“Los
bancos se pusieron contra la democracia”…
A
los 94 años, después de pelear en la Resistencia, sobrevivir a los campos nazis
y escribir la Declaración Universal de los Derechos Humanos, publicó un librito
de 32 páginas que tuvo un eco global. Su visión de la democracia y el efecto de
Argentina en su pensamiento.
La revuelta no tiene edad ni condición. A sus afables, lúcidos y combativos
94 años Stéphane Hessel encarna un momento único de la historia política
humana: haber logrado desencadenar un movimiento mundial de contestación
democrática y ciudadana con un libro de escasas 32 páginas, Indígnense. El
libro apareció en Francia en octubre de 2010 y en marzo de 2011 se convirtió en
el zócalo del movimiento español de los indignados. El casi siglo de vida de
Stéphane Hessel se conectó primero con la juventud española que ocupó la Puerta
del Sol y luego con los demás protagonistas de la indignación que se volvió
planetaria: París, Londres, Roma, México, Bruselas, Nueva York, Washington, Tel
Aviv, Nueva Delhi, San Pablo. En cada rincón del mundo y bajo diferentes denominaciones,
el mensaje de Hessel encontró un eco inimaginable.
Su libro, sin embargo, no contiene ningún alegato ideológico, menos aún
algún llamado a la excitación revolucionaria. Indígnense es al mismo tiempo una
invitación a tomar conciencia sobre la forma calamitosa en la que estamos
gobernados, una restauración noble y humanista de los valores fundamentales de
la democracia, un balde de agua fría sobre la adormecida conciencia de los
europeos convertidos en consumidores obedientes y una dura defensa del papel
del Estado como regulador. No debe existir en la historia editorial un libro
tan corto con un alcance tan extenso.
Quien vea la movilización mundial de los indignados puede pensar que Hessel
escribió una suerte de panfleto revolucionario, pero nada es más ajeno a esa
idea. Indígnense y los indignados se inscriben en una corriente totalmente
contraria a la que se desató en las revueltas de Mayo del ’68. Aquella
generación estaba contra el Estado. Al revés, el libro de Hessel y sus adeptos
reclaman el retorno del Estado, de su capacidad de regular. Nada refleja mejor
ese objetivo que uno de los slogans más famosos que surgieron en la Puerta del
Sol: “Nosotros no somos antisistema, el sistema es antinosotros”.
En su casa de París, Hessel habla con una convicción en la que la juventud y
la energía explotan en cada frase. Hessel tiene una historia personal digna de
una novela y es un hombre de dos siglos. Diplomático humanista, miembro de la
Resistencia contra la ocupación nazi durante la Segunda Guerra Mundial,
sobreviviente de varios campos de concentración, activo protagonista de la
redacción de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, descendiente de
la lucha contra esas dos grandes calamidades del siglo XX que fueron el
fascismo y el comunismo soviético. El naciente siglo XXI hizo de él un
influyente ensayista.
Cuando su libro salió en Francia, las lenguas afiladas del sistema liberal
le cayeron con un aluvión de burlas: “el abuelito Hessel”, el “Papá Noel de las
buenas conciencias”, decían en radio y televisión las marionetas para
descalificarlo. Muchos intelectuales franceses dijeron que esa obra era un
catálogo de banalidades, criticaron su aparente simplismo, su chatura
filosófica, lo acusaron de idiota y de antisemita. Hasta el primer ministro
francés, François Fillon, descalificó la obra diciendo que “la indignación en
sí no es un modo de pensamiento”. Pero el libro siguió otro camino. Más de dos
millones de ejemplares vendidos en Francia, medio millón en España,
traducciones en decenas de países y difusión masiva en Internet.
El ultraliberalismo predador, la corrupción, la impunidad, la servidumbre de
la clase política al sistema financiero, la anexión de la política por la
tecnocracia financiera, las industrias que destruyen el planeta, la ocupación
israelí de Palestina, en suma, los grandes devastadores del planeta y de las
sociedades humanas encontraron en las palabras de Hessel un enemigo inesperado,
un argumentario de enunciados básicos, profundamente humanista y de una
eficacia inmediata. Sin otra armadura que un pasado político de socialdemócrata
reformista y un libro de 32 páginas, Hessel les opuso al pensamiento liberal
consumista y al consenso uno de los antídotos que más teme, es decir, la
acción.
