Un proyecto estatal
que pone en riesgo otro:
el del éxito deportivo...
El spot de Zylberberg.
Poner en primer plano de conflicto a los atletas para reclamar por Malvinas
desoye el plan central: que nos vaya bien en los Juegos.
En 1968, los norteamericanos Tommie Smith y John Carlos ganaron las
medallas dorada y de bronce en los Juegos Olímpicos de México. A la hora de la
premiación, los dos caminaron hacia el podio serios y con las manos cruzadas en
la espalda, como escondiéndolas.
Luego de recibir las medallas y a la hora del himno norteamericano, los
dos sorprendieron al mundo al mostrarse descalzos, con la cabeza gacha, bufanda
negra al cuello y el puño derecho en alto, cubierto con un guante de cuero
negro en señal de apoyo al Black Power. Llevaban bien visible, además, un
emblema relacionado con organizaciones de derechos humanos.
La reivindicación del movimiento antisegregacionista no les salió gratis.
No sólo los echaron de la Villa Olímpica, sino que les resultó muy difícil
ganarse la vida al regreso a su país. Es más, algún dirigente insinuó la chance
de quitarles las medallas, disparate que, por suerte, no prosperó. En tiempos
en los que la Primavera de París y la masacre de Tlatelolco aún estaban
frescas, no había espacio para tamaño gesto de rebeldía.
Muchos consideran al episodio como un antes y un después en las pautas de
aquellas manifestaciones que el COI tolera, y aquellas que considera
inaceptables. Al respecto, se sabe del adoctrinamiento que se hace a las
autoridades olímpicas de los países para que pongan en caja a sus atletas, si
es que aún quedase alguno o inadvertido u obstinado.
Desde el sentido común, la sensibilidad y un necesario sentido de la
solidaridad, cuesta poner en discusión la legitimidad del reclamo de Smith y
Carlos. Sin embargo, para el universo olímpico –entonces con líderes
institucionales siniestros, mucho más que hoy, cuando el que manda está
rotulado como un dirigente de los deportistas– los atletas pueden equivocarse
en lo deportivo y hasta violar las más básicas normas del juego limpio; jamás
salirse de la huella de una masa de músculos que no es conveniente ni que
piense ni, mucho menos, que se comprometan.
El rigor es sólo para los deportistas; es decir, para los únicos
indispensables en esta celebración, ya que la historia de los Juegos está
infectada por fuertes expresiones político-ideológicas de grupos de naciones
que hirieron grave al olimpismo sin recibir ni una mínima sanción.
De tal modo, mientras ni quienes boicotearon Moscú 1980 –con Estados
Unidos a la cabeza–, ni quienes lo hicieron con Los Angeles 1984 –con la Unión
Soviética a la cabeza– fueron castigados por el Comité Olímpico, a Carlos y a
Smith el calvario no les terminó con la expulsión de la Villa: tardaron no
menos de cinco años en conseguir estabilizar un trabajo y una vida en sociedad
dentro de los Estados Unidos. Dato accesorio: segundo en aquellos 200 metros
históricos fue el australiano Peter Norman. El también pidió usar el mismo
emblema que sus rivales arriba del podio: nadie lo sancionó. Para la historia
quedó esta reflexión de Carlos, cuando se lo acusó de haber mancillado el espíritu
olímpico con su actitud “politizada”: “¿Por qué tenemos que usar el uniforme de
nuestro país? ¿Por qué tocan nuestros himnos? ¿Por qué tenemos que ganarles a
los rusos? ¿Por qué los alemanes del Este quieren derrotar a los del Oeste?
¿Por qué no podemos usar todos el mismo uniforme y sólo identificarnos a través
de números? ¿Qué ha pasado con el ideal olímpico del hombre enfrentándose al
hombre?”
Esta historia no sólo es real sino que es de muy fácil acceso. La mayoría
de los historiadores olímpicos han hablado de ella. Y de sus consecuencias.
Mucha gente en la Argentina –deportistas, hinchas, periodistas, dirigentes y
funcionarios– la conocen. Y saben que romper ciertas normas del olimpismo, por
justo que sea el reclamo, trae consecuencias deportivas graves. Por encima de
la mesa y por debajo de ella.
La semana deportiva terminó deformada e impregnada por la explosión
mediática del spot realizado en Malvinas con un jugador de hockey, Fernando
Zylberberg, como protagonista. Se podrá discrepar sobre muchas cosas al
respecto –calidad artística, oportunismo, mensaje– y coincidiremos sobre el
derecho afectivo e histórico argentino sobre el Archipiélago. Pero hay hechos
concretos que no se pueden discutir.
