Los principios sagrados…
El capitán Castro con el intendente de La Plata antes del golpe de 1976. Después iría a Bahía Blanca.
El ex Jefe de Grupos de Tareas
Navales en Bahí Blanca tiene dos hijos desaparecidos. A fines de 1976, el
capitán Oscar Alfredo Castro arengaba a colimbas a participar de la “nueva
gesta libertadora” mientras sus hijos llevaban seis meses de cautiverio en
Campo de Mayo. “Hicimos un pacto” de no pedir explicaciones a otras fuerzas, se
justificaba entonces. “¿Podemos dejar a los muertos tranquilos?”, propone ahora
desde su arresto hogareño.
El capitán habla de guerra.
“Claro que hubo una guerra.” El capitán condujo “eficazmente” la Fuerza de
Tareas 2, “empeñada diariamente en la guerra antisubversiva”, lo elogió el
vicealmirante Luis María Mendía a fines de 1976, mientras los hijos del capitán
estaban secuestrados en Campo de Mayo. Esa tarde, en la base de Puerto
Belgrano, caracterizó al enemigo: “Grupos siniestros, renegados sin Dios, sin
Patria y sin sentimientos”. Antes de tomarles juramento a 3500 conscriptos dijo
que “la Providencia” los había elegido para la “nueva gesta libertadora”, que
debían defender un estilo de vida “a cualquier costo y por todos los medios” y
dejó constancia de su “amor a la libertad dentro del marco de la familia”. Sus
hijos llevaban medio año con capucha y grilletes. “¿Qué estaban haciendo?,”
apuntó a las víctimas cuando supo del segundo secuestro. “No podemos pedir por
el hijo de nadie que esté en poder de otra fuerza. Hicimos un pacto”, se
justificó. Treinta y seis años después, detrás del muro que construyó antes de
ser arrestado en su casa de Gonnet y a meses de ser juzgado por delitos de lesa
humanidad en Bahía Blanca, el capitán reniega de la actual “dictadura” aunque
admite estar “feliz y contento”. En su living hay cuadros de Jesús crucificado
y de la virgen María, pero nada recuerda a sus hijos desaparecidos. “Ya pasó,
terminemos –propone–. ¿Podemos dejar a los muertos tranquilos?”
El primer secuestro de los
hermanos Castro fue el 22 de mayo de 1976, en su casa de Ciudad Jardín.
Alfredo, de 21 años, estudiaba derecho en la UBA y había militado en la
Juventud Universitaria Peronista. Luis, de 18, estudiaba en la Escuela Técnica
12 de San Martín, militaba en la JP de Caseros y había sido detenido en 1975.
Su padre se había alejado de la familia ocho años antes, cuando el menor de sus
cuatro hijos tenía cuatro meses. Desde 1972 dejó de nombrarlos hasta en los
censos del personal superior de las Fuerzas Armadas.
Soldados con pelucas puestas se
llevaron primero a Luis. Alfredo alertó al tío materno, el coronel Ezequiel
Montero, quien sugirió que se trataba de “un tema de polleras”. La patota
volvió y se llevó a un amigo de Luis que vivía en la casa. El tío prometió
estar a las ocho. “Te cuelgo que vuelven”, dijo Alfredo antes de que lo
cargaran en un Fairlane colorado. Esa noche también fueron secuestrados
Fernando Barro y los hermanos Andrés y Daniel Barciocco con sus padres. Los
Barciocco eran compañeros de Luis en el grupo scout de la parroquia San
Francisco de Asís de Villa Bosch, que entre 1976 y 1977 sumó 18 desaparecidos.
La madre de los Castro, testigo
del secuestro, centró las primeras esperanzas en su hermano, coronel retirado
pero en servicio en Inteligencia de Ejército. Quelito la acompañó a hacer la
denuncia y desapareció de escena.
Con el capitán al frente de la
Fuerza de Apoyo Anfibio y desde el 1º de julio de la F.T.2 en Puerto Belgrano,
que acumulaba secuestrados en el buque 9 de Julio y en la sexta batería
histórica de Punta Alta, fue su hermano quien indagó sobre Alfredo y Luis. El
primer dato que obtuvo el capitán retirado Miguel Horacio Castro, en ese
entonces empleado de seguridad del diario Clarín, lo aportó el amigo de Luis,
liberado a los 22 días: habló de un galpón, una pista de aterrizaje,
helicópteros, un campo y una fábrica de ladrillos. El marino concluyó que
estaban en Campo de Mayo (allí estuvieron los Barciocco según el ex sargento
Víctor Ibáñez) y por el número de secuestrado pudo saber que sus sobrinos
habían sido registrados con el anterior y el posterior.
