domingo, 10 de agosto de 2008

No hay motivo para engañar a los chicos....

Pequeño Lanata ilustrado. A los siete años...


Nunca sabemos, exactamente, qué hacer con ellos.

Tienen tanta luz que nos cuesta verlos. A veces los tratamos como adultos, otras como tontos, y ellos no paran de ponernos a prueba porque necesitan saber cómo es el mundo. A veces los inventamos, en lugar de descubrirlos, porque inventar es, siempre, más tranquilizador: sabemos dónde llegar y caminamos hasta ahí.
Descubrir es azaroso. Les enseñamos a caminar para pedirles luego que se queden quietos, les pedimos que sueñen, pero con horario de oficina (“Ahora ya eres grande, hijo mío. Deja de fantasear”, le dice el padre al protagonista de La historia sin fin). A veces son la excusa demagógica perfecta:

– Yo aprendo mucho de mis alumnos de cinco años… – dice la maestra que parece tener poco para enseñarles.

– Lo único que no hago es emborracharme con el pendejo – dice el padre que no pudo ser tal y, culposo, decidió ser amigo de su hijo.

Casi siempre los condenamos al amor condicional: voy a quererte si sos lo que quiero, si te parecés a mí. Nos desespera verlos como personas: pueden ser, como mucho, versiones mejoradas del software original, una especie de papá-mamá 2.0, pero sólo compatibles con nosotros.
Nos divierte que jueguen a ser grandes, pero que sólo jueguen:

– ¿Tenés novia? – le pregunta la vecina al nene de ocho años.

– ¿Tenés novio? – le preguntan a la beba de tres, que no conoce la palabra pero sabe que al decir que sí, todos estallarán de risa.

En el colegio es peor: todos les plantean preguntas ajenas y muy pocas veces intentan ayudarlos a responder las propias. Los niños intuyen que se trata de repetir letras ajenas y así lo hacen, desesperados por la aprobación; así premiamos al niño-monstruo, al mejor adaptado, al más extraño, al peor extranjero de su propia niñez, al que habla como un ingeniero civil a punto de jubilarse.


– ¡Seremos como el Che! – gritan con el puño en alto los niños cubanos, pañuelo rojo al cuello y gorra militar.

Los niños con respuestas de adultos siempre son niños tristes. La vida me empujó de la infancia a la juventud, y sé de qué se trata: ni el sueño ni la vida se recuperan, lo que no fue se convierte en melancolía del pasado, imaginaria tristeza por lo que no estuvo. Fui también padre separado y recorrí con Bárbara todas las plazas de la ciudad: allí pude ver, por primera vez, cómo los adultos insultan a los niños:

– ¡Mirá el boludo éste! – grita un padre.


– ¡Dale, tarado, saltá! – ordena otro.

He escuchado, también, a padres con educación terciaria, defender la teoría del “chirlo correctivo”: si el chirlo corrige un error menor, la trompada remediará uno más importante, y una descarga eléctrica uno grave, ¿no?

La delgada línea que sostiene el respeto es muy difícil de reconstruir: el insulto – ni hablar, claro, del resto – vuelve presente la sensación de abuso físico: soy más grande que vos, puedo callarte.

La relación con ellos está plagada de cortocircuitos: el padre que protesta por la corrupción pero falsifica los vales de nafta del trabajo, la madre que pontifica sobre el amor y le cuenta a la hija de sus coqueteos. A veces actuamos frente a ellos como si no estuvieran ahí, mirando. Como si no entendieran lo que ven.

Son chicos.
Decidimos, por comodidad, que los van a educar en el colegio.

Nos equivocamos. Nada logrará el colegio que la casa desautorice; en el mejor de los casos el colegio hará posible que caminen por la selva evitando el peligro, o que sepan descubrir un atajo. El resto, la vida, el amor, la muerte, la confianza, la soledad, los sueños, suceden en la casa.
Y todo lo demás: también queremos matarlos, disolverlos en ácido, son insoportables cuando gritan o se encaprichan, nos ponen a prueba todo el tiempo y es terrible descubrirse extorsionándolos (“O hacés tal cosa o…”) y es atroz, absolutamente atroz, que no haya manual alguno, ninguna regla, ninguna ley, ningún saber incuestionado que dé una solución.

Pero el otro día alguien me preguntó si creía en Dios, y solté sin pensarlo un segundo:


–Claro que creo. ¿Cómo no voy a creer?

Existen los chicos.
De modo que perdón a los niños por no estar a su altura y ojalá algún día nosotros, los grandes, seamos merecedores de ese nombre.

Luiggi Capomasi en 1953...

“No hay ningún motivo válido para engañar a los niños” (Bertrand Russell)

© Escrito por Jorge Lanata y publicado en el diario Crítica de la Argentina el domingo 10 de agosto día 2008.

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