La vida es un tablero de ajedrez en donde los cuadros blancos son los días y los cuadros negros son las noches... Nosotros, somos las piezas que vamos de aquí para allá para caer al final en el cuadro de la nada... De Alguna Manera... Una Alternativa…
Las Malvinas y el
Plan Cóndor, en el centro de un escándalo mundial de espionaje…
Los dictadores Pinochet y Videla, entre los
espiados por la CIA a través de Crypto AG.
Cómo Estados Unidos
le brindaba inteligencia militar a Gran Bretaña durante el conflicto militar. Documentos
secretos revelaron que 120 países contrataron las máquinas codificadoras de
mensajes de Crypto, que en secreto pertenecía a la CIA y a los servicios de
inteligencia alemanes.
Una
aceitada trama de espionaje permaneció oculta durante más de 50 años sin
levantar sospechas. La CIA y los servicios de inteligencia de la entonces
Alemania Occidental controlaban a una compañía suiza, Crypto AG, que fabricó y
vendió dispositivos de encriptación de mensajes a más de 120 países. Dentro de
esa larga lista se encontraba Argentina. Una extensa investigación del
Washington Post , la cadena de televisión alemana ZDF y la suiza SRF reveló que
las máquinas "pinchadas" de Crypto le permitieron a la CIA, entre
otras cosas, seguir de cerca a las dictaduras en América Latina, y brindarle
inteligencia militar a Gran Bretaña durante la guerra de Malvinas. A casi 38
años del conflicto armado, las islas volvieron a ser noticia por distintos
motivos: primero, el secretario de Malvinas, Daniel Filmus, confirmó que
Argentina firmará un nuevo acuerdo para continuar con los trabajos de
identificación de las tumbas de soldados enterrados en el territorio, y este
martes, cuatro ex militares fueron procesados por imponer torturas y
estaqueamientos a soldados conscriptos, delitos calificados como de lesa
humanidad.
Pero,
¿cómo se llegó a los documentos desclasificados? "El Washington Post ha
obtenido un documento aún clasificado gracias a una filtración. Se trata de una
historia secreta: la llamada Operación Tesauro o Rubicón implicaba comprar y
operar secretamente por la CIA y el BND (Servicio Federal de Inteligencia
alemán) a Crypto AG como una empresa independiente, neutral y de alta calidad
de equipos de encriptado". Así explica el mecanismo de espionaje Carlos
Osorio, director del Proyecto Cono Sur del National Security Archive (NSA), que
desde Washington dialogó con Página/12.
Pero la
realidad estaba lejos de esa supuesta neutralidad. "Las máquinas de Crypto
AG estaban todas amañadas de manera muy sofisticada, permitiendo a las agencia
de inteligencia descifrar las comunicaciones de cerca de 120 países",
menciona el investigador nacido en Chile. En 1970, la CIA estadounidense junto
al BND alemán se convirtieron secretamente en propietarios de Crypto AG, dato
que ignoraban los estados contratantes del servicio. En esos años, la compañía
vendió miles de máquinas de encriptación, llegando a facturar millones de
dólares. Un negocio redondo.
La CIA
y el Plan Cóndor
El
National Security Archive con sede en Washington comparte la misma sigla con la
National Security Agency estadounidense (NSA), aunque muy distintos fines. Bajo
el mando de Osorio, la institución logró acceder a documentos clasificados que
mencionan especialmente al espionaje sufrido por los países miembros del Plan
Cóndor, con el que Argentina y otras dictaduras latinoamericanas de las décadas
de los 70 y 80 pretendían eliminar a sus adversarios políticos.
Las
nuevas filtraciones presentadas por el Washington Post le permitieron al NSA
retomar, y confirmar, algunas líneas de investigación previas. Los cables de la
CIA a los que tuvo acceso el archivo son categóricos.
Por
ejemplo, durante la reunión inaugural del Plan Cóndor, organizada por el
régimen de Augusto Pinochet en noviembre de 1975 en Santiago de Chile, los
militares al mando de cinco dictaduras del continente (Argentina, Uruguay,
Paraguay, Bolivia y Chile) firmaron un acuerdo para emplear un mismo sistema de
encriptado. Varios años después se supo que era el de Crypto AG.
Cable
de la CIA desclasificado por la NSA: “Sistema de Comunicaciones empleado por la
Operación Cóndor.
