“Empecé a morir en las cárceles de la dictadura”...
Recién liberado. El 4 de diciembre de 1983,
el autor de la nota –tercero de pie desde la derecha, con lentes– participa de
una conferencia de prensa junto a sus compañeros. Denuncian los métodos de
destrucción psíquica y física del penal de Rawson, donde pasaron los últimos
meses.
¿Puede un hombre estar huérfano
de futuro? Esa imposibilidad marcó a los prisioneros políticos que pasaban de
la picana y de la privación del sueño a meses de absoluto aislamiento, sin
saber qué les esperaba. Algunos imaginaron una vida paralela para mantenerse en
pie.
Nací muerto. Eran los 50 y mi madre fue fumando a
la sala de parto. Al salir del útero no respiraba y no lograron reanimarme. Me
descartaron. Por suerte, una tía estaba terminando su residencia en el mismo
hospital y pasó por el quirófano. No sé qué método heterodoxo aplicó sobre mi
cuerpo sin vida, pero logró que yo llorase: los pulmones comenzaron a
funcionar. En las primeras horas de vida fui tan horrible que cuando me
llevaron para que mi madre me conociera, sus primeras palabras fueron: “¿Eso
es mi hijo?”
La heterodoxia y la muerte, que fueron mis
nodrizas, no me han abandonado nunca. Mi padre se suicidó cuando yo
tenía 9 años y mi madre murió hace más de tres décadas. Me cuesta recordar qué
se sentía ser hijo. Siento que siempre fui huérfano. Mi primer amigo del
primario murió durante la epidemia de poliomielitis. Muchos de mis compañeros
del secundario fueron secuestrados y asesinados en los 70. En los 80, durante
la primera etapa democrática, el sida se llevó a decenas de conocidos y
amantes. Ahora ya nos vamos muriendo de viejos.
Hay una experiencia que se parece a la muerte. Es
la prisión. Más que la vida en la cárcel, lo mortuorio es el hecho de ir preso:
significa un quiebre radical con la vida.
Ese instante es eterno. Es el momento
perpetuo en el que se tiene la certeza de haber perdido, tal vez para siempre,
la libertad, la dignidad, todo. Ese instante es la muerte. Literalmente. Empecé
a morir en las cárceles de la dictadura, de nuevo, cuando tenía 20 años. Fui a
prisión a la una de la mañana del 23 de noviembre de 1974.
Estaba haciendo el servicio militar y
clandestinamente participaba en el PRT-ERP. Jamás había realizado una acción
violenta, pero formaba parte de su estructura política. Un soldado de otra
unidad me nombró al ser torturado. Se lo acusaba de un delito que no
había cometido. Por esa comedia de equívocos terminamos en prisión ocho
soldados: fuimos presos por un delito inexistente, pero en el camino nos
acusaron por militar en un grupo en el que sí militábamos y que en ese
momento estaba prohibido. Nos condenó un Tribunal Militar, aunque la Corte
Suprema de la democracia desechó el juicio. Esas son argucias legales. Lo importante
es que mi vida cambió radicalmente. En el instante en que me detuvieron, todo
dejó de suceder. El tiempo, el ruido del mundo: todo se acabó.
A la medianoche vino a mi cuartel un móvil de
inteligencia militar y pidió hablar con el oficial de guardia. Yo fui el
encargado de acompañarlo hasta esa oficina. Inventaron una misión nocturna
y me ordenaron que acompañara al oficial de inteligencia a los cuarteles de
Palermo. Iba en la camioneta militar, rodeado de hombres armados que me
miraban raro. Todos en un silencio absoluto. Miraba las calles como si
nunca más volviera a verlas. De alguna manera extraña ya estaba aprendiendo a
vivir sin vida.
Intentar dar cuenta de la cárcel es una empresa
imposible. Si no lo lograron Primo Levi ni Solzhenitsyn ni Genet ni Wilde menos
lograré yo dar cuenta de una experiencia que es en sí misma inefable. La gente
que no estuvo presa cree que libros tan maravillosamente poéticos y trágicos
como Si esto es un hombre o Diario de un ladrón dan cuenta de la
vida en prisión. No es así. No llegan al núcleo candente de la experiencia.
Justamente porque no hay vida en la prisión: es una forma de morir. Yo trataré
apenas de dar testimonio.
Cuando llegamos a la compañía de la Policía
Militar me temblaba el alma. Supe que había perdido todo y sólo me
quedaba aceptarlo. Me introdujeron con violencia en un edificio que está cerca
del portón de entrada.
Se me secó la garganta y no pude ni gritar.