La única gestión conocida de
Castro por sus hijos tuvo como destinatario al cura Mario Bertone, referente
del grupo scout, con quien se formaron y construyeron la parroquia, donde hoy
se los recuerda desde un mural. Castro buscó a Bertone en su casa de Villa
Bosch. “Casi tiran la puerta abajo”, recuerda la viuda del ex sacerdote, que
dejó los hábitos para casarse. “Mis hijos desaparecieron por tu culpa y lo vas
a pagar caro”, gritó el capitán. “Estaba con dos o tres hombres, pensé que nos
llevaban”, confiesa la mujer. “Tenía un odio terrible con Mario, que lo conocía
de la pastoral de familia de Palomar –explica–. Después nos rajamos, sabemos
que nos estuvieron buscando.”
En noviembre alguien llamó a la
casa de los hermanos y dijo que no podía identificarse. La madre exigió que le
hablaran de frente, el diálogo terminó a los gritos y siguió días después:
–Necesito saber cómo va a
encauzarlos –la indagó el secuestrador–. Queremos dárselos al padre y (los
hermanos) no quieren. Queremos dárselos a su hermano (el coronel) y no quieren.
No quieren salir de aquí si no es con usted.
–Son muy buenos hijos. Buena o
mala son mi obra –se enorgulleció la mujer–. He sido padre y madre así que
pienso seguir siéndolo. Si pretenden más... imposible.
Mientras la madre luchaba por sus
hijos, el padre arengaba a 3500 colimbas en el cierre del “año naval”. El 26 de
noviembre, en el estadio de Puerto Belgrano, el vicealmirante Mendía elogió “el
celo” de la Infantería por “haber soportado el mayor peso de las actividades
antisubversivas”. Castro, que ese día festejó el primer año de los mellizos que
tuvo con su segunda esposa, advirtió a los conscriptos que “la Nación, sus
instituciones, sus hombres y mujeres, están nuevamente en peligro”. “Renegados
sin Dios, sin Patria y sin sentimientos pretenden destruirlos y reemplazar
aquellos principios sagrados que dieran razón de ser a nuestra comunidad por
bastardos argumentos, ajenos al sentimiento nacional”, dijo, rodeado por la
plana mayor de la Armada y por el general Adel Vilas.
“Deben estar listos a reafirmar
con su sacrificio la voluntad nacional de mantener a cualquier costo aquellos
principios que desde siempre informaron a la República”, leyó. “La Providencia
los ha elegido” para “apuntalar los conceptos primigenios de la argentinidad:
nuestra profunda fe en Dios, vocación de soberanía e independencia, acatamiento
al orden jurídico del Estado, amor a la libertad dentro del marco de la familia
y de los límites que nos fija el bien común de la sociedad, y nuestra
irrevocable decisión de impedir a cualquier costo y por todos los medios que nadie
nos imponga otro estilo de vida”.
Cuando “pronunciéis el sí juro
quedáis (sic) formalmente enrolados en esta nueva gesta libertadora a la que
todos los argentinos de bien ya se han incorporado espiritualmente”, lo citó el
diario La Nueva Provincia. El capitán no sólo se había incorporado
espiritualmente. El mismo día, en su legajo, Mendía apuntó que Castro “conduce
eficazmente el planeamiento, la organización y ejecución de las acciones a
desarrollar por su Fuerza de Tareas, empeñada diariamente en la guerra
antisubversiva”. Lo conocía de destinos anteriores, pero lo calificaba
“exclusivamente” como “comandante en acción de combate”, aclaró.
Liberación
A 700 kilómetros, la madre de sus
hijos golpeaba puertas. El 21 de diciembre, la voz sin nombre le informó que
los liberaría. Los largaron el 23. “Tenían la barba larga, sucios, un olor
acre. Estaban con la misma ropa. Luis flaco, Alfredo gordo, había pasado meses
en una celda donde apenas entraba acostado y sólo comía pan. Se había tenido
que romper los pantalones, le habían engordado las piernas”, recuerda su novia
Marita, que prefiere ser citada sólo como la llamaba la familia. Del cautiverio
dijeron poco: que estuvieron vendados, encapuchados y atados, custodiados por
perros y gendarmes; que los torturaron con picana, que estuvieron en un galpón
con muchos secuestrados, algunos desde el año anterior, y que en octubre
Alfredo fue aislado en una celda.
