Esclavos. Las cadenas del siglo XXI...
El Drama
Dos siglos después del inicio de la abolición de la esclavitud, todavía
existen 27 millones de personas tiranizadas en el mundo. Ninguna conoce la
libertad.
Elena es un nombre falso: tiene 26 años, es atractiva, de complexión fuerte
y se expresa con tanta soltura que parece española, pese a que nació en un país
del este de Europa cuya religión mayoritaria es musulmana. Su pasado atroz
parece sacado de una película de terror. No puede decir quién es, ni dónde
nació; nada de fotografías. Concebida en una familia conservadora, no le
gustaba viajar. Los estragos de la guerra en la antigua Yugoslavia se
extendieron como tentáculos en su país. Las matanzas de varones y la limpieza
étnica llevada a cabo en 1999 truncaron su camino hacia la universidad.
Elena
conoció a una persona de su misma nacionalidad, quien, tras entablar relación
con su familia, le prometió una mejor vida en España, donde residía. Ella se
mostró reacia. Su novio -que viajaba mucho- insistía, hasta que ella quedó
encinta. Tuvo que casarse -por obligación familiar- y, poco después, su marido
le compró un visado legal. Ambos llegaron finalmente a Madrid en 2003. Ella
estaba embarazada de dos gemelos de casi cinco meses. Al segundo día, su mundo
se quebró en pedazos. La persona amable que había conocido se transformó en un
monstruo: le exigió que abortara para ejercer en adelante la prostitución en la
Casa de Campo.
Elena se negó. Y la primera paliza mató a sus hijos antes de nacer. Después
de una breve estancia en el hospital, fue coaccionada para trabajar como
prostituta y se zambulló en una pesadilla. Había caído en una red de tráfico
humano, compuesta por hermanos, primos, amigos de su marido... que controlaban
a decenas de chicas. Desde aquel verano hasta comienzos de 2004 transcurrieron
siete meses infernales. "No existía, ni hablaba con nadie, trataba de alejarme,
adelgacé muchísimo, parecían siete años". Las jornadas agotadoras -desde
las seis de la tarde hasta las diez de la mañana del día siguiente- terminaban
a menudo en palizas al llegar a casa. "Una forma de decirte que te
calles". Pasados los dos primeros meses, la policía detuvo al individuo.
Los traficantes amenazaron con matar a su familia si ella hablaba. Elena pasó
tres días en el calabozo, soportando la presión policial para que denunciase
(de lo contrario, recibiría el mismo castigo que los traficantes o sería
deportada a su país con un informe policial y la obligación de que su familia
la recogiera tras ser informada). "Si lo hacía, sabía lo que iba a pasar.
Pensé: 'Yo me muero, pero mi familia no se toca". Elena explica que los
agentes no podían imaginar que una prostituta hablase cinco idiomas. Pensaban
que les mentía, que había estado mucho tiempo en España. Ahora reconoce que
"se le cerraron puertas" por no haber denunciado.
Su marido fue deportado con una orden de expulsión de 10 años. Regresó en
una semana gracias a un pasaporte con otro nombre. Entraba y salía de España.
Hablaba con la familia de la chica explicando que su mujer "le había
dejado". Aprovechando una de sus ausencias, Elena escapó -700 euros
ahorrados y dos semanas recluida en una habitación- y entró en contacto con la
Asociación para la Prevención, Reinserción y Atención de la Mujer Prostituida
(APRAMP), cuyos agentes sociales habían intentado hablar con algunas de sus
compañeras. El peor momento, recuerda, sucedió cuando recibió una llamada de su
ex marido a través del móvil de su hermano pequeño. El traficante lo había
sacado del colegio a punta de pistola para demostrar que "seguía
ahí". Ella le amenazó con contarlo todo si continuaba acechando a su
familia. Ahora, Elena trabaja como agente social ayudando a otras mujeres
inmersas en infiernos parecidos. No olvida a muchas de sus compañeras que
llegaron a España con pasaportes falsos cuando eran menores de edad, sin saber
que eran objeto de tráfico humano. "Empiezan como yo, pero a los dos años
no tienes una vida; por el día duermes y por la noche estás ahí. Ellas siguen
ahí durante años...".
Svetlana -otro nombre falso- es una joven rusa de ojos azules, pelo rubio y
27 años, nacida cerca de Moscú. Quiere contar su historia, pero sólo acepta
hacerlo en persona desde el centro de día para Mujeres Prostituidas de Alecrín,
en Vigo, una ONG fundada en 1985. Licenciada en historia de su país, ya había
trabajado como camarera -los sueldos de sus colegas universitarios no
sobrepasaban los 100 euros mensuales- antes de leer el anuncio de un periódico
que ofrecía trabajo "legal" en un bar de España. En 2001, Svetlana
probó fortuna en un club de copas de Almería como bailarina de strip-tease. A
los dos meses volvió sin problemas a su país sin haber disfrutado de la
experiencia y acabó los estudios. Tuvo un hijo, y otro anuncio similar la
condujo hasta Madrid en marzo de 2004. Una mujer rusa la recibió en el
aeropuerto de Barajas, desde donde tomaron un autobús hasta Almería. Allí le
pidieron el pasaporte con la excusa de que, una vez firmado el contrato, se lo
devolverían en un par de días. Ella se resistió, sólo al principio.
