Este era el Submarino
A.R.A. San Juan (S-42)
Esta es la mejor forma
de recordarlo. Pagaron con sus vidas, vigilando nuestro mar, el estado de
abandono de todas nuestras fuerzas armadas. QEPD.
© Escrito por Jorge
Fernández Díaz el jueves 15/11/2018 y publicado por cienradios.com de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
El submarino del capitán
Trama ingresó en el puerto de Norfolk bajo una niebla ominosa. Su misión secreta
consistía en participar de una guerra ficticia.
Fue recibido por altos
oficiales de esa base naval y quedó al cuidado logístico del USS Canopus, un
buque que abastecía a otros cinco submarinos clase Los Ángeles.
Gustavo Trama y sus
hombres fueron alojados en tierra y agasajados bajo las usuales normas de la
fraternidad del mar. El A.R.A. San Juan (S-42) había zarpado el 17 de febrero
de 1994 desde Mar del Plata y estaba ahora en el Atlántico Norte por una única
razón: la flota más poderosa de la Tierra utilizaba desde hacía décadas
submarinos nucleares, y quería probar su sistema de detección y su capacidad de
maniobra frente a una nave convencional.
Acaso la leyenda y el
prestigio del A.R.A. San Luis (S-22) hacían más interesante todo el operativo:
aquel otro submarino diésel-eléctrico con torpedos filoguiados, primo mayor del
San Juan, había vuelto literalmente locos a los tripulantes de la Royal Navy
durante la guerra de Malvinas, y su derrotero era estudiado con admiración.
Trama llegaba a esas
fechas con vasta experiencia. Había encontrado su vocación en el cine clásico
de Ford, Fuller y Powell. Y se había sometido a esa escuela extremadamente
rigurosa: años después él mismo ejercería allí como instructor de submarinistas
y buzos tácticos.
El oficio no es para
cualquiera. En cuanto un aspirante ejecuta el “escape del submarino”, dentro de
un tanque de agua y a través de una escotilla, se descubre si verdaderamente
posee la fibra necesaria para emprender esa épica.
Es una prueba crucial,
que prefigura una vida de navegaciones largas y espacios cortos, poco
recomendable para los impacientes, los expansivos, los conflictivos y los
claustrofóbicos.
Un viejo chiste asegura
que la Marina se divide entre los submarinistas y los que no pudieron serlo. En
el bautismo del A.R.A. San Juan (S-42) tocaron la marcha “Viejos camaradas”,
que frasea: “Tanto en la necesidad como en el peligro, siempre manteniéndonos
juntos”. Ese himno también alude a la filosofía pragmática del “hoy es hoy”,
porque así es “la vida del guerrero”.
En una sala de
situación, Trama y los demás guerreros de la base de Norfolk fueron anoticiados
acerca de la batalla estratégica y psicológica que daría comienzo cuanto antes.
Partirían de una
hipótesis territorial, el desembarco militar bajo presunto fuego hostil y el
rescate de imaginarios rehenes que mantenían prisioneros en una embajada
inexistente.
Habría dos equipos: uno
azul, que concentraría a la Segunda Flota, encargada de la recuperación, y uno
rojo, que haría las veces de enemigo y trataría de impedir esas acciones. Los
azules corrían con obvia ventaja: más de treinta unidades de línea, incluidos
dos portaaviones, destructores, submarinos, buques logísticos y la nave
Comando, el USS Mount Whitney.
Los rojos, que tenían la
orden de esconderse y atacar, eran solo tres fantasmas sumergibles; el San Juan
estaba entre ellos. El ejercicio debería efectuarse en áreas de diversa
profundidad, y Trama pensó íntimamente que se trataba de una cacería y que la
mejor tecnología del mundo los buscaría para batirlos o neutralizarlos.
Una ejercitación de
semejante complejidad es mucho más que un juego: está en cuestión el orgullo y
se vive como una guerra real.
El San Juan se sumergió
al este del cabo Hatteras y se lanzó a la aventura de no ser descubierto y de
lastimar a la US Navy. A partir de entonces hubo abordo silencio mortal y
alerta constante.
