Binner y Alfonsín en el laberinto progresista…
Quienes obtuvieron el segundo y tercer lugar en las últimas
elecciones presidenciales han justificado en los últimos días su apoyo enfático
(aunque “en general”) a la confiscación de YPF como un homenaje a los
principios y las tradiciones históricas de sus respectivos partidos. Los
argumentos utilizados fueron muy similares, y puede que convergentes : adhieren
al proyecto oficial, dicen, para dejar en claro que son los auténticos heraldos
del estatismo y el nacionalismo económico, y porque será a la luz de su
testimonio iluminador en la defensa consecuente de esas ideas que tarde o
temprano la sociedad habrá de reconocer que el kirchnerismo no es más que una
simulación oportunista, una versión degradada de dichos ideales que debe ser
“superada” y reemplazada por la que ofrecen alguno de ellos, o los dos juntos.
Aunque ni Binner ni Alfonsín se han referido a ellas, es
oportuno llamar la atención sobre otras razones menos históricas y más
inmediatas que los inclinaron a apoyar la “recuperación de YPF” y que, pese a
no ser tan coincidentes como las anteriores, pueden también alentar la
convergencia entre ellos: para los socialistas, y para el FAP en general, dar
su apoyo a esta ley era la conclusión obligada de una estrategia que se viene
desplegando desde hace tiempo, y de la que no cabría dudar pues sería la causa
de los logros cosechados recientemente; en tanto para Alfonsín, igual que para
otros radicales progresistas, votar la ley se presentó como lo contrario, la
oportunidad para cambiar una estrategia equivocada que estaría en el origen de
los últimos fracasos y desilusiones. Veamos.
Los socialistas entienden que los votos recibidos en octubre
pasado, y que convirtieron a Binner en una figura nacional y al FAP en la
“principal alternativa al kirchnerismo” cabe atribuirlos a su pretensión de
encarnar el “progresismo verdadero” y a las consecuencias prácticas de dicha
apuesta: la toma de distancia respecto a la “oposición de derecha” (el resto de
la oposición política, los medios independientes, los empresarios, etc.) y el
voto a favor de proyectos oficiales de tinte “progresista” como la ley de
medios, la estatización de los fondos de pensión y otros por el estilo.
Según
esta interpretación, además, el FAP no debería preocuparse mayormente por las
consecuencias que ha arrojado la aplicación de esas leyes por parte del
kirchnerismo: al señalamiento de los efectos indeseados u objetables que varias
de ellas han tenido tanto para los directamente afectados, los jubilados, los
periodistas, etc., como para la economía y la democracia en general, los
líderes socialistas replican que ellos no tienen por qué rendir cuentas de esos
resultados porque votaron “de acuerdo a sus convicciones”, de cuyo carácter
virtuoso no cabría dudar, y la buena o mala aplicación es exclusiva
responsabilidad del Ejecutivo.
En esta curiosa inflexión principista se evita
cualquier consideración más pragmática y matizada sobre las razones del voto
ciudadano: se ignora el hecho de que muchos de quienes escogieron las listas
del FAP el año pasado lo hicieron a pesar de que sus legisladores habían
adherido a esos proyectos oficiales y no debido a que lo habían hecho, y se
desconoce la considerable distancia que existe entre las creencias de los
militantes y las de la mayoría de los votantes, así como el hecho harto
evidente de que a la enorme mayoría de la sociedad la coherencia doctrinaria le
importa bien poco y tiende a valorar más que objetar eso que el FAP tanto le
critica al gobierno, el hecho de que detrás de la declamada inflexibilidad y la
supuesta gravitación de las convicciones progresistas en la gestión se esconde
el muy flexible pragmatismo peronista.
En cuanto a los radicales de izquierda, la coyuntura también
los está empujando a sobrevalorar algunas de sus creencias compartidas con
socialistas y kirchneristas, aunque por las razones opuestas: estiman haberse
corrido demasiado “a la derecha” cuando se aliaron con De Narváez y haber sido
castigados en las urnas debido a ello, así que buscan corregirse alejándose lo
más posible de esas influencias, que se expresan hoy, por caso, en el
republicanismo de los medios, en las propuestas de alianza del macrismo o en
los pronósticos de crisis de los economistas.
El sueño de “recuperar el voto radical recuperando la identidad
histórica y la unidad de la UCR” aparece así como la guía práctica adecuada
para devolver el rol de segunda fuerza al partido y el equilibrio a un sistema
de partidos cada vez más inclinado hacia la hegemonía peronista. Como si la
salida de su laberinto fuera sólo posible para el centenario partido
retrocediendo en el tiempo hasta el momento en que, se cree, perdió el rumbo.
Puede que algo consigan Binner y Alfonsín con sus apuestas,
pero difícilmente se acerque a lo que están buscando. Tal vez sería distinto si
el peronismo no fuera capaz de generar su propia oposición, si no hubiera ya
dispuestas en la arena otras ofertas competitivas, y si el constante y
creciente abuso de poder por parte del oficialismo no despertara una también
creciente expectativa de que alguien corra el riesgo de cargarse al hombro la
defensa del estado de derecho y del liberalismo político. Valores que están
presentes por cierto en los genes de radicales y socialistas, pero cuya defensa
hoy no pareciera ser para ellos una urgente prioridad.