Llegaron más chicas. Una mujer rusa les explicó que tenían que
"mantener relaciones sexuales con los clientes". Y, en caso de
negarse, se las multaría cada vez con 30 euros. Svetlana descubrió que había
contraído una "deuda" de unos 1.300 euros -el coste del viaje- que
aumentaba por cada requerimiento no satisfecho. ¿Cómo salir de la trampa? Ella
vivía en un piso pequeño con otras cinco jóvenes desconcertadas que no paraban
de llorar. Una de las prostitutas del local -ya veterana- cerraba la puerta con
llave las 24 horas. Ninguna recibía dinero. Svetlana apenas entendía algo de
español; sus compañeras, nada. Un cliente que la había visto, años atrás, en el
bar donde trabajó la primera vez que vino, la reconoció. El dueño del local
pensaba que ninguna de las chicas había estado antes en España y encolerizó.
"Sabían que tenía un hijo, amenazaron con matar a mi familia". Svetlana
tuvo que hacerlo una vez en un cuchitril sin apenas higiene.
Poco después, el dueño entregó el pasaporte a todas las chicas. La policía
irrumpió en el local. Alguien había dado el chivatazo. "Todo el mundo
tenía miedo a decir lo que pasaba y, como teníamos los pasaportes y acabábamos
de llegar, no ocurrió nada". Al irse la policía, las chicas fueron
confinadas en el piso, pero, con los nervios, el dueño olvidó quitarles los
pasaportes. Llamó a una de las prostitutas para recogerlos de nuevo y Svetlana
aprovechó la oportunidad para entregar uno caducado. Su celadora ni lo abrió y
olvidó echar la llave. Svetlana escapó con 50 euros prestados. Detuvo un taxi y
acabó en comisaría. La denuncia logró finalmente la desarticulación de los
traficantes.
Ella tuvo que ocultarse dos meses, pero su secuestro duró una
semana casi eterna. Ahora agradece la labor de la policía. Si accede a contar
su historia, es para animar a las chicas a denunciar su situación.
Etiquetados a menudo como víctimas de trata de blancas, los casos de Elena y
Svetlana demuestran que la esclavitud no ha desaparecido. De acuerdo con el
último Informe sobre tráfico humano del Departamento de Estado de Estados
Unidos, entre 600.000 y 800.000 personas son traficadas cada año; el 80%,
mujeres y niñas; el 50%, menores, a través de las fronteras internacionales. La
organización antiesclavista Free the Slaves estima que, de su explotación, los
traficantes de personas podrían obtener un beneficio de 32.000 millones de
dólares cada año, sólo superado por el tráfico de armas y drogas.
El panorama resulta inquietante. En 2003, por ejemplo, unas 400.000 personas
fueron compradas desde Europa oriental para trabajar en la industria del sexo,
la agricultura o el procesamiento de alimentos. Las redes venden mujeres y
niñas desde Europa del Este y Suramérica para su explotación sexual en varios
países europeos. España es un destino destacado, donde el número de redes
desarticuladas -333 en 2005 y 429 en 2006, según el Ministerio del Interior-
aumenta cada año. Mujeres y niños son secuestrados en Afganistán y vendidos
como servidumbre sexual o laboral en países como Arabia Saudí, Irán y Pakistán.
En Mauritania, los niños son obligados a mendigar durante 12 horas por los
líderes religiosos locales, los marabouts; en Brasil, ocultos en la selva
amazónica, entre 40.000 y 50.000 esclavos trabajan cortando madera, procesando
carne o en las minas de oro. En Indonesia, los niños son secuestrados por
pescadores para la fabricación de redes. Japón es uno de los destinos principales
para las mujeres traficadas para su explotación sexual: el Gobierno proporciona
entrada legal bajo una "visa de entretenimiento" a más de 120.000
mujeres cada año, dejando paso a una nueva remesa de mujeres, forzadas a
prostituirse en la mayoría de los casos. En la India, Nepal y Pakistán, la
esclavitud laboral y el campo, en los terrenos y canteras, atrapa entre diez y
doce millones de personas. Y en Ghana hay casos documentados de esclavos que
trabajan en las plantaciones de chocolate.
El año 2007 es el que marca el bicentenario de la abolición del comercio de
esclavos en el Imperio Británico desde que la Cámara de los Comunes en Gran
Bretaña firmara el acta en 1807; dos siglos después, la situación ha empeorado
claramente. La Organización Internacional del Trabajo de Naciones Unidas estima
que existen en el mundo 12,3 millones de personas que padecen esclavitud. Y es
una estimación conservadora. Las organizaciones locales, sobre el terreno,
elevan esta cifra hasta los 27 millones. Una cantidad que "dobla el número
de todos los que fueron robados de África durante los 300 años que duró el
tráfico de esclavos", asegura Kevin Bales, profesor de Sociología de la
Universidad Roehampton en Londres y presidente de Free the Slaves. Esta ONG se
dedica, junto a otras asociaciones locales -cuyos responsables son calificados
por Bales como "los héroes anónimos"-, a descubrir y liberar esclavos
allí donde existen.