Dicho
sistema "estaría disponible para los países miembros en los siguientes 30
días, con el entendimiento de que podría ser vulnerable. Será reemplazado en el
futuro por máquinas criptográficas que serán elegidas de común acuerdo",
dice el documento compartido por el NSA en relación a dicha reunión. Es decir,
los mismos que ofrecían las máquinas reconocían posibles fallas.
La CIA
describía a la máquina de cifrado como "similar en apariencia a una vieja
caja registradora que tiene números, manijas deslizantes y un dial operado
manualmente que gira después de cada entrada". Sin embargo, a fines de
1977, la bautizada Red Condortel, que permitía un contacto más fluido entre las
dictaduras latinoamericanas, se actualizó con dispositivos de cifrado más
modernos. Aunque los problemas lejos de disiparse se multiplicaron.
Equipo
Crypto CX-52 - Sitio web de la NSA
Un
capítulo aparte dentro de esa historia de engaños y traiciones lo merece
Argentina. Según los cables a los que accedió el Washington Post, en 1982 la
administración de Ronald Reagan aprovechó la absoluta dependencia argentina del
equipo de Crypto AG para escuchar comunicaciones privadas primero, y colaborar
con los ingleses durante la trágica guerra de Malvinas después.
"Incluso
los dictadores fueron espiados en aquellos años. No me sorprende que la CIA
espiara a Argentina durante la guerra de Malvinas, porque ya sabemos cómo han
terminado aliados con cada régimen dictatorial en América Latina",
sostiene la periodista y escritora Stella Calloni. "La información
revelada por el Post dice que fue a través de Crypto AG que la CIA se enteró de
todos los movimientos de Argentina durante el conflicto de Malvinas y que
compartió esa información con Inglaterra. Nosotros sólo conocíamos el rumor.
Hoy eso se pudo probar", agrega por su parte Osorio desde el NSA.
La
revelación hecha a casi 38 años de la guerra de Malvinas fue confirmada por la
filtración de otro documento desclasificado por la NSA que incluye el
agradecimiento de la por entonces primera ministra británica, Margaret
Thatcher, "por la cooperación de los Estados Unidos en asuntos de
Inteligencia y el uso de la isla de Ascensión", enclave fundamental para
coordinar los ataques ingleses por la vía aérea. En general, los nuevos cables
presentados por el Post hablan sobre la inteligencia obtenida de la operación,
pero proporcionan pocos detalles sobre su contenido y cómo esa información fue
utilizada.
"El
engaño funcionó"
Sorpresivamente,
hubo un momento en que el gobierno de facto argentino sospechó que algo raro
pasaba con sus comunicaciones. Luego del conflicto armado, Argentina descubrió
una falla de seguridad en el antiguo aparato utilizado para codificar mensajes.
Crypto AG envió enseguida un representante a Buenos Aires para que lograra
convencer a los militares de las bondades del sistema. El elegido fue Henry
Widman, un matemático de origen suizo especializado en criptología.
"El
asunto no era sencillo", destaca uno de los documentos desclasificados de
la CIA. Widman sabía que los algoritmos habían sido manipulados, pero la
maniobra había sido ejecutada "con una prominencia técnica" tal que
garantizaba que el hackeo fuera "imposible de detectar mediante las pruebas
estadísticas habituales". Los espías de la CIA celebraban las
"virtudes" técnicas del sistema desarrollado por Crypto AG: "El
engaño funcionó. Los argentinos tragaron con dificultad, pero continuaron
comprando los equipos".
Fragmento de uno de los documentos
desclasificados por Washington Post
Con
la sabiduría propia de quien invirtió décadas investigando estos temas, Calloni
cree que las revelaciones del Post representan la génesis de procesos que hoy
se replican en Latinoamérica, por ejemplo, bajo la figura del lawfare.
"Hay nuevas tecnologías de espionaje, pero el asunto de base es el plan
maestro que establece sobre nosotros el mismo esquema de guerra contrainsurgente
de décadas pasadas", agrega la autora de "Evo en la mira",
reeditado recientemente por Página/12. "Ellos saben conspirar muy bien y
nosotros solo podemos arreglar lo que ellos rompen", observa la escritora,
a medio camino entre la risa nerviosa y la resignación.
A 30 años del juicio a las Juntas, homenajean al fiscal
Strassera en el BAFICI…
La conmemoración se realizó durante la presentación del
film “Un juicio inadvertido”, del director Pablo Racioppi. Protagonistas y
testigos directos de ese histórico momento participaron del evento.