No se trata de una obra de reflexión política o filosófica sino de una
radiografía de la desarticulación de los Estados, de un llamado a la acción
para que el Estado y la democracia vuelvan a ser lo que fueron. El libro de
Hessel se articula en torno de la acción, que es precisamente a lo que conduce
la indignación: respuesta y acción contra una situación, contra el otro. Lo que
Hessel califica como mon petit livre es una obra curiosa: no hay nada novedoso
en ella, pero todo lo que dice es una suerte de síntesis de lo que la mayor
parte del planeta piensa y siente cada mañana cuando se levanta: exasperación e
indignación.
–Usted ha sido de alguna manera el hombre del año. Su libro tuvo un
éxito mundial y terminó convirtiéndose en el foco del movimiento planetario de
los indignados. Hubo, de hecho, dos revoluciones casi simultáneas en el mundo,
una en los países árabes y la que usted desencadenó a escala planetaria.
–Nunca preví que el libro tuviera un éxito semejante. Al escribirlo, había
pensado en mis compatriotas para decirles que la manera en la que están
gobernados plantea interrogantes y que era preciso indignarse ante los
problemas mal solucionados. Pero no esperaba que el libro se viera propulsado
en más de cuarenta países en los cuatro puntos cardinales. Pero yo no me
atribuyo ninguna responsabilidad en el movimiento mundial de los indignados.
Fue una coincidencia que mi libro haya aparecido en el mismo momento en que la
indignación se expandía por el mundo. Yo sólo llamé a la gente a reflexionar
sobre lo que les parece inaceptable. Creo que la circulación tan amplia del
libro se debe al hecho de que vivimos un momento muy particular de la historia
de nuestras sociedades y, en particular, de esta sociedad global en la que
estamos inmersos desde hace diez años. Hoy vivimos en sociedades
interdependientes, interconectadas. Esto cambia la perspectiva. Los problemas a
los que estamos confrontados son mundiales.
–Las reacciones que desencadenó su libro prueban que existe siempre
una pureza moral intacta en la humanidad.
–Lo que permanece intacto son los valores de la democracia. Después de la
Segunda Guerra Mundial resolvimos problemas fundamentales de los valores
humanos. Ya sabemos cuáles son esos valores fundamentales que debemos tratar de
preservar. Pero cuando esto deja de tener vigencia, cuando hay rupturas en la
forma de resolver los problemas, como ocurrió luego de los atentados del 11 de
septiembre, de la guerra en Afganistán y en Irak, y la crisis económica y
financiera de los últimos cuatro años, tomamos conciencia de que las cosas no
pueden continuar así. Debemos indignarnos y comprometernos para que la sociedad
mundial adopte un nuevo curso.
–¿Quién es responsable de todo este desastre? ¿El liberalismo
ultrajante, la tecnocracia, la ceguera de las elites?
–Los gobiernos, en particular los gobiernos democráticos, sufren una presión
por parte de las fuerzas del mercado a la cual no supieron resistir. Esas
fuerzas económicas y financieras son muy egoístas, sólo buscan el beneficio en
todas las formas posibles sin tener en cuenta el impacto que esa búsqueda
desenfrenada del provecho tiene en las sociedades. No les importa ni la deuda
de los gobiernos, ni las ganancias escuetas de la gente. Yo le atribuyo la
responsabilidad de todo esto a las fuerzas financieras. Su egoísmo y su
especulación exacerbada son también responsables del deterioro de nuestro
planeta. Las fuerzas que están detrás del petróleo, las fuerzas de las energías
no renovables nos conducen hacia una dirección muy peligrosa. El socialismo democrático
tuvo su momento de gloria después de la Segunda Guerra Mundial. Durante muchos
años tuvimos lo que se llama Estados de providencia. Esto derivó en una buena
fórmula para regular las relaciones entre los ciudadanos y el Estado. Pero
luego nos apartamos de ese camino bajo la influencia de la ideología
neoliberal. Milton Friedman y la Escuela de Chicago dijeron: “déjenle las manos
libres a la economía, no dejen que el Estado intervenga”. Fue un camino
equivocado y hoy nos damos cuenta de que nos encerramos en un camino sin
salida. Lo que ocurrió en Grecia, Italia, Portugal y España nos prueba que no
es dándole cada vez más fuerza al mercado que se llega a una solución. No. Esa
tarea les corresponde a los gobiernos, son ellos quienes deben imponerles reglas
a los bancos y a las fuerzas financieras para limitar la sobreexplotación de
las riquezas que detentan y la acumulación de beneficios inmensos mientras los
Estados se endeudan. Debemos reconocer que los bancos se pusieron en contra de
la democracia. Eso no es aceptable.