Bales está considerado como el mayor experto del mundo en esclavitud moderna.
Ha viajado por África, la India y Nepal, entre muchos otros, recogiendo y
estudiando centenares de casos. Su libro Disposable People fue candidato al
Premio Pulitzer en 1999. Su última obra, Ending Slavery (Acabar con la
esclavitud, California University Press), acaba de publicarse en Estados
Unidos. La esclavitud no se concebía como tal hace 10 años, explica el autor,
cuando era casi imposible encontrar a una persona que creyera que existen
millones de esclavos a finales del siglo XX.
La imagen enganchada en la mente popular presenta al esclavo como una
persona con los grilletes puestos vendida como mercancía. Pero la esclavitud,
que nos acompaña desde hace al menos 5.000 años, se convierte en el siglo XXI
en una epidemia que adopta mil rostros diferentes.
Desde la perspectiva occidental, los esclavos parecen relegados al Tercer
Mundo -100.000 niños soldado son regularmente drogados y entrenados para matar
en países como Uganda o Sudán, entre otros-, pero lo cierto es que el Tercer
Mundo también está exportando esclavos a los países ricos. En París, según
Bales, podrían existir 3.000 esclavos domésticos. Fue él quien descubrió el
caso de Seba, una chica de Malí liberada en 1992. Con tan sólo ocho años, fue
trasladada a París con la promesa de una educación y estuvo trabajando durante
14 años como esclava en una casa, sometida a torturas y vejaciones por un
matrimonio francés.
En España existe esclavitud sexual y laboral. Las cifras oficiales hablan de
1.337 víctimas esclavizadas sexualmente que presentaron denuncia y 681 casos
oficiales de esclavos laborales en 2005, según el informe del Departamento de
Estado de Estados Unidos. El fallecimiento reciente de un trabajador rumano en
Madrid aplastado por un ascensor destapó la situación de varios compatriotas
suyos que trabajaron en una obra durante 12 horas diarias durante un mes, sin
contrato ni remuneración. En Estados Unidos, las redes de tráfico humano
propician la entrada anual de 17.000 personas que terminan convirtiéndose en
esclavas sexuales o laborales.
¿Cómo es posible que la esclavitud, a pesar de ser ilegal, haya alcanzado un
florecimiento en el siglo XXI absolutamente desconcertante? Existen varias
razones que ayudan a explicarlo.
Una de ellas es la explosión demográfica: la población mundial ha
experimentado un crecimiento exponencial en los últimos 50 años, especialmente
en los países más pobres. El mundo ha pasado de albergar 2.500 millones de
seres humanos a unos 6.700 millones en la actualidad. Esto ha creado una
potencial bolsa de esclavos entre la gente con menos recursos y el precio de
los esclavos ha bajado consecuentemente. Estudios históricos sugieren que el
valor de un esclavo para un terrateniente en los Estados Unidos de 1850 podría
ser equivalente a 40.000 dólares, mientras que ahora se comercia a razón de
unos cien dólares por persona.
Otro aspecto fundamental del drama reside en la corrupción policial y
gubernamental. Si la esclavitud existe en países como Estados Unidos o España a
pesar de los esfuerzos de la policía, describe Bales, en países como Tailandia,
la India, Pakistán o Rusia, la esclavitud sucede muchas veces por culpa de la
propia policía, sobornada por los traficantes. En otros casos, como en el de
Elena, la policía española no supo identificarla como una víctima de la
esclavitud, sino que la confundió con una prostituta más.
El caso de María Suárez, una mexicana que entró legalmente en Los Ángeles en
1976 cuando aún no había cumplido 16 años, es una mezcla de incomprensión
policial, esclavitud y mala suerte. Ella no sabía inglés, pero una mujer le
ofreció trabajo y la llevó a una casa cuyo dueño era una persona mayor, de unos
65 años. Lo que sucedió realmente fue que María había sido vendida.
El hombre mayor aterrorizó a la niña amenazando con matar a sus familiares y
explicando que la había comprado por 200 dólares. Durante cinco años, María fue
violada y utilizada como esclava, sin que pudiera pedir ayuda o hablar con
nadie..., en una ciudad como Los Ángeles. Un vecino irrumpió en la casa y mató
al dueño en una pelea. El asesino pidió a María que escondiera el arma y, como
consecuencia, la joven fue condenada a 25 años por cómplice de asesinato,
acusada de un crimen que no cometió. La policía fue incapaz de reconocer que
estaban ante un caso de esclavitud en su propia ciudad -de hecho, Free the
Slaves denuncia casos de esclavitud laboral en 91 ciudades norteamericanas-.