La idea no fue hecha PARA el Gobierno, sino que el Gobierno se la quedó
después de que la descartaran, al menos, cuatro empresas diferentes.
La filmación realizada en Malvinas, al no tener autorización oficial,
genera el mismo reclamo que cualquier filmación hecha de tal modo en
territorios que exigen aval al respecto. Me consta, personalmente, todos los
trámites que hubo que hacer para grabar durante el último año y medio en, al
menos, cuatro viajes distintos en territorio británico. Lamentablemente, hoy
por hoy, Malvinas es territorio británico.
Fernando es un excelente jugador, de larguísima trayectoria, con más de
220 partidos internacionales; representó a la Argentina en todos los torneos de
seleccionados que se puedan jugar y fue una pieza importante en la
clasificación lograda en Guadalajara. Además, es un bastión en la lucha por
mantener al club Comunicaciones en poder de sus socios. Otro reclamo legítimo e
inatendido por gran parte de la clase política. Pero no sólo no es el capitán
del equipo, como se repite torpe y desinformadamente, sino que es improbable
que viaje a Londres. De tal manera, poner, como en el spot, que es “Atleta
Olímpico Argentino Londres 2012” es incorrecto. E innecesario: bastaba con el
detalle de que es atleta olímpico: jugó tanto en Sydney 2000 como en Atenas
2004.
Ya en un escenario un poco más discutible, llama la atención que nadie
haya advertido sobre las consecuencias que puede traer para la delegación
argentina –no ante los británicos sino ante el COI– los episodios de este tipo.
Jamás minimizaría el derecho argentino al reclamo por un territorio que
considera propio, pero alguien debería explicar que esto puede traer problemas
para otro proyecto estatal: el de tener una buena participación en los Juegos.
Dicho de otro modo, si se trata de “malvinizar” los Juegos, parecería terminal
pero más coherente boicotear las competencias que poner en primer plano de
conflicto a los deportistas.
A propósito de lo deportivo, Zylberberg quedó hace pocos días fuera de la
lista que viajará a un torneo preparatorio en Malasia. Y en el entorno del
seleccionado se da por hecho que sus chances de ir a los Juegos son casi nulas.
¿Nadie pensó en consultar al entrenador Pablo Lombi qué planes tenía para
Fernando antes de convocarlo a Malvinas y encima dar por sentado que estará en
Londres? Se sabe que las decisiones de Lombi son sólo deportivas, pero hubiera
sido mejor evitar dejar abierta la puerta a las sospechas y a eventuales
presiones para llevar o no al protagonista de la historia.
Esto, finalmente, se encuadra en otra situación que empieza a sobresalir
respecto de nuestra delegación olímpica.
El proyecto del Enard puede ser muy valioso si: a) se lo sostiene como un
proyecto irrenunciable y a largo plazo (nunca menos de dos o tres ciclos
olímpicos más); y b) se lo convierte en algo más que un emisor de cheques de
fondos generados con el cobro de un extra en la facturación de los celulares de
todos y empezamos a comprometernos a fondo con otras necesidades de los
atletas. Aclaro que no hay cuestionamientos a la utilidad de ese proyecto elogiado
casi unánimemente por deportistas, que ven mejorar sus posibilidades a partir
de un mayor apoyo a sus planificaciones.
Sin embargo, cumplir con la prometida ayuda al transporte de Paula Pareto
de Tigre a La Plata, lograr que los botes de remo para el Preolímpico salgan de
la aduana en tiempo y forma, liberar del puerto bicicletas, lanchas, jabalinas
y otros insumos retenidos aún hoy –en algunos casos, tan tarde que parece casi
estéril hacerlo– son algunas de las necesidades básicas incumplidas. Entiéndase
bien: estos insumos fueron comprados con dinero del pueblo, recaudado por un
organismo creado con parte fundamental del mismo Estado que impide que esos
elementos estén a la mano.
Evitar estos episodios hubiera sido una buena señal de compromiso con las
necesidades de los atletas. Resguardar de desgastes y eventuales problemas a
Zylberberg, al seleccionado masculino de hockey y, eventualmente, a la
delegación olímpica argentina ante un incuestionable reclamo de soberanía,
también lo hubiera sido.
© Escrito por Gonzalo
Bonadeo y publicado por el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires el
domingo 6 de Mayo de 2012.
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