Mandatos y traiciones...
Es curioso cómo pesa el origen. De a ratos sentimos que no
somos libres sino que estamos “predestinados a”: a una profesión, a un rol en
la familia, a una pátina de humor o de alta seriedad, a una estética corporal.
En una época que predica el valor del camino propio, de ser uno y no lo que
otros quieren, las rupturas aún provocan desvelos.
Quizás la idea de lo finito –la muerte, para ser más
directos– tenga algo que ver. En la lógica extraña de la naturaleza, hay una
sensación de que uno sigue vivo –un poquito– si logró diseñar un mundo que le
perdure. Con los hijos, claro, pero también con los amigos o con lo que uno
construyó, desde una casa a un libro. Y en ese mapa, los otros a veces son
piezas que movemos para asegurarnos el proyecto.
Las genealogías no sólo se asocian a familias tradicionales.
También a mandatos y a traiciones que están presentes en todos los niveles y
que no respetan una orientación única pero sí trazan caminos. Un mecánico pelea
para que su hijo estudie ingeniería. O al contrario, lo incentiva a quedarse
con su propio taller con la idea de que ese es su lugar. Algo así como un
resabio de la Edad Media : Dios nos puso en este rol, no lo debemos abandonar.
Pero luego está la necesidad y los gustos de cada uno.
Conozco a muchos con dinero que terminan perdidos en una pieza en París , que
jamás habitarían en la Argentina, felices del anonimato. Sin rumbo, pero sin
presiones. Otros que no tienen un peso marchan hacia el Sur –nuestra imagen de
tierra sin cepo , del espacio en el que uno puede convertirse en alguien
diferente– para emprender un camino con significado idéntico.
La familia cobija, pero la familia también resuena como
tierra de fidelidad. Atreverse a conjugar el origen con l a exploración
personal, con el formar la propia genealogía e iniciar de nuevo la cadena, se
intuye como una tarea endiabladamente compleja. ¿Será por eso de que los frenos
intangibles son los que más cuestan destrabar?
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