María salió de la cárcel a los 22 años y medio por buena conducta, gracias al
perdón del gobernador. Su testimonio final -documentado por Peggy Callaham,
reportera de esta ONG- fue éste: "Sólo quería un poco de justicia".
Hoy más que nunca, la gente cruza fronteras. La Organización Internacional
del Trabajo estima que el flujo de emigrantes es de unos 120 millones de
personas. Para David Kyle, sociólogo de la Universidad de California en Davis,
el tránsito de personas que entran en un país de forma ilegal ofrece un
territorio de caza idóneo para las redes de traficantes.
Moldavia, la capital ucrania, es un terreno perfecto para estos depredadores
humanos. El cebo puede ser una mujer que posee un magnífico apartamento en la
misma ciudad que la víctima y con quien contacta por medio de familiares o
amigos; explica que ha conseguido mucho dinero viajando a Europa. Y se muestra
dispuesta a pagar el viaje, corriendo con los gastos y argumentando que la
deuda se saldará posteriormente. "Cuando la víctima llega al país de
destino, se le retira el pasaporte y le dicen: 'Este viaje me ha costado 10.000
dólares y de esta forma es como vas a pagar'. No le dicen 'me perteneces', como
la esclavitud en el pasado. El truco es insistir en que le debes dinero, de
forma que la deuda jamás se satisface".
El tráfico de mujeres y la prostitución están tan ligados, que no se pueden
tratar por separado. Los límites entre ambos son muy borrosos. Un estudio sobre
esta actividad realizado en Vigo por la ONG Alecrín arrojó que el 56% estaba
constituido por mujeres traficadas en contra de su voluntad, que habían
"normalizado" su situación para encontrar una forma de sobrevivir. Su
fundadora, Ana Míguez, es rotunda: "El tráfico humano es el objetivo de la
prostitución", a la que considera "una forma de esclavitud que debe
desaparecer".
Louise Brown, socióloga de la Universidad de Birmingham en el Reino Unido,
ha investigado el tráfico sexual, especialmente en Pakistán. "Existe un
número grande de mujeres que entran voluntariamente en el mercado del sexo,
pero entonces son explotadas y su situación se vuelve muy vulnerable",
asegura. Uno de sus suburbios de Lahore, Heera Mandi, es famoso por sus
cortesanas, objeto de codicia de príncipes y emperadores. Los clientes actuales
son individuos obesos que conducen un Range Rover y llevan un rolex de oro.
Brown -autora del libro The Dancing Girls of Lahore- ha conversado con algunas
mujeres en cuyas familias tradicionalmente se les enseñaban las artes del
entretenimiento, el baile y la seducción. Estas mujeres viajan a lugares como
Dubai, Abbu Dabi o Bahrein. "Cuando llegan allí, se les retira el
pasaporte, por lo que no tienen ningún control sobre lo que les pasa. Luego, a
los tres meses, recuperan la documentación y vuelven a Lahore. Para ellas es
algo muy difícil; no pueden ir a la policía de Dubai a denunciar que han sido
forzadas a la prostitución, ya que pueden ser encarceladas".
En otros lugares extremadamente pobres de Asia, como las colinas de Nepal y
el norte y noroeste de Tailandia, las jóvenes son vendidas para ejercer como
prostitutas con el consentimiento de sus familias, afirma Brown. "El
dinero que las hijas ganan al vender sexo ayuda a mantener estas comunidades.
Los juicios de valor de los occidentales resultan inadecuados. Dondequiera que
haya leyes contra la prostitución, siempre están dirigidas contra las mujeres,
no contra los clientes".
La globalización es otro aspecto a tener en cuenta. De acuerdo con Rey
Koslowski, profesor del departamento de Ciencias Políticas del Rockefeller
College de Política y Relaciones Públicas de la Universidad de St. Albany en
Nueva York, la globalización se traduce en más trabajadores cruzando fronteras
como los motores baratos de economías globalizadas, comúnmente para ser usados
como mano de obra fácil en los países industrializados como Estados Unidos.
"A principios de los noventa, cruzar la frontera desde México atravesando
el río Bravo no costaba más de cien o doscientos dólares", explica este
experto. "Desde 1995, hay más control fronterizo y el precio que hay que
pagar a los coyotes (contrabandistas que pasan ilegalmente a los inmigrantes)
ha subido hasta los 2.000 dólares. Esto atrae a las organizaciones criminales:
la gente no puede pagarles y contrae una deuda".
Un caso particular lo constituyen los trabajadores chinos. Kowsloski asegura
que el dinero que un emigrante chino tenía que pagar por su traslado desde
Fujian hasta su entrada ilegal en EE UU era, en 1993, de unos 35.000 dólares.
Ahora, esa cifra se ha doblado hasta 70.000 dólares. "Pagan unos pocos
miles de dólares, quizá unos 15.000, y se endeudan", explica Kowsloski.
"Caen con más facilidad en las redes de tráfico".
