Estúpida y sensual xenophobia…
Argentinos nacidos en Europa descansan de a
quinientos por metro cuadrado en un palacio de arquitectura neorrenacentista
previo a salir a trabajar la tierra de San Telmo.
Samuel nació en
Caracas hace 28 años. Llegó a la Argentina por primera vez de vacaciones y se
enamoró de Buenos Aires. Años después, harto de la situación de su país y
viendo que estaba al borde de la pobreza teniendo un trabajo que en cualquier
otro país le permitiría llevar una vida holgada, vendió lo último que le
quedaba –su “carro”– que, por esas cosas de las diferentes cotizaciones del
dólar, le alcanzó para pagarse dos pasajes. Llegó a Buenos Aires con su esposa
de manera legal, por el aeropuerto de Ezeiza y con los papeles en la mano.
Tanto él como su
esposa tienen dos títulos universitarios cada uno. Ella trabaja de mesera en un
bar de Palermo por unos pocos pesos más la propina. Él atiende un kiosco de
siete de la tarde a siete de la mañana del día siguiente. La semana pasada fui
testigo del primer comentario despectivo que recibió cuando un señor muy bien
vestido le recriminó que le quitara el trabajo a los argentinos. Como si algún
argentino con dos títulos universitarios aceptara atender un kiosco doce horas
por noche seis días a la semana. Como si hubieran echado a un ingeniero para
darle el puesto.
La primera vez que me llamó la atención la
inmigración fue a mediados de los años noventa, cuando a Buenos Aires empezaron
a llegar oleadas de bolivianos. El motivo principal por el que les presté
atención obedece al más sencillo principio del asombro: no cumplían con el
parámetro de porteño medio. De rasgos aborígenes, vestidos con ropas de colores
insoportablemente estridentes y las mujeres con sombreros. No hubieran
pasado desapercibidos ni con niebla.
Hoy, en tiempos en los que muchos se
preocupan humanitariamente por el conflicto sirio o porque nadie llora por
los muertos del huracán de Haití –que con la guita que recibe después de cada
desastre ya debería tener la infraestructura de Dubai– nos hacemos bien
los boludos con la inmigración silenciosa del hambre venezolano. Rostros
europeizados en su mayoría, salvo que se pongan a hablar, ni nos enteramos de
que no son de acá. Pero si alguno se pone a charlar con ellos –y no para
pedirles que se vuelvan a su país– puede encontrarse con una realidad
tristísima: el éxodo de gente que vende lo poco que le queda para poder irse
del país al que aman. No es un detalle menor, ya que esos que pueden irse son
los afortunados.
Natalín usa un ambo verde en la guardia de una clínica
privada céntrica. Sí, es médica. Charlando con ella uno puede sacarse todos los
prejuicios de encima –si hay algo que nunca sobra en ningún país son médicos– y
anoticiarse que no vino al país para estudiar, sólamente, sino que vino a
cumplir con los años de residencia que necesita para poder ejercer la medicina
en su país, Colombia. Le pagan en blanco, tributa ganancias, paga el 21% de IVA
en cada compra, usa el transporte público, alquila. En Colombia tendría que
pagar para ejercer la medicina hasta sumar los años necesarios en un sistema
perverso. Aquí trabaja.
Lo de la xenofobia argentina
debería ser un tema para tratar en terapia. A veces solapada por la culpa,
otras oculta tras la corrección política, otras tantas a flor de piel cuando
necesitamos culpar a alguien por lo que otro nos sacó, el desprecio selectivo a
quien no es de acá, es un asunto que se cuela alguna vez en todas las familias.
En todas. Entre mis ocho bisabuelos sumo tres nacionalidades distintas y
ninguna es inca o querandí. Ni siquiera tengo una gota de sangre española como
para reclamar derechos naturales y coloniales. Y a excepción del puñado de 100
apellidos patricios y los pocos aborígenes no mestizados que quedan en el
territorio, el resto de los argentinos llegó o nació de los que llegaron tiempo
después. Mucho tiempo después.
Uno de mis abuelos nació en un conventillo.
