El mundo después de Hiroshima…
Nube atómica sobre Nagasaki. Los explosivos de uranio-235 provocaron al menos 200.000 muertos al
instante, y muchos más en los años siguientes. Fotografía: Getty ImagesLa narrativa dominante sostiene que
las bombas atómicas «acortaron la guerra» y «salvaron vidas». Pero ¿es
realmente así? Documentos desclasificados décadas después revelan que Japón ya
estaba buscando una rendición negociada antes de agosto de 1945. Lo que se
probó en Hiroshima y Nagasaki no fue solo la eficacia de un arma, sino la
voluntad de usar el terror como herramienta política.
El piloto Claude Eatherly, uno de
los tripulantes del Enola Gay, pasó el resto de
su vida atormentado por lo que había hecho: «Soy el hombre que ayudó a masacrar
a cien mil personas en un solo día», escribió en sus cartas. Su caso, analizado
por Günther Anders en El piloto de Hiroshima,
expone la contradicción humana: cómo individuos moralmente sensibles pueden
participar en crímenes atroces cuando el sistema los convence de que «no hay
otra opción».
En la novela La desaparición de Majorana,
de Leonardo Sciascia, un científico que ha logrado ver hacia donde llevan los
cálculos para controlar la energía atómica elige diluirse entre los vivos: se
ha asomado al abismo y prefiere no ser responsable de lo que va a suceder. Los
Estados, en cambio, pueden hacer desaparecer la verdad y los dilemas éticos
bajo capas de documentos y manipulaciones, en nombre de la razón de Estado.
Con el paso del tiempo, ciertos
crímenes se vuelven «parte del paisaje», aceptados como un mal necesario. Algo
similar ocurrió con Hiroshima y Nagasaki: el asesinato masivo se normalizó bajo
el eufemismo de «daño colateral». El lenguaje, como siempre, fue cómplice.
El argumento de «salvar vidas» es
engañoso. Implica que algunas muertes son aceptables si evitan otras peores.
Pero, ¿quién decide qué vale más? ¿Dónde está el límite? Anders lo plantea con
crudeza: «Si aceptamos que el fin justifica los medios, entonces no hay crimen
que no pueda ser excusado».
Hiroshima y Nagasaki no fueron solo
un acto de guerra, sino un experimento sobre la capacidad humana de destruir. Y
lo más aterrador no es que haya ocurrido, sino que hoy seguimos justificando lo
mismo bajo otros nombres: «Guerra preventiva», «intervención humanitaria»,
«seguridad nacional».
Recordar Hiroshima y Nagasaki no es
un ejercicio de nostalgia, sino un acto de vigilancia. Si la memoria no es un
refugio, sino un campo de batalla, allí las sombras de las víctimas siguen
exigiendo justicia.
El peligro no está solo en las
armas nucleares, sino en la indiferencia con la que las aceptamos. En cómo nos
acostumbramos a que el fin justifique los medios. En cómo normalizamos lo que
nunca debería ser normal.
«El pasado no está muerto, ni
siquiera es pasado», decía Faulkner. Hiroshima y Nagasaki no son solo historia:
son una advertencia.
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