La mayoría de las veces, las víctimas son los niños. La sobrepesca en el
lago Volta, en Ghana (África), ha puesto las cosas difíciles a los pescadores
locales. Algunos incluso llegan a manifestar que han "comprado" niños
por 28 dólares para utilizarlos como esclavos, reparando redes y botes.
Organizaciones como APPLE (siglas en inglés de Association of People for
Practical Life and Education) o la Organización Internacional para la Migración
(IOM) lograron liberar a 600 niños pescadores en 2006, aunque el problema está
lejos de solventarse, como describe Kevin Bales. Para Rey Kowsloski,
"podemos hablar de una nueva clase de esclavitud en el contexto de la
globalización. Se trata de usar a la gente mediante la coacción durante un
tiempo, deshacerse de ellos y conseguir más esclavos. Es una práctica muy
extendida en países en desarrollo donde la gente no cruza las fronteras".
Las proporciones de epidemia de la esclavitud se alcanzan en un país como la
India, donde se antoja crucial el papel desempeñado por las organizaciones locales,
las ONG y los voluntarios. De acuerdo con Free the Slaves, allí podrían vivir
entre ocho y diez millones de esclavos en la actualidad. En su último libro,
Bales describe de una forma extraordinaria cómo se lleva a cabo un rescate de
niños esclavizados en una aldea llamada Nai Basti, en Uttar Pradesh, al norte
de la India. Los trabajadores de los telares donde se fabrican las cotizadas
alfombras indias para la exportación son niños de no más de nueve años. Tienen
una cazuela como retrete, una luz tibia para romper la oscuridad de su cubículo
y al mediodía se les ofrece un cuenco de lentejas aguadas. El polvo de la lana
se introduce en sus pulmones y en la nariz, y sus dedos terminan con abrasiones
ocasionadas por los hilos.
Por la noche, tres hombres aguardan dentro de un automóvil con las lunas
tintadas. Son trabajadores de Asrham, una organización india que lucha para
liberar a niños como los de Nai Basti. Los trabajadores de Asrham han venido
con la policía -un requisito obligatorio si se quiere entrar en una propiedad
privada-, aunque el coche de los agentes espera en una zona más alejada y
discreta. La gente de Asrham es consciente de que, en muchos casos, la policía
recibe sobornos para avisar a los esclavizadores. Por esta causa, cada año,
cinco o seis operaciones de este tipo fracasan; los niños esclavos ya no están
en el pueblo y los negreros aprovechan la ocasión para demandar a estas
organizaciones y quejarse ante la policía.
Tras años de lavados de cerebro y jornadas de 15 horas, los niños esclavos,
pésimamente alimentados, son entrenados por los negreros para que se escondan
cuando la policía o los agentes llaman a sus puertas. El rescate dura 12
minutos y los operarios de Asrham consiguen liberar a 19 niños. Una vez que los
niños son identificados, los trabajadores de Asrham tienen que rellenar los
informes policiales con sus nombres para reconocerlos como esclavos e iniciar
una investigación. El problema, explica Bales, es que la documentación es de
libre acceso; llega a las manos de los propios esclavizadores y sus abogados,
que sobornan algunos policías. En ocasiones, los agentes sobornados avisan a
los negreros de la presencia del padre, el cual es asesinado. Con ello se pone
fin a un informe de un niño esclavo. Los niños quedan libres, pero también
aquellos que los esclavizan.
Para la mentalidad occidental resulta difícil comprender las condiciones de
miseria de donde proceden estos niños. Es una zona de recolección para los
negreros: llegan hasta aquí y ofrecen trabajo a los niños, prometiendo a los
padres futuras ganancias y una educación, anticipando algunas monedas a cambio.
Se calcula que hoy día existen 100.000 niños esclavos en la India dedicados
solamente a la manufactura de alfombras.
Pero la esclavitud allí no sólo alcanza a los niños; decenas de aldeas
enteras trabajan en las canteras. Familias que viven como esclavas durante
generaciones por culpa de una deuda contraída. Una condena que se remonta hasta
el siglo XII. Generalmente, la historia comienza cuando un terrateniente presta
dinero a una o varias familias que no tienen ninguna posibilidad de devolverlo.
"Tienen que poner sus vidas como aval, no tienen otra cosa", explica
Bales. "El terrateniente manipula el préstamo y éste nunca es
satisfecho".
Esta fórmula maquiavélica ha funcionado en aldeas como la de Sonebarsa, en
la región de Shankargahr. Existe allí una región de unos 120 kilómetros
cuadrados en los que se esparcen 46 aldeas sobre un terreno polvoriento que,
sin embargo, es rico en depósitos minerales. Sus habitantes han vivido -y viven
en la actualidad- como esclavos de las canteras. Los hombres rompen la roca sin
protección. Las esquirlas atraviesan la piel. Hieren los ojos. Niños de tres y
cuatro años pasan horas inhalando polvo de mineral. La malaria y la tuberculosis
son frecuentes, y la mortalidad infantil es alta.