Los azules lanzaban
desde el aire sonoboyas y los helicópteros rastrillaban con prismáticos y
sonares la zona operacional. La embarcación argentina se cruzó con un submarino
azul, que no llegó a detectarla, y más adelante, se metió entre varios
pesqueros y navegó a plano de periscopio haciendo creer a todos que era uno de
ellos.
Esas jugadas son
riesgosas: en zona de submarinos nucleares una colisión bajo el agua puede
tener una dimensión extraordinaria, y las redes de pesca pueden malograr el
ardid y causar accidentes fatales.
Durante jornadas de
insomnio y atención completa, en situación de combate, el San Juan fue
completamente invisible.
Llegó a cursar tres días
sin hacer snorkel, escuchando el acecho de los aviones, los helicópteros y los
distintos barcos azules.
Hasta que ubicados en
una nueva área de patrulla, de pronto el sonarista le comunicó a Trama rumores
acústicos inequívocos. Esta vez no se trataba de simples incursiones; la
mismísima Segunda Flota del Atlántico Norte parecía encontrarse a pocas millas
náuticas.
Con los instrumentos, el
capitán confirmó la presunción y concluyó que venían directamente hacia ellos;
ordenó entre susurros avanzar también a su encuentro, pero con rumbo oblicuo.
Todo indicaba que los
destructores estaban formando una cortina protectora en la vanguardia.
Frecuentemente, eso significa que protegen en el núcleo al buque Comando.
Trama bajó la velocidad
a tres nudos, especulando con la corriente, y dejó que los destructores lo
pasaran por encima sin sospechar nada.
Atravesó así la cortina,
ordenó emersión a plano de periscopio y divisó el centro mismo de la formación
a unos cinco mil metros. Se trataba efectivamente del USS Maunt Whitney.
En un combate real,
Trama habría disparado un solo torpedo: a esa distancia no hay forma de fallar,
lo hubiera hundido de inmediato.
Lo que hizo esta vez fue
tomar una foto desde esa posición, volvió a sumergirse con sigilo y transmitió
la novedad encriptada.
Siguieron jugando al
gato y al ratón con ese submarino endemoniado durante dos días más, hasta que
fracasados todos los intentos de localización, les ordenaron reaparecer y
volver a puerto. En el muelle, el comandante del bando rojo les gritaba: “¡Los
vencimos!”.
Al regresar a casa,
Trama descubrió que había bajado ocho kilos y sospechó que esa misión lo
perseguiría a lo largo de toda su carrera.
De hecho, durante varios
viajes profesionales sus colegas de otros países se encargaron de recordarle
aquella proeza: el ejercicio fue un hito porque demostró la vigencia, la
ubicuidad insólita, la mortífera eficacia de los submarinos convencionales.
El capitán llegó a
contralmirante y nunca consideró que aquel simulacro tuviera el valor de una
hazaña. Hubiera preferido combatir en Malvinas con ese mismo buque y esa misma
dotación.
Pero existe un fuerte
vínculo sentimental entre el comandante y la nave que lo arropó en aquella
peripecia famosa. Es por eso que cuando la noticia de su desaparición le llegó
por WhatsApp se le aceleró el pulso.
Entre los 44 figuraba el
suboficial principal Javier Gallardo, que en 1994 era su cabo de operaciones
(infinidad de veces se acodaron juntos en la carta náutica para estudiar las
corrientes), y también el hijo de su gran amigo, el capitán Jorge Bergallo, con
quien compartieron vacaciones y crianza.
A Trama y a Bergallo se
unió otro profesor de la Escuela de Guerra Conjunta: Alejandro Kenny. El
Ministerio de Defensa los sacó a los tres de su retiro y los nombró en una comisión
cuyo objeto consiste en resolver, cueste lo que cueste, el doloroso enigma.
Trama fue preparado para ser un guerrero; nunca imaginó que debería ser un
detective.
Y el A.R.A. San Juan
(S-42), su compañero más fiel, fue diseñado para volverse invisible al ojo humano.
Hoy, librado a su suerte, sigue paradójicamente cumpliendo ese destino
inescrutable.
La vida es caprichosa,
tiene vueltas sorprendentes, y el océano, como decía Borges, es un antiguo
lenguaje que ya nadie alcanza a descifrar.
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