Un hijo de
desaparecidos y su infinita búsqueda de un papá…
Las familias de las
víctimas del terrorismo de Estado armaron sus vidas a partir de la ausencia.
Silencio, alocadas sospechas y una fugaz sombra de venganza surgen como
protagonistas de este texto autobiográfico.
En marzo del 76 desapareció papá; en agosto nací yo; y en
noviembre desapareció mamá. Los dos militaban en el ERP. Él, al parecer, pasó
sus últimos días al cuidado de los carniceros de “La perla”, en Córdoba; y
ella, también al parecer, los pasó amparada por idénticos carniceros en “El
campito”, en Campo de Mayo. Como mi abuela materna obligaba a mamá a dejarme
todas las mañanas en su casa , me salvé; y ella fue quien me crió. Y como mi
abuelo murió al poco tiempo de la desaparición de mamá, víctima de un cáncer
bestial, mi abuela, a simple vista, era todo lo que yo tenía.
A mis ocho años, ella me mandó a un psicólogo que en una de
las primeras sesiones me preguntó por la causa de la muerte de mis padres. “No
sé”, le dije, y él me pidió que averiguara en casa. Y mi abuela, que hasta ese
momento me había dicho que hablaríamos de eso cuando yo fuera grande, me lo
contó. Así que a los ocho años yo ya era grande . Luego, aquel psicólogo
entendió que, dentro de las condiciones de mi infancia feliz, faltaba una
figura paterna; y entonces un día me ofreció ir a navegar con él en su velero.
Como mi abuelo había sido marino, acepté rápido; navegamos juntos durante cuatro
años.
En casa, en Buenos Aires, la figura materna era fuerte:
vivía con la mamá de mamá . Aunque no fueran pocas las veces que, siendo chico,
en medio de la noche me pasara a la cama de mi abuela para llorar (llorábamos
juntos, recuerdo), nunca me pareció que faltara una madre. Sin embargo, padre
no hubo . Reconozco que entre el psicólogo que me llevaba a navegar, el hermano
de mamá y el marido de la hermana de mamá compusieron, efectivamente, una
imagen importante. Pero padre, lo que se dice padre, no había.
Hasta que un día de enero del 99, mientras visitaba a mi
familia paterna (ellos viven en Villa Mercedes, San Luis, de donde era papá),
apareció mi tío Ramón Giménez.
No llevo su apellido –que debiera haber sido el mío– por
obvias razones: cuando me inscribieron mi papá estaba desaparecido y me
anotaron con el apellido materno.
Los huérfanos tendemos a ver padres en lugares inesperados.
Y en los tíos, claro. Esto no es tan inesperado: de hecho, falta el padre y
tener un tío-padre es de lo más natural. Pero en mi caso, como dije, no era
tanto la ausencia de la figura paterna sino del padre, o al menos de un
reemplazo consistente. Lo que faltaba era la experiencia del padre.
La aparición de mi tío Ramón –eran tres hermanos, Juan
Carlos, Ramón y papá– en Villa Mercedes, vino a ser lo más parecido a esto. En
ese momento yo tenía 22 años y hacía tiempo que no lo veía: él se había peleado
con Juan Carlos, y se había convertido en una especie de sombra.
Ramón me saludó. El alcohol lo había perdido varias veces, y
se notaba que de la última no había salido muy bien parado. Ahora vendía
fiambres a comercios y todos le decían Paladini. Andaba en una F100 y me dijo
de ir a dar una vuelta.
Te voy a presentar a alguien , adelantó. En el camino me
hablaba de la F100. “Está floja de papeles, pero en el juzgado ya saben.” Un
amigo que trabajaba en aquel juzgado lo dejaba usarla. La F100 se hundía en las
hondonadas de las bocacalles y levantaba la trompa, parecía una lancha y hacía
bailar, en medio del calor, la botella de ginebra y el agua tónica que Ramón me
hacía servirle en un vaso.