Los treinta metros del pasillo que conducía a la cámara a la que me llevaban
los recorrí casi en el aire, elevado del suelo por las patadas y trompadas.
Todavía no lo sabía, pero esos golpes eran las últimas caricias que me
daba la vida.
De todas las torturas que padecí, la que más
sufrí fue la privación total del sueño. Fue atroz y duró días. Entre
sesión y sesión de picana y golpes, me tenían parado frente a una pared, las
manos esposadas en la espalda (el dolor en los hombros me duró algo más de un
año).
Un soldado me apuntaba con un fusil para que no
me durmiese. Los que se durmieron fueron los que custodiaban. Dos veces
dispararon el fusil inconscientemente, porque tenían el arma sin seguro, para
que yo supiese que al mínimo movimiento me mataban.
Después de quince días, un militar uniformado
(los que nos torturaban lo hacían de civil) me tomó declaración y me informó
que iría detenido al penal de Magdalena. Allí permanecí los primeros seis años
–un Consejo de Guerra me condenó a ocho, aunque finalmente estuve encarcelado
casi diez–. Los cinco meses iniciales fueron de aislamiento total. Encerrado
las 24 horas en mi celda. Solo tenía una cama, paredes descascaradas, un techo
alto, un ropero casi vacío y aire para seguir respirando. Podía caminar cuatro
o cinco pasos desde la puerta de la celda hasta la pared del fondo. Pasaba horas
mirando la pared blanca que estaba delante de la cama. Durante años no me
permitieron leer nada. Cada cosa que lograba tener era un tesoro: una cuchara
oxidada, un trozo de madera, un espejito.
A las seis de la mañana nos despertaban para que
nos higienizáramos rápido y tomáramos el desayuno: un mate cocido lavadísimo.
Era uno de los momentos en los que podíamos socializar entre los presos que
estábamos en el pabellón. Eran unos minutos. Luego venía el cambio de guardia.
Entre los presos políticos el sexo era algo
impensable. Yo soy gay y todo el mundo lo sabía, o inmediatamente se daba
cuenta. Eso en la cárcel era una doble condena . No sólo por los
militares, que lo usaron algunas veces para maltratarme aún más, sino por mis
compañeros: en ese entonces la gente de izquierda era militantemente
homofóbica.
Consideraban que la homosexualidad era una
aberración burguesa, que debía ser extirpada con “reeducación” (un
eufemismo que se usaba para definir la política de enviar a los homosexuales a
campos de trabajos forzados, tal como sucedía en todo el mundo socialista). La
única sexualidad progresista era la masturbación solitaria.
La vida transcurría monótona: yo aprendí cierta
serenidad zen en esa nada. Ahora vivo dos vidas: la que vivo y la que
imagino. Mi imaginación es del doble del tamaño de lo real. Así poblé mi
soledad de historias imposibles y de razonamientos absurdos. Como no veíamos
nada más que la pared blanca, se aguzaba el oído. Los ruidos desconocidos nunca
anunciaban nada bueno.
Cada vez que abrían la puerta del pabellón podía
suceder algo malo. A treinta años de distancia, aún soy capaz de distinguir
sonidos que se producen lejos de donde estoy. En realidad nunca estábamos solos
del todo. Podíamos hablarnos gritando. Así manteníamos conversaciones, jugábamos
a un ajedrez mental o “hacíamos gimnasia”: yo dirigía las sesiones
gimnásticas, ordenando una serie de ejercicios que, después supe, era el único
que las hacía.
El penal de Magdalena queda en medio del campo.
Ausencia total de todo estímulo, pared blanca, trato duro, esperanza nula: creo
que lo que me permitió sobrevivir con un mínimo de lucidez fue el humor.
Siempre fui capaz de reírme de mí, pero en la cárcel alcancé la maestría. Desde
entonces no puedo tomarme en serio.
Con el paso del tiempo hubo varios cambios en
nuestra vida cotidiana. Ansiábamos poder hablar con otro, pero en las poco
frecuentes ocasiones en las que nos permitían estar fuera de la celda solían
estallar los conflictos. Convivir en esa olla a presión era más difícil
que soportar la soledad.
En los dos últimos años estuve en celdas
compartidas: extrañé el encierro solitario.
El infierno son los otros. La soledad me
protegía de la mirada de los demás, pero compartir una celda las 24 horas con
otro (u otros, como en Devoto, donde éramos 4 por celda) destruye la
individualidad.
Todo el tiempo se está ante la mirada
inquisitiva. Cada pedo que me tiraba era oído y olido por mi compañero de
celda. Cagábamos y meábamos ante la mirada del que compartía la celda. Nos
masturbábamos de noche, en el mayor silencio posible, pero igual oíamos que el
otro se masturbaba.