–Resulta chocante comprobar la indiferencia de la clase política
ante la revuelta de los indignados. Los dirigentes de París, Londres, Estados
Unidos, en suma, allí donde estalló este movimiento, hicieron caso omiso ante
los reclamos de los indignados.
–Sí, es cierto. Por ahora se subestimó la fuerza de esta revuelta y de esta
indignación. Los dirigentes se habrán dicho: esto ya lo vimos otras veces, en
Mayo del ‘68, etc., etc. Creo que los gobiernos se equivocan. Pero el hecho de
que los ciudadanos protesten por la forma en que están gobernados es algo muy
nuevo y esa novedad no se detendrá. Predigo que los gobiernos se verán cada vez
más presionados por las protestas contra la manera en que los Estados son
gobernados. Los gobiernos se empeñan en mantener intacto el sistema. Sin
embargo, el cuestionamiento colectivo del funcionamiento del sistema nunca fue
tan fuerte como ahora. En Europa atravesamos por un momento muy denso de
cuestionamiento, tal como ocurrió antes en América latina. Yo estoy muy
orgulloso por la forma en que la Argentina supo superar la gravedad de la
crisis. Ello prueba que es posible actuar y que los ciudadanos son capaces de
cambiar el curso de las cosas.
–De alguna manera, usted encendió la llama de una suerte de revolución
democrática. Sin embargo, no llama a una revolución. ¿Cuál es entonces el
camino para romper el cerco en el que vivimos? ¿Cuál es la base del
renacimiento de un mundo más justo?
–Debemos transmitirles dos cosas a las nuevas generaciones: la confianza en
la posibilidad de mejorar las cosas. Las nuevas generaciones no deben
desalentarse. En segundo lugar, debemos hacerles tomar conciencia de todo lo
que se está haciendo actualmente y que va en el buen sentido. Pienso en Brasil,
por ejemplo, donde hubo muchos progresos, pienso en la presidenta Cristina
Fernández de Kirchner, que también hizo que las cosas progresaran mucho, pienso
también en todo lo que se realiza en el campo de la economía social y solidaria
en tantos y tantos países. En todo esto hay nuevas perspectivas para encarar la
educación, los problemas de la desigualdad, los problemas ligados al agua. Hay
gente que trabaja mucho y no debemos subestimar sus esfuerzos, incluso si lo
que se consigue es poco a causa de la presión del mundo financiero. Son etapas
necesarias. Creo que, cada vez más, los ciudadanos y las ciudadanas del mundo
están entendiendo que su papel puede ser más decisivo a la hora de hacerles
entender a los gobiernos que son responsables de la vigencia de los grandes
valores que esos mismos gobiernos están dejando de lado. Hay un riesgo
implícito: que los gobiernos autoritarios traten de emplear la violencia para
acallar las revueltas. Pero creo que eso ya no es más posible. La forma en que
los tunecinos y los egipcios se sacaron de encima a sus gobiernos autoritarios
muestra dos cosas: una, que es posible; dos, que con esos gobiernos no se
progresa. El progreso sólo es posible si se profundiza la democracia. En los
últimos veinte años América latina progresó muchísimo gracias a la
profundización de la democracia. A escala mundial, pese a las cosas que se
lograron, pese a los avances que se obtuvieron con la economía social y
solidaria, todo esto es demasiado lento. La indignación se justifica en eso:
los esfuerzos realizados son insuficientes, los gobiernos fueron débiles y
hasta los partidos políticos de la izquierda sucumbieron ante la ideología
neoliberal. Por eso debemos indignarnos. Si los medios de comunicación, si los
ciudadanos y las organizaciones de defensa de los derechos humanos son lo
suficientemente potentes como para ejercer una presión sobre los gobiernos las
cosas pueden empezar a cambiar mañana.