Llegamos a una parrilla y me presentó al que atendía, un tal
Tuqui. Le pidió que me reconociera; pero el tipo nunca me había visto, así que
fue inútil . Cuando Ramón le dijo: “el hijo del Plomo”, el tipo primero se me
quedó mirando, no hablaba, como golpeado por un buey, y después se emocionó; y
cuando la emoción se le pasó habló de papá como nunca me habían hablado.
Siempre me hablaban de él como alguien deportista,
ingenioso, entrador (y pesado, por eso lo de “el Plomo”, que reemplazaba a
menudo a su nombre, Félix); pero nunca como el militante que mientras hacía la
conscripción, entre otras cosas, había saltado a la fama (y a la
clandestinidad) entregando un regimiento . Enseguida nos sirvió algo para
picar, vino, soda, hielo, pan.
El Tuqui fue el primero que Ramón me presentó. En los 70,
como ferroviario, había participado en las luchas sindicales y debió escapar,
internarse en el monte y enterrarse unos años en un rancho perdido por ahí, lo
usual.
Ramón tenía una historia parecida. No terminaba en un
rancho, sino en Río Gallegos, donde se exilió con su primera mujer y sus hijos,
y donde los militares no lo atraparon; aunque pronto lo atrapara el alcohol .
No la contó aquella tarde, no hizo falta. Además, él quería hablar de otra cosa.
Fumaba . Yo comía pan con morcilla tibia y, en la parrilla,
con lo que contaba el Tuqui, lo que callaba Ramón, y lo que diría después, los
años 70 eran una especie de niebla luminosa.
Lo que Ramón dijo, entonces, fue que estaba buscando a un
tipo que andaba en una grúa roja y que, según él, había entregado a papá a los
militares. Tuqui de eso no sabía nada, pero podía averiguar. “Una grúa roja es
fácil –dijo–; si son siempre azules, las grúas”.
Después fuimos a ver a varios tipos más. Uno atendía un kiosco.
Otro era artista plástico. Otro era carpintero, y así. Y a todos quería
meterlos en la venganza contra este tipo de la grúa roja. Nadie lo conocía, al
de la grúa, pero Ramón de algún lado había sacado el nombre y bueno, ahí
andaba, buscando. Como muchas de las cosas que hacía Ramón, todo tenía un aura
extraña. Y era imposible decirle que no.
Buscábamos la grúa roja, preguntábamos. Él, de paso, me
mostraba los lugares en los que solía andar papá cuando era chico, cuando era
adolescente, cuando empezó a tener novias; y paralelamente, casi sin decirlo,
me contaba la historia nunca contada, l a traición que según él todos callaban
. Costaba entender, la ginebra a Ramón le trababa un poco la lengua, y las
frases. Pero una noche, en su casa, desparramó todo con una lucidez asombrosa.
Según Ramón, aquel día papá había viajado a Río Cuarto a
encontrarse con un viejo amigo (su gran amigo, de hecho, por entonces expulsado
de la Fuerza Aérea), y había sido este quien lo había señalado para que el de
la grúa roja lo siguiera y lo entregara en Córdoba. Pero también resultaba que
este viejo amigo era un conocido de todos: Roberto, el hermano de la primera
mujer de Ramón, también hermano de la mujer de Juan Carlos (porque los dos
hermanos de papá, Ramón y Juan Carlos, se casaron con dos hermanas , vecinas
del barrio). Para Ramón, Roberto era el verdadero culpable de la desaparición
de papá. Un delirio, evidentemente. Roberto también era, en cierta forma, un
tío.
Pero esa noche, con el calor sofocante alrededor, y bajo los
efectos de las ginebras que yo también había tomado, no creerle a Ramón era
estar más loco que él . Son esos momentos en los que la locura se vuelve lo más
convincente que se tiene al alcance de la mano. Más en boca de quien en todos
esos días había sido una especie de padre. Ramón habló tanto que llegó a decir
que esa misma noche iba ir a matar a Roberto . De hecho, sacó un revólver de un
cajón y se paseó por toda la casa blandiéndolo, como electrizado . Yo no sabía
qué hacer, y menos mal que él en un momento se sentó y se quedó dormido, porque
juro que no hubiera podido pararlo. Dormido, Ramón era el de siempre: un hombre
desapegado y bondadoso, capaz de cualquier sacrificio por mí o por quien fuera.
