Esa noche...
Ya pasaron veinte años. Todavía no se había inaugurado el Shopping Abasto.
Se decía que el gigantesco mercado en desuso era el palacio de las ratas, y que
bastaba con intentar cualquier obra para que Buenos Aires se convirtiera en
Hamelin.
Alrededor de aquel coloso dormido se arracimaban edificios derruidos
habitados por okupas. Años más tarde, un incendio destruiría varias de esas
viviendas sobre la avenida Corrientes. Lavalle o Agüero nocturnas, a esa
altura, no eran aconsejables. Aquel 24 de diciembre se había cortado la luz
alrededor de las ocho de la noche y yo estaba solo como un velador, extendido
sobre mi sofá cama. Hasta hacía unos minutos había estado observando las luces
de mis vecinos: los arbolitos de Navidad, las guirnaldas, las estrellitas
artificiales.
La electricidad había cesado súbitamente, pero una guirnalda permaneció
encendida durante unos treinta segundos, por algún prodigio que se me escapaba,
para finalmente dejarse llevar a la oscuridad como todos los demás artefactos.
Y como mi propia persona. Por una parte, yo no festejaba. Por otra, había
decidido apartarme de la raza humana. Ya estábamos bien: cada cual por su lado.
No me había sido fácil.
En los primeros años en aquel departamento, lo suficientemente alto como
para poder sentirme en una torre, a una cuadra de la avenida Corrientes pero
lejos de todo bullicio, habían llamado insistentemente preguntando por un tal
señor Paravini. ¿El señor Paravini? ¿Se encuentra el señor Paravini?
Evidentemente, era el anterior habitante de mi modesta covacha. Sobre Navidad y
Año Nuevo los llamados multiplicaban; pero fui tan terminante, por momentos reconozco
que incluso brusco, en mi negativa a ser el señor Paravini, que hacía ya un año
que nadie lo llamaba.
Sudé como un cochino en el sofá. El sudor es una de esas secreciones que no
aprendemos a dominar en ningún período de nuestro ciclo vital. Me levanté para
bañarme... ¿con qué objetivo? No tenía que ir a ningún lado, nadie vendría a
visitarme. Ni siquiera podrían tocar el portero eléctrico sorpresivamente, ni
para un ring raje. Pero intuí menos despiadada la soledad si me refrescaba.
En la penumbra del baño me sorprendió una lucecita roja, titilante; me
asustó como si se tratara de un insecto extraterrestre. Pero simplemente había
olvidado allí el teléfono, el primero eléctrico que usaba. La batería estaba
dando su último suspiro. Cerré de un portazo, como si quisiera proteger mi
intimidad de algún ser de las tinieblas. Escuché como caía el picaporte del
otro lado. Eso me recordó que ya lo había notado flojo, pero me había limitado
a no cerrar de un portazo. Probé de abrir y no podía. Me bañé diciéndome que,
refrescado, seguro encontraría el yeite. Pero lo volví a intentar y no cedía.
No podía patear la puerta porque estaba descalzo, y tampoco darle con el
hombro, porque se me podía salir.
Tomé el teléfono: la batería hacía el pip pip de su cercana muerte, pero aún
se escuchaba detrás el sonido del tono. Marqué el teléfono de uno de mis pocos
amigos, que me había anunciado su partida a Miramar para esa misma fecha, con
la esperanza de que algo lo hubiera retrasado. Nadie me atendió. El edificio
estaba vacío: los que no habían marchado a casas de parientes, huyeron del
corte de luz.
¿Pasaría la noche en el baño? Y al día siguiente, ¿quién me
rescataría? La gente regresaba entrada la madrugada del 25, y despertaba
después del mediodía. Incluso despiertos, desde donde estaba, alejado de todos,
no era fácil que escucharan mis gritos. Me consoló contar con el agua del
grifo: hacía varios años que aceptaba la mortalidad, pero no de sed. Me recosté
en la bañera y repasé mis logros hasta aquel momento: le había sacado dos
juegos gratis al flipper de Terminator.
Pasaron las horas. Pensé en Robinson Crusoe. Pero un baño no es una isla. Me
adormecí. No calculé al tiempo hasta que una cañita voladora surcó la noche,
como despidiéndose de mí. Varios petardos y una ametralladora la siguieron. De
pronto, el teléfono dio su canto de cisne: un timbre apenas audible entre los
estallidos de las doce. Atendí como un náufrago.
–¿Señor Paravini? –dijeron.
–¡Sí! –grité, sintiendo la garganta seca y caliente–. ¡Soy el señor Paravini
y estoy encerrado en el baño... mis coordenadas son...
Pero apenas había dicho la calle y el comienzo de la numeración cuando se
acabó la batería. Ahora ya no tenía ni la lucecita roja; y si volvía la
electricidad, de nada me serviría sin poder colocar el teléfono en la base.
Serían las dos de la mañana cuando me despertaron los ruidos de la puerta de
entrada. Me di la cabeza contra el borde de la bañera al incorporarme
repentinamente, pero estaba lúcido como para escuchar los pasos de dos adultos.
Dos ladrones. ¿Qué hacer? ¿Advertirles de mi presencia y morir afuera? ¿O
callar y morir encerrado? Pero no me dieron opción. Uno preguntó: –¿Señor
Paravini? Me escuché decir: –Acá estoy.
De inmediato comenzaron a caer los tornillos del picaporte. Cuando se abrió
la puerta, me encontré con un espectáculo inesperado: Papá Noel junto a un
sujeto desconocido. El llamado había sido de una obra social que enviaba
regalos para los socios y sus familias en la Noche Buena. A mí me mandaron el
cerrajero de urgencia.
© Escrito por Marcelo Birmajer
y publicado por el Diario Clarín de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires el sábado
24 de Noviembre de 2011.
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