A
treinta años del comienzo del juicio a las Juntas militaresde la
última dictadura, el BAFICI ofició el miércoles 22 un homenaje al fiscal de ese
histórico proceso, Julio Strassera, con la presentación del documental sobre su vida,“Un
juicio inadvertido”, y una mesa de debate en la que
participaron integrantes de la Conadep, exjueces y personalidades que
participaron de distintos modos de aquel enjuiciamiento.
El
encuentro tuvo lugar en el Palacio de Tribunales, en la Sala de Derechos
Humanos, el mismo lugar donde décadas atrás fueran enjuiciados Jorge Videla,
Emilio Massera, Roberto Viola, Armando Lambruschini, Orlando Agosti,Omar
Graffigna, Arturo Lami Dozo, Leopoldo Galtieri y Jorge Anaya.
Acasi dos meses de su muerte, el fiscal Strassera, principal referente del Juicio, fue recordado por el
panel que participó de la exposición, entre los que se encontraban los
excamaristas Ricardo Gil Lavedra, Jorge Valerga Aráoz, León Arslanián y
Guillermo Ledesma; las integrantes de la Conadep Magdalena Ruiz Guiñazú y
Graciela Fernández Meijide; el CEO de Editorial Perfil y editor delDiario del Juicio,
Jorge Fontevecchia; y el auditor general de la Nación y exembajador Leandro
Despouy. A ellos se sumaron el exfiscal Pablo Lanusse, el referente
peronista Julio Bárbaro y la diputada Laura Alonso.
Exclusivo dialogo
secreto de la Iglesia con Videla sobre el asesinato de los detenidos
desaparecidos. Videla le confesó a la Iglesia Católica en 1978 lo que recién
hizo público 34 años después: que los detenidos-desaparecidos habían sido
asesinados. La Comisión Ejecutiva le transmitió el pedido de Massera de
informar sobre el tema. Videla respondió que era imposible, por las inevitables
preguntas sobre cada asesinato, el responsable y el destino de los restos. Un
diálogo sobrecogedor, contenido en una minuta para el Vaticano que se conserva
en el archivo secreto del Episcopado.
La política de desaparición forzada de personas que el ex
dictador Jorge Videla acaba de admitir en varios reportajes y ante la justicia
fue reconocida en 1978 ante la Comisión Ejecutiva de la Iglesia Católica.
Videla dijo que le gustaría brindar la información pero que en cuanto se comunicara
que los detenidos-desaparecidos habían sido asesinados comenzarían las
preguntas acerca de quién mató a cada uno, cuándo, dónde y en qué
circunstancias y qué destino se dio a sus restos. La respuesta a esas preguntas
sigue pendiente 34 años después. En el diálogo con el periodista Ceferino
Reato, quien anuncia que no importa “tomar partido a favor o en contra del
entrevistado”, Videla dice que la desaparición de personas no se debió a
excesos o errores sino a una decisión de la pirámide castrense que culminaba en
él. Pero también da a entender que la imposibilidad de informar sobre los
desaparecidos obedece a que la información nunca estuvo centralizada, que cada
jefe de zona sólo sabía lo sucedido en su jurisdicción y que muchos han muerto.
“Los listados eran la puerta a un debate que conducía a la pregunta final:
¿Dónde están los restos de cada uno?, y no teníamos respuestas para ese
interrogante, con lo que el problema, al dilatarse, se agravaba día a día y aún
persiste.” Pero en su reunión con la Iglesia Católica Videla habló con mayor
franqueza, como se hace ente amigos: dijo que “el gobierno no puede responder
sinceramente, por las consecuencias sobre personas”, un eufemismo para
referirse a quienes realizaron la tarea sucia de matar a quienes habían sido
secuestrados y torturados y se encargaron de que desaparecieran sus restos. Al
elegir esa política que Videla calificó de cómoda, porque eludía las
explicaciones, la Junta Militar puso bajo sospecha a la totalidad de los
cuadros de las Fuerzas Armadas y de Seguridad, algo que recién comenzó a
disiparse con la reapertura de los juicios, donde con las garantías del debido
proceso se establecen las responsabilidades que la Junta ocultó.
Hasta hoy se
han pronunciado 253 condenas y veinte absoluciones, lo cual muestra que en
democracia nadie está condenado de antemano y que puede ejercer su derecho a
defensa. En el documento secreto sobre este diálogo, que el Episcopado conserva
en su archivo, la afirmación de Videla sobre la protección a quienes cumplieron
sus órdenes criminales está agregada a mano por el cardenal Raúl Primatesta,
que presidía la Conferencia Episcopal y que fue acompañado en la reunión por
sus dos vicepresidentes, Vicente Zazpe y Juan Aramburu.
