La ira de los defraudados por el relato K…
Daniel Scioli.
Declaró el estado de emergencia por la inseguridad en la provincia de Buenos
Aires.
Si bien muchos tardaron en entender que “el modelo” se
trataba de una estafa, hace un año la mayoría ya cambió de opinión.
Luego de intentar Cristina venderles cosechadoras de
cartón y baratijas confeccionadas en el polo industrial La Salada, los
angoleños optaron por borrar a la Argentina de su lista de socios comerciales.
Felizmente para la señora y sus partidarios, el electorado local resultó ser
menos precavido.
Sin pensarlo dos veces, compró el extravagante “modelo de
acumulación de matriz diversificada con inclusión social” pregonado por los
buhoneros kirchneristas. Le guste o no le guste, tendrá que convivir con esta
obra maestra del ingenio populista por muchos años más.
Si bien el grueso de la ciudadanía tardó en entender que
se trataba de una estafa, que, como aquella cosechadora de fabricación nacional
que según parece sigue pudriéndose en algún galpón africano, el famoso modelo
nunca pudo funcionar, hace aproximadamente un año la mayoría cambió de opinión.
Al darse cuenta de que han sido víctimas de un fraude,
millones de personas que a su modo habían confiado en las promesas de Cristina
se sienten perdidas en un mundo que se les ha vuelto hostil.
Las dificultades enormes que enfrenta el país y que con
toda seguridad se agravarán en los meses próximos se deben menos a lo hecho por
el gobierno kirchnerista que a lo que no pudo, no quiso o no supo hacer. Desde
el día en que el matrimonio patagónico se instaló en la presidencia, se
destacaría por su voluntad de archivar los problemas más engorrosos, sobre todo
los que podrían suponerles “costos políticos”.
Por lo tanto, los Kirchner se negarían a tomar en serio
asuntos molestos como la inflación, la producción de energía, la educación, la
salud, el desembarco de narcotraficantes colombianos y mexicanos y, huelga
decirlo, la inseguridad.
De más está decir que las deficiencias que más angustia
provocan están interconectadas: la inflación alimenta el malestar social, el
deterioro educativo incide en la conducta de quienes saben que jamás lograrán
abrirse camino en un mundo en que escasean las oportunidades para los
analfabetos funcionales, la ferocidad despiadada de los predadores hace que
otros se junten espontáneamente para librarse de ellos, de ahí la serie de
linchamientos que acaban de producirse.
Las consecuencias de tanta inconsciencia gubernamental,
que se haría aún más evidente luego de reemplazar Cristina a su marido en la
Casa Rosada, están a la vista. La Argentina se ha convertido en una caldera
hirviente que en cualquier momento podría estallar.
El miedo es contagioso. Cuando una sociedad se siente al
borde de la anarquía –del “Estado ausente” de la retórica de políticos como
Sergio Massa–, afloran los instintos más brutales. Aunque los kirchneristas se
llenan la boca hablando de lo fundamental que debería ser el papel del Estado,
para ellos y otros populistas es solo una fuente de botín.
Nunca han manifestado el menor interés en mejorar su
desempeño, en hacerlo más eficaz. No sorprende pues, que el Estado –o sea, la
policía y el sistema judicial–, haya resultado incapaz de impedir que, para
citar a Daniel Scioli, la población sufra “el ataque salvaje de una
delincuencia cruel”.
Para quienes comparten el punto de vista de los
intelectuales orgánicos del kirchnerismo que atribuyen el delito a “la
exclusión”, se tratará de la venganza de los hijos desheredados de la madre
Cristina. Parecería que ha resultado contraproducente más de un década de
“inclusión”, subsidios politizados, clientelismo y propaganda destinada a
convencerlos de que seguirán “excluidos” hasta que, por fin, el país haya
experimentado una fantasiosa revolución social, moral y económica.
¿Ayudará la emergencia declarada por Scioli? Puede que,
combinada con el eventual efecto disuasivo de la “justicia por mano propia”,
tenga un impacto positivo. Por lo menos, hará pensar que el gobernador, a
diferencia de su jefa que cree que hablar de un problema equivale a provocarlo,
entiende que demasiadas personas sospechan que el Gobierno nacional, lejos de
querer brindarles la protección que necesitan, simpatiza con los delincuentes
por motivos presuntamente ideológicos.
Exageran quienes piensan así, pero sucede que no solo en
América latina sino también en muchas otras partes del mundo, demagogos de
mentalidad autoritaria saben que el miedo puede ser un aliado muy valioso. Lo
aprovechan dando a entender que son los únicos capaces de proteger a los
vulnerables contra los presuntamente dispuestos a despojarlos de todo cuanto
tienen, hasta de la vida.