–¿Se puede acaso cambiar el mundo sin revoluciones violentas?
–Si miramos hacia el pasado vemos que los caminos no violentos fueron más
eficaces que los violentos. El espíritu revolucionario que animó el comienzo
del siglo XX, la revolución soviética, por ejemplo, condujeron al fracaso.
Hombres como el checo Vaclav Havel, Nelson Mandela o Mijail Gorbachov
demostraron que, sin violencia, se pueden obtener modificaciones profundas. La
revolución ciudadana a la que asistimos hoy puede servir a esa causa. Reconozco
que el poder mata, pero ese mismo poder se va cuando la fuerza no violenta
gana. Las revoluciones árabes nos demostraron la validez de esto: no fue la
violencia la que hizo caer a los regímenes de Túnez y Egipto, no, para nada.
Fue la determinación no violenta de la gente.
–¿En qué momento cree usted que el mundo se desvió de su ruta y
perdió su base democrática?
–El momento más grave se sitúa en los atentados del 11 de septiembre de
2001. La caída de las torres de Manhattan desencadenó una reacción del
presidente norteamericano Georges W. Bush extremadamente perjudicial: la guerra
en Afganistán, por ejemplo, fue un episodio en el que se cometieron horrores
espantosos. Las consecuencias para la economía mundial fueron igualmente muy
duras. Se gastaron sumas considerables en armas y en la guerra en vez de
ponerlas a la disposición del progreso económico y social.
–Usted señala con mucha profundidad uno de los problemas que
permanecen abiertos como una herida en la conciencia del mundo: el conflicto
israelí-palestino.
–Este conflicto dura desde hace sesenta años y todavía no se encontró la
manera de reconciliar a estos dos pueblos. Cuando se va a Palestina uno sale
traumatizado por la forma en que los israelíes maltratan a sus vecinos
palestinos. Palestina tiene derecho a un Estado. Pero también hay que reconocer
que, año tras año, vemos cómo aumenta el grupo de países que están en contra
del gobierno israelí por su incapacidad de encontrar una solución. Eso lo
pudimos constatar con la cantidad de países que apoyaron al presidente
palestino Mahmud Abbas, cuando pidió ante las Naciones Unidas que Palestina sea
reconocido como un Estado de pleno derecho en el seno de la ONU.
–Su libro, sus entrevistas, este mismo diálogo demuestran que, pese
al desastre, usted no perdió la esperanza en la aventura humana.
–No, al contrario. Creo que ante las crisis gravísimas por la que se atraviesa,
de pronto el ser humano se despierta. Eso ocurrió muchas veces a lo largo de
los siglos y deseo que vuelva a ocurrir ahora.
–“Indignación” es hoy una palabra clave. Cuando usted escribió el
libro, fue esa palabra la que lo guió.
–La palabra indignación surgió como una definición de lo que se puede
esperar de la gente cuando abre los ojos y ve lo inaceptable. Se puede
adormecer a un ser humano, pero no matarlo. En nosotros hay una capacidad de
generosidad, de acción positiva y constructiva que puede despertarse cuando
asistimos a la violación de los valores. La palabra “dignidad” figura dentro de
la palabra “indignidad”. La dignidad humana se despierta cuando se la acorrala.
El liberalismo trató de anestesiar esas dos capacidades humanas, la dignidad y
la indignación, pero no lo consiguió.
© Escrito por Eduardo Febbro y publicado por el Diario
Página/12 de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires el Lunes 19 de Diciembre de
2011.
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