En abril de este año la
jueza Martina Forns, titular del juzgado federal Nº 2 en lo Civil y Comercial y
Contencioso Administrativo de San Martín interrogó a Videla en forma
exhaustiva, a solicitud del abogado Pablo Llonto, quien representa a Blanca
Santucho, hermana del jefe del ERP abatido en julio de 1976 por un pelotón del
Ejército, y cuyos restos nunca fueron entregados a la familia. Un paso
previsible en la investigación es solicitar a la Iglesia Católica acceso a los
documentos que atesora sobre el tema. El que contiene las explicaciones de
Videla lleva el número 10.949, lo que da una idea del volumen de la información
que el Episcopado sigue manteniendo en secreto. Está guardado en la carpeta
24-II del Archivo de la Conferencia Episcopal. La Iglesia Católica eligió
silenciar el contenido de la conversación en la que Videla les reveló que todos
los desaparecidos habían sido asesinados. A continuación, la historia de ese
encuentro público pero de contenido secreto.
Carta al cardenal
El 10 de abril de 1978, el diario Clarín tituló su página 3 “El
presidente de la Nación almorzará hoy con la cúpula del Episcopado”. Emilio
Fermín Mignone, cuya hija Mónica Candelaria había sido secuestrada en mayo de
1976, redactó sin pausa tres densas carillas a un solo espacio y las envió con
un mensajero a la sede de la Conferencia Episcopal. También esa carta se
conserva en el archivo secreto que el Episcopado guarda en su sede de la calle
Suipacha, en la carpeta titulada “Personas detenidas y desaparecidas,
1976-1983”. Mignone escribió que a dos años y medio del golpe, era indudable
que la desaparición forzada de personas constituía “un sistema y no excesos
aislados”.
El fundador del CELS describió ese sistema: el secuestro, el robo,
la tortura y el asesinato, “agravado con la negativa a entregar los cadáveres a
los deudos, su eliminación por medio de la cremación o arrojándolos al mar o a
los ríos o su sepultura anónima en fosas comunes”. Y se realizaba en nombre de
“la salvación de la ‘civilización cristiana’, la salvaguardia de la Iglesia
Católica”, colocando “como valor supremo la denominada ‘seguridad colectiva’
sobre cualquier otro principio o valor, incluso los más sagrados”. Añadió que
“sobre la mentira nada perdurable puede fundarse”. Mignone insistió en la
necesidad de que el gobierno informara “cuál ha sido la suerte de cada
‘desaparecido’, la inmensa mayoría de los cuales, todos lo sabemos y también
los obispos, han sido arrestados por organismos de las Fuerzas Armadas o de
Seguridad. Y esto, monseñor, es lo que le pedimos que ruegue, exija, obtenga del
Presidente de la República esta mañana”.
La desesperación y el
odio
Mignone decía que la desesperación y el odio iban ganando
muchos corazones y que las exigencias de justicia impedirían cualquier intento
de evolución democrática pese a que muchos dirigentes políticos, ansiosos por
subirse al barco oficial, querrían echar un manto de olvido sobre lo ocurrido.
También le informó a Primatesta que en marzo Emilio Massera le había dicho que
la Armada exigía que se diera a conocer la suerte de cada desaparecido y preso
no declarados, pero que el Ejército se oponía. “Nos pidió que solicitáramos a
usted, al señor nuncio, a monseñor Tortolo, que insistieran ante el Presidente
y comandante en Jefe del Ejército en el mismo sentido.”
Mignone no ignoraba las
tensiones internas en la Junta Militar y no experimentaba la menor simpatía por
ninguno de sus integrantes. Pero trataba de explotar esas contradicciones para
abrir una brecha en el muro de silencio sobre el destino de su hija y de miles
como ella. También advirtió a Primatesta que la táctica del silencio, de la que
el Episcopado participaba por sus propias razones, no era admisible. “El Pueblo
de Dios necesita participar y ser informado. Necesitamos conocer lo que el
Episcopado expresa al gobierno en sus comunicaciones. De lo contrario de nada
sirven.”