Uno de esos esclavos se
llamaba Ramphal. Ahora es un hombre libre, pero esboza una vida de pesadilla.
"Si quería sentarme o levantarme, comer o beber, tenía que pedir el
permiso. La libertad de movimiento era algo desconocido, no sabía que
existiera".
La seguridad de la esclavitud parece a veces mucho más tentadora que la
inseguridad de la libertad, dice Bales. Peggy Callaham recogió en un documental
el testimonio de Munni Devi, una mujer enferma en una aldea del norte de la
India que seguía siendo esclava en 2004. "Sé que está mal, pero no tengo
otra alternativa. Incluso si él abusa de mí, o me golpea. Ésta es mi casa. Es
la única forma que tengo de sobrevivir, ya que no tengo dinero".
Ramphal y su familia -en realidad, toda la aldea- sí encontraron un camino a
la liberación. Todo comenzó cuando recibieron la visita en 1998 de un
trabajador social de la ONG india Sankalp. Pero Ramphal tuvo que pagar un
precio muy alto. En una aldea cercana a Sonebarsa, y asesorados por Sankalp,
sus habitantes lograron reunir el dinero suficiente para comprar la licencia de
explotación de una cantera. Los esclavos mantuvieron una reunión de 3.500
personas, procedentes de otras aldeas, para planificar su liberación. Los terratenientes
esperaron a que se disolviera la concentración y mandaron a sus mercenarios. En
el tumulto murió uno de los negreros. Ramphal y otras siete personas fueron
acusados -falsamente- de asesinato y encarcelados durante ocho meses. El pueblo
quedó destruido, pero un año después, la licencia fue concedida a sus
habitantes, esparcidos por otras aldeas. El lugar fue rebautizado como Azar
Nagar, que significa "Tierra de Libertad". Ramphal es hoy un hombre
libre. Sigue trabajando en la cantera, pero asegura: "Soy dueño de mi
mente, mi propio destino".
Los éxitos de las organizaciones locales invitan a un prudente optimismo, de
acuerdo con Kevin Bales. La globalización, que ha extendido a su manera los
esclavos a través de las fronteras, también esparce las ideas que trabajan en
su contra, como los derechos humanos universales. Las grandes multinacionales
no están implicadas en la esclavitud, aunque una pequeña fracción de los
productos que venden -desde el chocolate, la madera de las selvas brasileñas,
el algodón o los lingotes de hierro- puedan haberse producido mediante trabajos
forzados.
Los 32.000 millones de dólares de beneficio ilícito al año parecen una suma
colosal, pero no es más que una fracción de la economía mundial. Y, aunque
quizá existen cinco millones de esclavizadores, lo habitual es que los
criminales no controlen a más de cuatro o cinco personas a la vez.
El coste de la liberación de los esclavos varía de una región a otra. En la
India rural, el coste para que las familias esclavizadas recuperen su vida
puede oscilar en torno a los 700 dólares. La liberación de un niño en los
campos de Ghana puede costar unos 800 dólares. El apoyo económico a las ONG
locales y a los trabajadores que luchan contra la esclavitud es absolutamente
vital, ya que la liberación es el primer paso para aquellos que desean ser los
dueños de sus propias vidas.
Bales asegura que hay centenares de aldeas en esclavitud sólo en Uttar
Pradesh. "Conozco allí a familias, esclavizadas durante generaciones, que
trabajan en canteras en situaciones terribles", concluye. "Las
mujeres son atacadas y violadas con frecuencia por los propios terratenientes,
en lo que es una esclavitud clásica y horrible. Y, sin embargo, he visto cómo
esos esclavos, sin ayudas ni esperanzas, aprenden a ser libres junto con
activistas de los derechos humanos. Eso me ha enseñado que acabar con la
esclavitud es posible".
El Viaje
Un trayecto sólo de ida: desde la isla de Gorée, en Senegal, hasta América.
Cuatro siglos de negocio y millones de esclavos en barcos europeos. Huellas de
aquel tiempo.
Por Lola Huete Machado
De África occidental a las colonias americanas. Un viaje sólo de ida, todo
pagado, con trabajo asegurado en el destino... Una travesía cargada de
pérdidas, que cambia el paisaje. Y la autoestima. Lo define Amin Maalouf en su
novela León el africano (sobre la ruta de tráfico más antigua, la
transahariana): "No veía ya ni tierra ni mar ni sol ni fin del viaje.
Tenía la lengua salobre, la cabeza llena de náuseas, brumas y dolores. La cala
a la que me habían arrojado olía a rata muerta, a vagras enmohecidas, a los
cuerpos de los cautivos que, antes que yo, habían permanecido en ella. Así que
era esclavo, hijo mío, y mi sangre se avergonzaba".