Luis contó que conversaba,
encapuchado, con alguien que su madre asoció con la voz sin nombre: el coronel
Fernando Verplaetsen, su vecino en Ciudad Jardín y jefe de Inteligencia del
Comando de Institutos Militares. La mujer de Verplaetsen, maestra de la Escuela
28, le rogaba que no lastimaran a Luis ya que lo recordaba con cariño porque lo
había visto cuidar a su hermano menor, Danielito. La mujer había visto cómo
Luis llevaba y traía de la guardería al niño abandonado por su padre a los
cuatro meses, y que a los dos años moriría ahogado en la pileta de la casa.
Cuando supo de la liberación, el
capitán Castro se reunió con los dos mayores de sus ya siete hijos y les
aconsejó irse del país. “Tenés que convencerlo”, le pidió a la novia de
Alfredo. “Pensar que he visto morir compañeros y vengo de Puerto Belgrano”,
murmuraba indignado por el destino de esos pibes que a fin de cuentas eran sus
hijos. Salir de la Argentina no figuraba entre las alternativas que barajaban
Alfredo y Luis. Ambos se sabían controlados, incluso en la Nochebuena posterior
a la liberación, una pareja en un Falcon se instaló frente a su casa toda la
noche, a la espera de algún contacto que nunca llegó.
En el verano de 1977, mientras el
capitán asumía como subdirector de la Escuela de Guerra Naval, a metros de la
ESMA, Luis empezó a repartir cosméticos con el Citroën de su madre y consiguió
autorización para hacer sexto año libre. Alfredo pudo volver a caminar
despacio, consiguió trabajo, retomó Derecho, compró colchón y heladera para
casarse, aunque insistía en que no podía alejarse de su madre. Pero el 30 de
junio de 1977 le dio la razón a Marita: no podían vivir aterrados, iban a
casarse y a radicarse en el interior. Esa misma noche se lo llevaron para
siempre junto a su hermano.
Segundo
secuestro
El hombre alto, de tez blanca y
ojos claros que llevaba la batuta no hizo preguntas. Apenas ordenó revisar la
biblioteca y el Citroën.
–¿Qué es esto? –indagó al ver
balas en una repisa.
–De mi ex marido, capitán de
navío.
El militar no se inmutó ante un
dato que conocía y ordenó a los hermanos que se vistieran. “Vamos a hacer un
memo a la comisaría de Caseros”, mintió. Alfredo y Luis se despidieron de su
madre con un beso. Caminaron 50 metros y los cargaron en una camioneta.
Descartada la ayuda del hermano
coronel, la madre, que ese año marcharía en Plaza de Mayo, fue en busca de la
voz sin nombre que interrogaba a Luis.
–¿Cómo no me vino a ver antes?
–preguntó Verplaetsen, que vivía a 150 metros.
–En la escuela no me enseñaron
qué hacer cuando nos secuestran un hijo –-le explicó.
El jefe de Inteligencia de Campo
de Mayo le dijo que desconocía los operativos de la noche anterior, sugirió que
“gente de Palomar” (léase base de la Fuerza Aérea) había “entrado sin
autorización” a su jurisdicción y le recomendó volver días después. Cuando
Esther fue al Colegio Militar, le dijeron que “seguro fueron los terroristas”.
–Mire, señor, las manos de los
que vinieron a buscar a mis hijos son las mismas manos del que vivió conmigo
doce años. Esas manos no las tienen los terroristas, las tienen los que están
en un escritorio con tintorería y peluquería al lado –describió a Castro.
Al día siguiente Verplaetsen le
pidió que no volviera. Le dijo que sus hijos estaban “metidos en problemas” y
que debería esperarlos “muchos años”.
Cuando supo del segundo
secuestro, el capitán puso la lupa sobre sus hijos: “¿Qué estaban haciendo?”,
preguntó. “Si no los tiene la Marina, no puedo hacer nada –le explicó a
Marita–. No podemos pedir por el hijo de nadie que esté en poder de otra
fuerza. Hicimos un pacto y tenemos que cumplirlo.”
–¿Para qué pueden tener tanto
tiempo a la gente detenida? ¿Les lavarán el cerebro? –le preguntó la novia de
Alfredo.
–No, eso sale muy caro –le
explicó el capitán.
©
Escrito por Diego Martínez y publicado en el Diario Página/12 de la Ciudad
Autónoma de Buenos Aires el domingo 28 de Octubre de 2012.
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