Está claro que el poder adquisitivo de su padre no podría costear los tributos
al Estado que pudieran justificar el uso del pupitre en un establecimiento
educativo. Pero tuvo educación primaria, secundaria y terciaria. Su hermana se
recibió de abogada en la UBA. Mi otro abuelo no pudo terminar sus estudios,
pero la realidad de un país en el que nadie le preguntaba la nacionalidad antes
de darle un empleo lo hizo salir adelante y brindarle educación a sus hijos.
Nota al margen: ninguno de mis abuelos se salvó del “tano de mierda”.
Ya sé, me van a venir con que la sociedad
era distinta porque un europeo encajaba de lo más lindo en este paraíso de
mansiones de la calle Alvear. Por eso terminaron todos viviendo en casas
levantadas como pudieron en terrenos en Loma del Orto y laburando de albañiles,
zapateros, verduleros y otros oficios propios de la nobleza europea y fueron
tratados como aristócratas con títulos nobiliarios como Moishe tacaño, Gaita
ignorante y Tano bruto.
Un cacho de cultura tributaria. La
educación pública en Argentina se financia con presupuesto estatal, en su
mayor parte con recursos de libre disponibilidad. Esto quiere decir que se lo
banca con impuestos en general, que no hay un producto o tributo específico que
diga “mantenimiento educativo”. En una época lo hubo: en 1999 el Estado creó el
“impuesto docente” mediante el cual los que tenían auto pagaban un tributo
destinado, básicamente, a borrar la carpa blanca de la plaza de los Dos
Congresos.
Al no existir un tributo directo, cualquier
boludo que compra un alfajor, un champú, un dentífrico o una botella de
gaseosa, está dejando poco más de un quinto de su precio en Impuesto al Valor
Agregado. Y no es poca cosa: nuestro 21% es el sexto IVA más caro del
mundo, sólo superado por los países nórdicos y Uruguay, donde tienen
22 puntos de IVA, pero son tantos los productos exentos que en la canasta
mensual tiene menor impacto que el argentino.
La presión impositiva en nuestro país es
insoportable. Lo sabemos y lo padecemos. Muchos ponen el grito en el cielo
y ratifican su postura al saber que el impuesto inmobiliario también forma
parte de la recaudación y eso es algo que se puede utilizar para financiar la
educación pública. Relax, estimado lector: el inmigrante no es de residir en
una alcantarilla, y, por lo general, el que viene a estudiar es
de alquilar. Como todos saben, aunque la ley diga lo contrario, los que
alquilan se hacen cargo de pagar los impuestos inmobiliarios y municipales.
A ello hay que sumarle que para
poder mantenerse en la Argentina requieren de alguna de estas dos opciones: o
reciben remesas de sus padres, que no es otra cosa que dinero contante y
sonante que ingresa al país para circular en el comercio y terminar en buena
parte recaudado por el Estado en impuestos, o trabajan. Y si laburan y no pagan
el impuesto a las ganancias es porque cobran miseria. Para redondear, los que
están en blanco pagan aportes patronales para una jubilación que, si se vuelven
a sus países una vez finalizados sus estudios, no cobrarán never in the
puta life.
Del otro lado de la misma moneda nos
encontramos con el debate que algunos quieren dar también amparados en la
falta de sentido común: el caso de los que provienen de familias pudientes y
van a la universidad pública. Son los que el viernes a la noche estacionan el
cero kilómetro en las inmediaciones de la facultad y faltan alguna que otra vez
porque se fueron a pasar el fin de semana a Long Beach. Suponer que no se
merecen la educación pública es, nuevamente, no entender que, si son los que
más tienen, son los que más gastan y, por ende, los que más aportan al tesoro.
¿Por qué impedirles que utilicen una universidad que también financian?
Lo que sí es cierto es que muchos de los
que ingresan a la universidad pública provienen de una educación primaria y
secundaria privada. Estadísticamente, los que provienen de la educación pública
son los menos y esto habla de distintas necesidades: el desastre del nivel
educativo y la necesidad de salir a laburar full time picaban en punta hasta
hace unos años. Hoy comparten el trono con las ganas de no hacer un choto.