Fortunas y beneficios económicos aparte, de cuatro siglos, desde el XVI
hasta el XIX, de trata atlántica de seres humanos queda hoy evidencia física,
en el color y la textura de la piel de millones de personas; queda lo cultural,
el mestizaje, lo afroamericano, la melée de lenguas, pensamientos, gustos y
costumbres, la fusión de músicas (el blues, el jazz) y de credos religiosos, la
moda étnica... Todo aquello que se aprecia a pie de calle en cuanto uno se
planta en Nueva York, La Habana o Río de Janeiro... y, hoy más que nunca, ya en
todo el mundo.
Perduran de aquel mercado globalizado triangular
(Europa-África-América-Europa) otras huellas no tan visibles: habladas,
escritas, cantadas, dibujadas, fotografiadas incluso. Se guardan en los museos,
en el cine y la literatura en forma de aventuras marinas de piratas y negreros
(al estilo de las Memorias de un tratante de esclavos, de Theodore Carnot, o de
Los pilotos de altura, de Pío Baroja: "La codicia les impulsaba a no dejar
a los negros en su barco más que un espacio parecido al que ocupa un muerto en
su ataúd"), de contrabandistas y aventureros, de líderes africanos
colaboracionistas, de mercenarios blancos (con la psicología demoledora que
exhala El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad). Rastros que se cobijan
en los relatos orales, en leyendas y mitos, en la autopercepción de muchos
pueblos (los esclavos, los esclavistas), en espacios geográficos que guardan la
memoria de aquel tiempo...
La isla de Gorée es símbolo de todo ello. Situada frente a la costa de
Dakar, en Senegal (y más allá se encuentran Ghana -la costa dorada, paraíso de
los tratantes: hasta 25 fortificaciones europeas se alzaron; la más famosa,
Elmina- y Sierra Leona y Gambia y Liberia...; igual de simbólico también todo
el golfo de Guinea a efectos de ese libre mercado de hombres, mujeres y niños que
iniciaron los portugueses y al que todas las potencias se apuntaron), era Gorée
abrigo en la península de Cabo Verde, la puerta del no retorno, la última
mirada a la tierra natal.
Atrás quedaba lo conocido. De aquel tiempo permanece en Gorée el azul del
mar, el verde de las palmeras y buganvillas, los rojos de la tierra, el calor
pegajoso, el olor y el sabor salado del agua, la línea de la costa en el
horizonte... En su superficie escueta, apenas 28 hectáreas y poco más de un
millar de habitantes hoy, se alzan las mansiones avejentadas en tonos rosados,
antaño propiedad de funcionarios, de potentados (holandeses, franceses,
británicos...), los fuertes militares de sus ejércitos que daban cobertura al
negocio, las murallas a las que les han crecido restaurantes, las casas de
esclavas liberadas casadas con europeos (Anne Pépin, Victoria Albis, Caty
Louette...) que mantenían haciendas y privilegios. Uno de estos edificios es
hoy símbolo del símbolo, la llamada Casa de los Esclavos. Allí, en un cartel,
el guía mayor Josef Ndiaye, una institución en la isla, escribió un día:
"De todas las lecciones que se pueden extraer de la historia de la trata
de seres humanos, la más importante es ésta: 'No hubo revancha".
Las palabras de otro guía, Alioune Kabo, puntualizan en medio del bullicio
adormecedor de voces, pasos, el ir y venir de las olas... "Antes era
fuerza de trabajo lo que buscaban los europeos; luego fueron materias primas lo
que se llevaron...; ahora, de nuevo, se permiten las pateras porque se necesitan
hombres, pero cuesta legalizar, porque eso sería hacernos iguales", dice
ante el pequeño embarcadero desde donde, asegura, hombre a hombre eran
empujados todos hasta los cargueros, los dotados, los que se mantenían en pie,
los que no quebraban, enfermaban o se suicidaban. "Madera de ébano",
los llamaban por disimulo.
"En general, el negro, cuanto más oscuro era y más robusto, valía más.
El negro pálido no producía confianza... Venían al mercado... generalmente
sueltos; pero si eran prisioneros de guerra, cimarrones del bosque o ladrones,
los traían atados... El amo llevaba a su esclavo como un aldeano lleva a su
vaca al mercado o al matadero", escribió Pío Baroja.
La parte superior de la casa, señorial y colonial, está ocupada por paneles
conmemorativos. En uno se cita al dominico Bartolomé de las Casas, que en el
siglo XVI dejó escrita una feroz crítica contra sí mismo en particular, contra
el hombre blanco en general: "Habéis ganado grandes botines y habéis
robado la vida y la tierra a unos hombres que vivían aquí pacíficamente...
¿Creéis que Dios tiene preferencias por unos pueblos sobre los demás...? ¿Acaso
sería justo que todas las gracias del cielo y todos los tesoros de la tierra
sólo a vosotros estuvieran destinados?".