Aquel verano yo estaba a miles de kilómetros de entender lo
que pasaba; sin contar que era el tiempo en el que pensar en hacer justicia por
mano propia, aunque hacerlo significara cometer un error infinito, era algo que
estaba en el aire (mucho más de lo que se supone). En su novela Estrella
distante , Bolaño toma ese guante y nockea. También Martín Prieto, en Calle de
las escuelas N° 13 , y Silvia Silberstein, en Bajo el mismo cielo . Ficciones
que afirman los deseos negados de revancha. Y preocupaciones latentes en las
que todos esos “sueños” se volvían mucho más crudos; de mínima, pesadillas.
Y todo terminó ahí. A la mañana siguiente, como si nada
hubiera pasado, como si Ramón ya se hubiera liberado de la historia terrible
que tenía para contar, me despertó y me pidió de acompañarlo a trabajar. En la
recorrida pasamos por los lugares por los que habíamos andado antes, pero Ramón
ahora hablaba de sus clientes.
Sin embargo no me olvidé. Ese año escribí todo en una novela
muy corta y muy triste que tengo ahí guardada (al final, entre varios,
matábamos al tipo de la grúa roja), y al año siguiente hice un viaje de 5000
kilómetros para que uno de los hijos de Ramón me explicara la historia, que por
lo que parece era una historia de odio a su primera mujer, y a su destino .
Ramón buscaba vengarse no tanto de lo que había pasado con papá como de lo que
le había pasado a él. O las dos cosas; como si la desaparición de papá, para
él, hubiera sido el origen, y la causa, de todo lo que le había pasado después.
Cuenta mi tía Ana, la primera mujer de Ramón, que cuando
nací y ellos vinieron a Buenos Aires a conocerme Ramón dijo: “a este chico hay
que cuidarlo mucho , más que a nadie”. A su manera, sé que lo hizo así. Y
aunque no entiendo si lo de aquel verano tuvo que ver con aquella primera
voluntad, lo cierto es que a partir de ese momento entendí varias cosas sobre
papá, y arranqué a escribir.
Mi vida de escritor empieza con las cartas que le escribía a
mi familia de Villa Mercedes, se disgrega en las anotaciones de mi
adolescencia, y se consolida, o cobra forma, después de aquel verano con Ramón
. Si antes me había sentido orgulloso de haber tenido un padre idealista y, en
mis fantasías, ideal, ahora ese orgullo era otra cosa, algo más inquietante,
profundo e inseguro, y me lo había dado Ramón. Algo vivo, quiero decir. Amor,
podría decir, aunque el amor sea tal vez otra cosa, quién sabe qué.
Desde aquella vez, también empecé a ver a mis tíos de Villa
Mercedes como encarnaciones de papá. La venganza que Ramón tramaba no tuvo por
resultado matar a nadie, ni siquiera encontrar una grúa roja, sino detonar el
cuerpo ausente de papá y desparramar su carne, viva, en todas direcciones.
Cuando murió Ramón no llegué a ir al entierro, y lo lamento
hasta el día de hoy. Cuando murió Juan Carlos, el año pasado, sí. Allá fuimos con
mi mujer y mis dos hijos a despedirnos.
Se iba el mayor de los tres hermanos ; el final de una
generación. Durante el velorio, varias veces, pensé que estar ahí era como
estar, por primera vez, frente al cuerpo de papá. Me ofrecieron cargar el cajón
y lo cargué . Era la última semana de febrero, estaba fresco. Esa noche,
Roberto hizo unos pollos a la parrilla para todos; y a la mañana siguiente nos
volvimos. La lluvia, en la ruta, era demencial.
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