Vino un gato a vivir al pabellón.
Lo llamamos Mendieta, por el perro de
Inodoro Pereyra: solo le faltaba hablar. Cuando entraba a mi celda y me hacía
compañía, yo era feliz.
Sí: feliz en la tumba. Jugaba con el
Mendieta y reía. Era negro, inteligentísimo. Percibía todo antes de que
sucediera. Aprendí mucho de él. Me pasaba horas observándolo: me volví gato.
El Mendieta se metía dentro de mi cama para
dormir. Yo me sentaba en el piso y miraba el techo, pensando. De golpe, el
Mendieta salía de la cama, se desperezaba y se sentaba frente a la puerta. Dos
minutos más tarde, yo oía el carro de la comida que rodaba por los
pasillos del penal a cien metros del pabellón. El Mendieta me enseñó a ver las
cosas antes de que sucedan.
Mientras escribo se me hace un nudo en la
garganta. Me emociona recordar al Mendieta. Me emociona recordar que fui
joven y no lo supe. Por el vacío de las horas muertas, la cárcel es una
espera eterna. No sucede nada o lo que sucede siempre es malo.
Estar preso en la época de Isabel Martínez y
durante la dictadura era una condena a no se sabía qué.
Los relatos de Kafka vueltos realidad: sin
metáfora. Había muertes en los traslados. Había muertes dentro de los penales.
Sabíamos de las desapariciones. La libertad no era algo esperable.
Durar sin sentido o el sinsentido de la
muerte: el día a día de mis veinte años.
En mayo de 1981 nos trasladaron a la cárcel de
Caseros. Fuimos en un camión, esposados y sin ver adónde nos llevaban. Después
de una hora y media de viaje olí el Riachuelo y me largué a llorar de
emoción: ¡volvía a Buenos Aires! No imaginaba que el año y medio que iba a
pasar en Caseros iba a ser el peor de mi vida. El sistema de Caseros era atroz.
Vivir allí ya era una tortura. El maltrato
era la norma. A todo volumen pasaban una misma canción por los altoparlantes
durante todo el día. No apagaban las luces a la noche: a mí me resultaba
imposible dormir.
Ante cualquier pedido médico, te trataba el
psiquiatra, que recetaba las drogas más embrutecedoras. Nos obligaban a
tomarlas. Era una mezcla del manicomio y el infierno. No había ni un
detalle dejado al azar. Nos sacaban a recreo dos horas diarias y todos
estábamos tan pálidos y ojerosos que parecíamos cadáveres. Mi madre ya
había muerto y me venía a visitar un tío. El me veía así y se ponía triste. Yo
lo veía así y me entristecía más.
Me salvó la Guerra de Malvinas. El día del paro
de la CGT, el 30 de marzo de 1982, me llevaron al calabozo por pelear
con otro preso del que me había enamorado (y al que aún recuerdo con afecto,
aunque nunca más lo volví a ver). De golpe, la mañana del 2 de abril viene a
buscarme el celador al calabozo y me dice que me conmutaron el castigo:
“Recuperamos las Malvinas; todos estamos ahora en el mismo bando”.
Yo creía que me estaba haciendo una broma.
Después de la derrota, a fines de agosto de 1982
sacaron a todos los presos políticos de Caseros. Casi todos fueron llevados a Rawson.
A mí me trasladaron a la cárcel de La Plata, que era un mejor destino. Mi tío
había visto al Papa cuando recibió a los familiares de los presos políticos.
Juan Pablo II pidió por mí ante la Junta
Militar. Mi tío, como yo, era ateo militante. Más que yo, era anticlerical
fanático, pero se arrodilló ante el Papa, le besó el anillo y le habló
de mí. Yo no sé si hubiera sido capaz de hacer lo mismo por él.
De la Plata fui a Devoto y de allí a Rawson. Me
conmutaron la condena una semana antes de que asumiera Alfonsín.
Salí en libertad el 3 de diciembre de
1983, a la una de la mañana.
Al cruzar la puerta que daba a la calle vi el
muro del cementerio de Rawson, que estaba enfrente del penal, y me acordé de
mis padres muertos.
Levanté los ojos y vi las estrellas.
Hacía 10 años que no las veía. La vida volvía a
latir en mí, como si me hubieran descongelado. Al ingresar a la cárcel aún
tenía 20 años y salí en libertad una semana después de cumplir los 30. En
ese momento, de cada tres horas que había vivido, casi una hora había estado
preso.
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