En otro se lee una premisa de los abolicionistas: "El sufrimiento de un
solo hombre es el de la humanidad entera". Este movimiento, primero
religioso, se extendió por el mundo por unas y otras razones éticas y
humanitarias, revolucionarias e ilustradas. Y animó las rebeliones en las
colonias hasta acabar con la liberación e independencia de muchos hombres y
Estados; ayudó luego al retorno de los libertos americanos (entre ellos,
algunos adinerados, muchos emancipados, marineros tan crueles como el que más,
deportados o esclavos rescatados por la Marina inglesa en alta mar cuando el
tráfico era ya ilegal...). Todos ellos se fueron asentando en la misma costa
atlántica de la que partieron siglos antes sus antepasados y se convirtieron en
parte fundamental en la creación de ciudades como Freetown (Sierra Leona),
Monrovia (Liberia) y otras.
En la planta baja, los habitáculos donde se apiñaban los condenados antes de
partir hacia América o el Caribe, hacia las plantaciones de algodón, café o
azúcar. Los visitantes (en su mayoría africanos) mueven la cabeza incrédulos
cuando el guía Kabo explica cómo encadenaban a sus antepasados; cómo castigaban
a los rebeldes o tiraban por la borda a los enfermos; cómo hasta Brasil
(destino estrella) duraba un mes el viaje, el doble al Norte; cómo había
problemas de sitio e higiene en los navíos, y una mortandad muy alta,
especialmente en los españoles; cómo la ausencia de hombres transformó las
sociedades africanas... "Muchos negros estaban obligados a viajar sobre un
lado, replegados sobre sí, sin poder extender los pies. Acostados, sin
vestidos, sobre un suelo muy duro, traídos y llevados por el movimiento del
barco, su cuerpo se cubría de úlceras y sus miembros no tardaban en ser
desgarrados por los hierros y las cadenas que los tenían atados unos a
otros", describe Baroja.
De lo vivido por los 13 millones de esclavos -imposible saber cuántos fueron
los muertos- transportados hasta que los británicos prohibieron el tráfico
atlántico en 1807 (a partir de entonces se intensificó la actividad en la
tercera ruta, la oriental; otros 12 millones de esclavos, se calcula, se
movieron hacia Asia y los países árabes), se puede contemplar hoy mucho dibujo,
grabado o litografía. Algunos de ellos cuelgan en la misma Gorée, en las salas
del museo histórico, en el fuerte D'Estreess.
Los hay de reyezuelos africanos abasteciendo de mercancía a los negreros
(algunos pueblos fueron grandes proveedores, como los del imperio ashanti, y
otros se negaron a participar del negocio, como los diolas y los balantas, de
Senegal); de columnas de hombres marchando presos; de los huidos, que eran
muchos... y las persecuciones. Abundan las escenas de rebeliones en cargueros,
que aumentaron y se brutalizaron según corrían los siglos (así lo recogen las
bitácoras); las del bullicio en grandes puertos europeos (Nantes, Liverpool...)
y americanos; los esquemas de distribución de los buques atestados... O ese
otro dibujo a pluma en el que alguien ha pintado un grupo de pies perfectos,
dedos finos, elegantes, delicados... unidos y condenados por las argollas a un
mismo destino.
Quedan de aquel tiempo evidencias a modo de permisos, certificados,
informes: sobre la vida cotidiana y el mercadeo en las colonias, sobre el
estado sanitario de los embarcados, las publicidades de agentes de negros que
se dedicaban a su compraventa (negrobroker, como Ellis and Livingston los
llamaban) o recibos de inspecciones portuarias. "97 hombres, 39 mujeres,
44 chicos, 25 chicas, 3 muertos, se lee en uno de la Public Librery de
Liverpool. Existe también testimonio en imágenes, al calor del desarrollo de la
fotografía en el siglo XIX. De grilletes, esposas, barras de justicia,
collares, sujeciones en múltiples formas para múltiples partes de un cuerpo. De
rostros y ojos asustados de negros y mulatos de toda edad, sexo y condición. De
las subastas en los mercados en los que se garantizaba 100% la calidad del
producto...
Hay una en la casa museo Wilbeforce de Hull (Reino Unido), cuna del
abolicionismo, que lo dice todo: un hombre anciano, canoso, camiseta blanca y
túnica a rayas, al estilo de lo que uno imagina debía de ser el protagonista
del best seller de Harriet B. Stowe La cabaña del tío Tom, escrito en 1852 (a
quien el presidente Lincoln recibió en la Casa Blanca y dijo: "¡Así que...
usted es la mujercita que escribió el libro que hizo estallar esta gran
guerra!"), posa ante la cámara mientras apoya con naturalidad sus manos
encadenadas en la argolla que le rodea el cuello y mira, sin esperanza, a los
lejos. Sabemos que se llama Hannibal o William, que es un excelente sirviente, que
está en la treintena. Lo indica un cartel a sus pies y añade: To be sold and
let, by public auction, on Monday the 18th of May, 1829, under the trees (Se
vende o alquila en subasta pública, el lunes 18 de mayo de 1829, bajo los
árboles). Bajo ellos, seguramente, debió de ser vendido ese día.
© Escrito por Luis Miguel Ariza el Viernes 02/11/2007 y publicado por el Diario El País de Madrid, España.
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