cuales había presos civiles.”
El avión llevaba una puerta de lona, y
cuando preguntaban por qué era así, le decían que era para “tirar
paracaidistas”. Los vuelos eran siempre de noche. Y al Twin Otter se lo conocía
como El Verdugo”. En varias ocasiones, Leguizamón vio descender de los camiones
personas “medio moribundas”. Los camiones venían del camino de tierra que estaba,
sin dudas, hacia el penal militar. “En una oportunidad –dijo– observó que el
avión Twin Otter, en uno de sus regresos, tenía en el piso coágulos de sangre.”
Los camiones que llevaban a los detenidos para introducirlos en el avión eran
los comunes del Ejército, los Mercedes 1114 con techo de lona.
Las jaulas
Rubén Danilo Núñez hizo el servicio
militar entre febrero de 1976 y mayo de 1977, como ayudante de mecánicos del
avión jet Sabreliner, para uso y traslado del teniente general Rafael Jorge
Videla. Como mecánico “seguía” al avión donde quedara estacionado, es decir que
debía permanecer en el aeródromo en que estuviese dicho avión (Ezeiza,
Aeroparque, entre otros).
“Había en el interior del cuartel de
los bomberos pertenecientes a la Policía Federal, una especie de kiosco donde
podíamos adquirir alguna comida rápida o alguna bebida.” En una oportunidad,
concurrió a fin de comprar bebida. Hacía frío y era antes de las doce de la
noche. En ese momento, “pudo ver en primera persona lo que va a relatar: encontrándose
en el interior del hangar de los bomberos, en forma repentina se apagaron las
luces del playón donde se estacionaban normalmente los helicópteros, pudiendo
observar que aterrizaban dos aviones Fokker de motores a hélices, pero
pertenecientes a la Fuerza Aérea. (...) Uno de los bomberos le dijo: ‘Andate,
porque algo va a pasar’. En forma inmediata se retiró del lugar velozmente,
aprovechando la oscuridad provocada por el corte, cuando observó que por lo
menos uno de los aviones, o sea el primero que descendió, comenzó a abrir el
portón de la parte trasera de la nave, como para ser cargado algo en la bodega,
pudiendo observar cómo camiones del Ejército se acercaban al encuentro del
avión para cargar unas cajas tipo jaulas de madera. Que esa tarea de descarga
la llevaban a cabo personal del Ejército vestidos con uniformes verdes, pero es
opinión de quien declara que no eran soldados conscriptos, sino suboficiales.
Interrogado para que diga qué había dentro de las jaulas de madera que
menciona, contestó que había unos bultos que al parecer tenían cuerpos humanos
en su interior. Los cajones se balanceaban, pero no se escuchaban voz, ni
gritos, ni queja alguna en su interior, por lo que no está en condiciones de
manifestar si lo que estaba siendo cargado en el avión eran personas que
estaban con vida o no. En realidad, tampoco puede afirmar con certeza absoluta
que el contenido de las jaulas fueran personas. Solamente observó un cajón,
pero infiere que habría más debido a que eran dos aviones y por lo menos dos
camiones del Ejército. Al día siguiente los formaron a todos los soldados y se
presentó un capitán. Era muy raro que un capitán se presentara directamente a
la tropa. Los interrogó, cargándolos, sobre si alguien había escuchado algo o
visto a algún monstruo. Ningún soldado emitió palabra alguna.”
Vuelos fantasma
Juan Domingo Giménez estuvo entre
febrero de 1976 y agosto de 1977, como artillero de helicóptero, en la guardia,
enfermería del batallón y finalmente pasó a la torre de control de los hangares
donde recibía los partes meteorológicos. Su testimonio comienza a marcar
diferencias entre 1976 y 1977.
“Recuerda que había un avión al que se
lo llamaba Herculito debido a su semejanza con el original, que es más grande.”
Giménez cumplía servicios semanales. Solía hacer guardias, pero cuando
despegaba ese avión, lo hacían bajar de la torre de control “para que no viera
nada”. De lo contrario, sabía, podían mandarlo al penal militar. Estos vuelos,
explicó, podían ser de mañana temprano o de noche, indistintamente. El despegue
se hacía sin aviso previo y el personal que cumplía funciones allí estaba muy
controlado. A esos vuelos se los denominó “vuelos fantasmas”. En la torre de
control tenían una planilla de vuelos en la que figuraban los planes de vuelo, pero
nunca se sabía los destinos de esos vuelos. En los registros de los oficiales
tampoco aparecían los destinos. Una situación que también ocurría con el avión
Twin Otter, explicó. Parte de esos despegues eran controlados por personal de
Gendarmería Nacional. “A la cabecera de la pista llegaban camiones Unimog u
otros, pero no ingresaban por la puerta de los proveedores, sino por otra
ubicada detrás del monte con una arboleda muy espesa y se dirigían directamente
a las puntas de las cabeceras de la pista, donde se hacían las cargas.”
© Escrito por Alejandra Dandan el lunes 24/03/2015 y publicado por el Diario
Pägina/12 de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
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