No soy neutral…
Mi nombre es Cecilia Ousset. Soy católica, médica, especialista
en tocoginecología, madre de cuatros hijos. Trabajo actualmente en el Sistema
de Salud privado, aunque me formé y trabajé en el Sistema Público en la Ciudad
de Mendoza.
Nunca estuve y tal vez no estaré
de acuerdo con el aborto en sí; es por esa razón que nunca me hice un aborto y
tampoco se lo hice a nadie; a pesar de conocer la técnica perfectamente y ser
muy buena (perdón por no ser modesta), en la realización de legrados.
Muchísimas veces tuve que hacer legrados en el Hospital para
“terminar” abortos clandestinos. Mi récord personal son dieciocho legrados en
una guardia.
Vi morir mujeres (a veces madres
de varios chicos), que pasaron lamentablemente sus últimos minutos lúcidas
conmigo y una policía preguntándole “quién le había realizado el aborto porque
era un delito”. Sinceramente, nunca jamás escuché a alguna decir el nombre del
que o la que había cobrado por sus inexpertos servicios.
Recuerdo esas guardias donde armábamos
las partes fetales en la mesita quirúrgica para asegurarnos de que no le quede
nada adentro a la madre. Siempre la parte más difícil de sacar del útero era la
cabeza, porque al ser redonda, rodaba cada vez que la quería “atrapar” con la
pinza. Estas mujeres se enteraban tarde del embarazo e intentaban el aborto con
más de doce semanas de gestación.
Muchas veces esas chicas estaban
en mal estado clínico y con el útero o el intestino destrozado.
Esas mujeres que ingresaban
mintiendo que “habían levantado un fuentón con la ropa de los chicos” y habían
empezado a sangrar, eran para mí y mis compañeros de guardia, el inicio de una
jornada violenta, y la suma de esas jornadas deben haber herido mi alma
profundamente: Abortos con perejil, con agujas de tejer, con permanganato de
potasio, con Oxaprost en cantidades insuficientes. Todos servicios pagados en
la medida de las paupérrimas posibilidades al inexperto o inexperta del barrio.
La mayoría eran mujeres jóvenes, pobres, algunas con otros hijos; que llevaron
el dolor, la fiebre, el olor a podrido y el secreto del nombre del “abortero”
hasta la tumba.
Estoy segura que es la primera
vez que me expreso sobre todo esto. Creo que algunas veces lloré en la
intimidad de mi casa y en los brazos de mi esposo. Pero no por el dolor de esas
chicas, sino por la impresión que me había dejado el hecho de haber terminado
esos “trabajos” con la mayor objetividad y pericia posible.
Esas chicas fueron objeto. En
todo momento fueron deshumanizadas y juzgadas.
Como lo que habían hecho era
ilegal, eran repudiadas desde que entraban al hospital hasta que se iban
(vivas, muertas o con una causa judicial).
¡Estoy tan arrepentida de no
haberlas comprendido, de no haberlas amado, de no haberlas acompañado
amorosamente en un momento tan terrible! Estoy tan arrepentida de haber tenido
mi cerebro y mi alma tan limitada decidiendo quién tenía más o menos moral y
quién merecía más o menos mi respeto!. Estoy tan arrepentida que siento que las
palabras para expresarme todavía no se inventaron.
Después comencé mi práctica
privada. Y ahí empecé a ver la otra cara de la moneda.
Las chicas que me pedían un
aborto “porque mi mamá me va a matar”, “porque quiero terminar mis estudios”,
“porque se borró mi novio”, “porque me van a correr del trabajo y mi marido se
fue de la casa”, “porque soy catequista y esto es inadmisible…”.
Siempre intenté con la palabra y
el respeto de que sigan con su embarazo, buscando alguna salida. Porque
muchísimas veces después de un aborto, hay arrepentimiento y dolor. Pero claro,
cada uno tiene sus momentos de desesperación y sencillamente se iban (y se
siguen yendo), a cualquier otro médico que les practique un aborto seguro en
una clínica que les permite después seguir vivas para llorar, confesarse, y
tener más hijos con una pareja continente o en una mejor situación emocional o
económica.
Lo sé porque a esos partos yo
misma los asisto.
Lo sé porque vuelven conmigo a
los controles porque aprendí a no juzgar sino a acompañar.
Por todo eso, por dieciocho años
en la práctica ginecológica, por mujer, por católica, por trabajar
permanentemente mi interior para lograr la coherencia y abandonar en la mayor
medida posible la hipocresía, digo: QUIERO
ABORTO LEGAL, SEGURO Y GRATUITO para todas las mujeres que se encuentren en
una situación desesperante e íntima.
Me repugna un país donde después
de un aborto las ricas se confiesen y las pobres se mueran, donde las ricas
sigan estudiando y las pobres queden con una bolsa de colostomía, donde las
ricas hayan tapado la vergüenza de su embarazo en una clínica y las pobres
queden expuestas en un prontuario policial.
La discusión no es aborto sí o
aborto no. Eso lo dejemos para las discusiones de los creyentes y para tomar
nuestras decisiones personales.
La discusión en el Congreso de la
Nación es si esta sociedad desea que entre las mujeres que indefectiblemente se
van a practicar un aborto, se pueden lograr las mismas seguridades clínicas
para hacerlo. Para que las pobres no sean mujeres de segunda o tercera
categoría. Para que las pobres también sigan vivas para arrepentirse,
confesarse, tener un hijo con una pareja continente o en una mejor situación
económica o emocional. Para que la sociedad sea menos hipócrita y haya en la
realidad de la muerte, un poco más de amor.