¡Viva Fayt!...
A mí no me inquietan los 97 años del doctor
Fayt sino los 58 del ministro Fernández.
Suelo
verlos en la calle en el mismo instante en que ellos me ven. Tras advertir que
somos de la misma leva temporal, aquietamos el paso y ya próximos, nos cedemos
recíprocamente la pared y sonreímos. Esto último de un modo, creo, ligeramente
cómplice. ¿De qué? No lo sé.
Somos
los viejos. Algo así como árboles humanos de ex follaje que suelen moverse con
bastón por la ciudad de taco y punta. Ninguno recuerda cuándo le empezó su
actual condición. Varía la edad según sean costumbre o asombro los que sellan
sus vidas.
Pruebas y confesiones hay que marcan ciertos signos. Por ejemplo la
de Alphonse Daudet quien decía que las 3 de la mañana era “la hora en la que
los ancianos se despiertan”. O Trotsky cuando, expulsado de la historia por
Stalin y huyendo hacia México (huérfano de toda masa, solo consigo mismo)
advierte por su cara en el espejo que “el momento más grave de la vida es
cuando uno descubre que ha comenzado a envejecer”.
¿Miraba
yo a los viejos cuando joven? Sí. La memoria no me pasa factura de culpa. Y por
la experiencia en estos ya 15 años de viejo mirón tampoco creo se las pasará a
los jóvenes de hoy. Podrá resultar increíble el dato pero lo tengo más que
comprobado: no recuerdo en todo ese tiempo un solo gesto joven de
discriminación o burla o indiferencia a mi persona como abusivo profesional del
tiempo. Al revés, sea en la calle, en cines o en recintos concurridos, lo que
experimento, es un cálido, atento cuidado de mi edad. No pasa igual cuando se
trata de adultos ya hechos. Por lo general (como si alguna voz les recordara ya
que la mitad de la vida está cursada) respetan al viejo en frío, ponen pronta
distancia, temen un contagio.
No
así las mujeres. Y habrá que agregar esta misma virtud de ellas en su probada
dedicación a los padres cuando entran en la ancianidad. Hasta el propio
Cervantes certifica esta verdad con apunte de maravilla. “La mitad de la vida
son los hijos. Más las hijas, la mitad más entera”. Y sí.
Sobre
todo esto venía meditando yo a propósito del crimen de lesa sensibilidad practicado por el gobierno con el juez Fayt, nonagenario él. Y molesto y mucho por el nuevo despropósito urdido en las
bajas esferas del relato nacional. Y sobre todo, indignado.
Es que a mí no me inquietan los 97 años del doctor Fayt sino los 58 del
ministro Fernández. ¿O no es acaso él, la más agotada,
imprevisible y peligrosa figura pública que campa a su capricho entre
nosotros?
Visible
y audible es que nuestro jocoso reino del revés atraviesa un estridente período
de locuacidad feroz. La empecinada locutora oficial es imparable a la hora de
sumar extravagancias al relato que ella supone historia. En él caen Onur,
Sherezade, Cutzarida, Tinelli, Samid, Bocas-Ríveres, como nosotros estupefactos
y revueltos dentro. A su consumado y consumido ego le cuesta aceptar que la
realidad (de las urnas) es la única verdad (de las urnas) bien sea lo dijese
Perón o que sin saberlo nosotros Aristóteles se hubiese copiado de Perón. Y
como si algo faltara, al más ácido y vocinglero de sus ministros le da por
salir a perseguir ancianos.
En el
país viven un millón de habitantes mayores de
80 años. ¿Puede cualquier Fernández llegar a los 100? Según la
ciencia, no. Se arriba a esa cima o a sus cercanías, como llegó el doctor Fayt
por obsequio, seguro, de la genética y de los dioses. Y de él mismo. Hay que
saber vivir (y perdurar) en consecuencia. Envejecer de modo dilatado convierte a
quien le toque en depositario activo del más antiguo anhelo de la humanidad:
vivir más y mejor. Y en este sentido, un Bunge, un De Vicenzo,
una Legrand, un Fayt merecen un amoroso cuidado social y no el tratamiento “a
lo bestia” que desde del gobierno se viene dando estos días al magistrado.
No
han arribado porque sí a su “alta edad”. Llegan a ella por destino y, como
apuntan gerontólogos de fuste, por lo singular de su nivel psicológico y
social. Para Cicerón, los mayores deben asumir asuntos sociales y políticos que
no requieren prisa sino prudencia y reflexión, que suelen desarrollarse con el
envejecimiento. También afirma que el adulto mayor está en mejor situación que
el joven porque ha conseguido lo que aquél espera. Por lo general, el individuo
mayor se muestra más atento al resguardo y guía de su grupo de pertenencia. La
ciencia en esto es terminante.
No se conoce caso alguno de individuo que haya alcanzado los 100 años si en
el transcurso de su vida escapó de la justicia oculto en el baúl de un
automóvil. Un baldón así reduce toda chance.
Vuelvo.
Digo que regreso de esta caminata que suelo dar a la hora del véspero y me
invade otra vez el tema Octo. Es recurrente. También yo tengo mi Relato de la
Última Edad. Pertenezco por tal a un colectivo humano que reúne en el país a un
millón de personas. Exceptuando el grupo de innombrables genocidas que habitan
en la Nada, se trata de un millón de veteranos y veteranas que podrían llenar
varias “bomboneras” y “monumentales”.
Cada
uno posee a su medida experiencia y memoria para trasvasar a la joven sociedad
que los sucede. Este millón sobreviviente posee conocimientos que pueden
reforzar los proyectos de la nueva generación. Mucho que dar y proponer. No
ser sensible a esta herencia elemental de los pueblos es un despropósito
imperdonable.
Y
atacarlos, un crimen.
¡Viva Fayt!
© Escrito por Esteban Peicovich el jueves 14/05/2015 y publicado por el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
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