Por cierto, Néstor Kirchner y su esposa no necesitaban
que teóricos como el jurista nazi Carl Schmidt o el populista británico de
origen argentino Ernesto Laclau les enseñaran a hacer del temor a lo ajeno su
principio rector. Como tantos caudillos populistas a través de los siglos,
desde comienzos de su deslumbrante carrera política, Néstor y Cristina siempre
obraron conforme a la vieja consigna maquiavélica: dividir y reinar. Si es que
se les ocurrió que a la larga provocar conflictos tendría consecuencias
desafortunadas para el país, tal eventualidad no les preocupaba.
Para que la burguesía se sintiera amenazada, a los
Kirchner les convenía que bandas de piqueteros, a veces encapuchados,
regularmente provocaran trastornos en los puntos neurálgicos de la Capital
Federal y otros centros urbanos; servían para disciplinar a la clase media,
para advertirle que la alternativa al statu quo sería un “estallido social”,
esta pesadilla tradicional de quienes temen que, en cualquier momento, podrían
irrumpir desde las zonas más pobres del país hordas de saqueadores sanguinarios
resueltos a destruir todo.
Desintoxicar una sociedad que desde hace más de una
década está absorbiendo dosis de veneno inyectadas por un gobierno y su guardia
pretoriana de militantes que se han especializado en movilizar el rencor no
será del todo fácil. Ha surtido efecto la prédica de quienes atribuyen la
miseria al egoísmo de un puñado de ricos, de tal manera exonerando a una elite
política mayormente populista que en el transcurso de varias generaciones se
las ha arreglado para depauperar el país.
La noción de que todas las muchas lacras sociales se
deben a la malignidad de personas determinadas, cuando no a una fantasmagórica
conspiración planetaria, se ha generalizado tanto que para quienes se sienten
víctimas es difícil no reaccionar con rabia frente a una nueva frustración, la
enésima, culpando al Gobierno por haberlos defraudado.
Cristina no habrá olvidado que, en 1989, el espectro de
la violencia incontrolable procedente del conurbano apuró la salida de un
presidente radical de “la casa de Perón” y, nuevamente en 2001, truncó la
gestión de otro. Puesto que aquí los ciclos políticos suelen terminar en medio
de convulsiones, es natural que se haya sentido nerviosa últimamente.
Con su marido, se dedicó a sembrar vientos; puede que
pronto le toque cosechar tempestades y que las alianzas estratégicas con
piqueteros, “luchadores sociales” y agrupaciones como Vatayón Militante, la
Tupac Amaru de Milagro Sala y otras parecidas no basten como para contenerlas,
si es que no optan por cambiar de bando so pretexto de que el Gobierno se ha
vendido al “neoliberalismo” y está instrumentando un ajuste ortodoxo.
Los linchamientos recientes, en especial, el que se dio
en el barrio de clase media de Palermo, han motivado un sinfín de condenas.
Políticos, clérigos, intelectuales progresistas o conservadores y otros se han
encargado de asegurarnos que no son salvajes y que por lo tanto, a diferencia
de aquellos “vecinos” truculentos, nunca soñarían con moler a palos a un ladrón
capturado en el acto o a un sujeto sospechoso, pero es poco probable que
cambien mucho sus palabras conmovedoras en tal sentido. Mal que les pese a los
populistas, la “justicia popular” siempre ha sido así; los más proclives a
castigar con furia a los malhechores se encuentran entre el electorado
kirchnerista.
Que este sea el caso plantea un problema conceptual a
Cristina y los suyos. No les gusta brindar la impresión de querer
“criminalizar” ni la pobreza ni las protestas de quienes se sienten abandonados
a su suerte, pero al atribuir la violencia a “la exclusión” confiesan que el
sacrosanto modelo dista de ser tan inclusivo como afirman.
Asimismo, descalificar la venganza como algo
“prehistórico”, suena un tanto raro en boca de una mandataria cuya gestión se
ha desarrollado bajo el signo de la venganza y que con cierta frecuencia ha
aprovechado de los medios encadenados para recordarnos que aún quedan algunos
que todavía no han recibido el castigo que merecen.
En buena lógica, los kirchneristas deberían de comprender
mejor que nadie lo irresistible que puede ser el deseo de vengarse contra los
acusados de ser los artífices de las penurias propias y ajenas; fue en base a
la voluntad de tantos de desquitarse colectivamente por décadas de
frustraciones que el Gobierno construyó el poder brevemente hegemónico que, con
rapidez desconcertante, se le está escurriendo de entre las manos.
Hasta hace relativamente poco, la Presidenta lograba
manejar el resentimiento autocompasivo que, después de muchos años de
decadencia, afecta a amplios sectores sociales, dirigiéndolo contra enemigos
locales y foráneos cuidadosamente seleccionados. Ahora, la Presidenta y sus
allegados temen ser víctimas de lo que tanto ayudaron a propagar.
© Escrito por Jaime Neilson el Jueves 10/04/2014 y
publicado por la Revista Noticias de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
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