Sí, es cierto que muchos avivados se
aprovechan de las bondades de Argentina, pero no por nuestra legislación
generosa que proviene de nuestra Constitución Nacional, sino por la falta de
controles en la aplicación de la normativa. El ejemplo de los tours de salud
que provienen de países limítrofes para atenderse en hospitales públicos con
turnos que les sacan desde agencias de turismo, o los simpaticones que llegan
al país, se toman un terrenito, y luego exigen que se los den o, en el mejor de
los casos, se los vendan, que lo quieren pagar, como si estuviéramos en un
universo paralelo en el que una propiedad se puede pagar en 550 mil cuotas de
veinte pesos. Ni que hablar de los que cruzan el Pilcomayo, cobran el plan,
votan y se vuelven a Paraguay. Solo un tuerto emocional puede cruzarse con un
laburante o un estudiante extranjero y recriminarle la toma de terrenos o las
chantadas clientelistas norteñas.
Ahora que está de moda revolearnos
estadísticas por la cabeza, también hay que agregar que el 5,7% de todos los
presos que tienen el sistema penitenciario argentino es extranjero. Como suena
bajito, digámoslo al revés: el 94,3% de los presos de Argentina son argentinos.
94 personas y dos brazos de cada cien. Nueve personas y un torso de cada
diez. O sea: en el único rubro en el que existen estadísticas reales para
afirmar si nos sacan lugares de privilegio, es en el penitenciario. Y no, ahí
les ganamos por paliza y nadie nos quita una celda para dársela a un foráneo.
Puedo entender otro tipo de soluciones que
se podrían aplicar para paliar nuestra necesidad de culpar a otros por nuestros
problemas, como arancelar la universidad para quien viene de afuera, o enviar
el resumen de gastos hospitalarios a las respectivas embajadas de cada
ciudadano del mundo, pero nuestra Constitución Nacional lo impide. Lo que sí es
remarcable es que, todos aquellos que dicen que no se puede comparar esta
inmigración que viene a utilizar nuestras universidades con las de nuestros
abuelos, tienen razón: a nuestros abuelos el Estado les dio alojamiento, abrigo
y comida, les buscó trabajo y les facilitó los trámites con ese temita del
idioma. Ah, además les permitió usar la salud y la educación pública.
Nunca terminaré de entender esa cosa de
recordar las raíces europeas de nuestros abuelos –que, si tan aceptados eran
en sus países de origen, no tendrían que haberlo abandonado contándose las
costillas del hambre–, mencionar nuestro pasaporte italiano/europeo en alguna
que otra charla, y ratificarnos ultra nacionalistas para delirar a Brasil en un
partido de fútbol o cada vez que aparece un tipo que habla con acento de
telenovela y cuyo único pecado cometido es el de haber llegado después que
nosotros.
Y todos nos hacemos los boludos
con los destrozos de nuestros manifestantes vernáculos, de los robos,
estafas y homicidios de nuestros compatrióticos compatriotas. Y mejor ni hablar
de los problemas que generaron, generan y generarán nuestros políticos bien
argentinos, en nombre de la Patria, ésa que nos ponemos al hombro cada cuatro
años, siempre y cuando a la selección le vaya bien, o cuando vemos a una
persona que habla el castellano con un acento extraño, sea venezolano,
colombiano o correntino. Parte de nuestra idiosincrasia: si no se le entiende
nada, lo vemos con otros ojos, aunque sea un mafioso ucraniano. Sólo por dar un
ejemplo, desde 2013 ingresaron 25 mil ciudadanos italianos a la Argentina para
probar suerte.
A diferencia de nuestros abuelos, vienen
instruidos, con título y experiencia. Si no fueran físicamente idénticos al
porteño promedio, serían el terror del nacionalista.
Supongo que está inexplicablemente
en nuestra cultura. Vienen a quitarnos los trabajos que rechazamos, las
camas de los hospitales que no usamos y los pupitres de las universidades de
las que egresan sólo el 14% de quienes se inscribieron. Nadie saca
cuentas de cuánto le cuesta al Estado cada estudiante crónico, ni mucho menos
se hacen eco de la última encuesta universitaria de la UBA en la que el 84% de
los alumnos se manifestaron a favor de un examen de ingreso.
Pero en definitiva, son detalles. Después
de todo, con nuestra plata hacemos lo que queremos, qué carajos.
Martedì. “Patriotismo es tu convencimiento de que este país es superior a
otros sólo porque tú naciste en él”.
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