Un diálogo franco
Al día siguiente, Zazpe le informó a Mignone que la Comisión
Ejecutiva le había transmitido a Videla “todo lo que dice su carta”. Dijo que
habían sido “tremendamente sinceros y no recurrimos a un lenguaje aproximativo”
pero le advirtió, como si se tratara de una accesoria cuestión técnica, que
había una “divergencia con su carta” acerca de la publicidad o reserva de esta
entrevista. “En esta ocasión volvió a recurrirse a la reserva.” Primatesta informó
luego a la Asamblea Plenaria que los obispos le plantearon a Videla los casos
señalados en su carta por Mignone, de presos que en apariencia recuperaban su
libertad pero en realidad eran asesinados; que se interesaron por sacerdotes
desaparecidos, como Pablo Gazzarri, Carlos Bustos y Mauricio Silva, y por otros
detenidos de los que pidieron la libertad y/o el envío al exterior. Pero el
desarrollo completo de la reunión sólo está contenido en una minuta preparada
por la propia conducción episcopal para informar al Vaticano y que nunca fue
publicada. Primatesta, Zazpe y Aramburu la redactaron en la sede de la
Conferencia Episcopal al terminar el almuerzo antes de que los detalles se
desvanecieran en su memoria.
El gobierno negaba que hubiera presos políticos
porque todos los detenidos eran “delincuentes subversivos y económicos”,
incluso los sacerdotes arrestados. Las desapariciones de personas eran obra del
terrorismo para desprestigiar al gobierno, que compartía las inquietudes de los
obispos. Los tres agradecieron a Videla por haber reconocido la existencia de
excesos en la represión pero dijeron que no conocían que se hubiera castigado a
los responsables, que era otra de las reflexiones de Mignone. En un clima que
Aramburu describió como cordial, Primatesta lamentó que Videla no pudiera tomar
“todas las medidas que quisiera”, con lo cual lo exculpaba de los hechos por
los que le reclamaban. En un tono lastimero, Videla dijo que no era fácil
admitir que los desaparecidos estaban muertos, porque eso daría lugar a
preguntas sobre dónde estaban y quién los había matado. Primatesta hizo
referencia a las últimas desapariciones producidas durante la Pascua, en San
Justo, “en un procedimiento muy similar al utilizado cuando secuestraron a las
dos religiosas francesas”. La minuta redactada al concluir el almuerzo
reconstruye la réplica textual de Videla ante la solicitud: “El presidente
respondió que aparentemente parecía que sería lo más obvio decir que éstos ya
están muertos, se trataría de pasar una línea divisoria y éstos han
desaparecido y no están. Pero aunque eso parezca lo más claro sin embargo da
pie a una serie de preguntas sobre dónde están sepultados: ¿en una fosa común?
En ese caso, ¿quién los puso en esa fosa?
Una serie de preguntas que la
autoridad del gobierno no puede responder sinceramente por las consecuencias
sobre personas”, es decir los secuestradores y asesinos. Primatesta insistió en
la necesidad de encontrar alguna solución, porque preveía que el método de la
desaparición de personas produciría a la larga “malos efectos”, dada “la
amargura que deja en muchas familias”. Videla asintió. También él lo advertía,
pero no encontraba la solución. Este diálogo de extraordinaria franqueza
muestra el conocimiento compartido sobre los hechos y la confianza con que se
analizaban tácticas de respuesta a las denuncias que ambas partes sentían como
una amenaza. Primatesta también habló “sobre la actitud de alguna Fuerza Armada
que urgía la publicación de las listas de presos, v.g. el almirante Massera”.
En realidad, Mignone le había escrito que la lista de presos no tenía valor
alguno, porque los familiares la conocían, y lo que Massera reclamó fue una
lista de detenidos-desaparecidos. Videla se alzó de hombros. Aunque presidía la
Junta y el gobierno, no tenía todo el poder y había fuerzas que no controlaba,
dijo. Las actitudes de los eclesiásticos tenían sutiles matices. Zazpe
preguntó: “¿Qué le contestamos a la gente, porque en el fondo hay una verdad?”.
Según el entonces arzobispo de Santa Fe, Videla “lo admitió”. Aramburu explicó
que “el problema es qué contestar para que la gente no siga arguyendo”, lo cual
parece una fiel interpretación del propósito de Massera.
Los jefes del Ejército
y de la Armada descargaban su responsabilidad, cada uno en el otro, y la
Iglesia les seguía el juego. Según Aramburu, cuando Videla repitió que “no
encontraba solución, una respuesta satisfactoria, le sugerí que, por lo menos,
dijeran que no estaban en condiciones de informar, que dijeran que estaban desaparecidos,
fuera de los nombres que han dado a publicidad”. Primatesta explicó que “la
Iglesia quiere comprender, cooperar, que es consciente del estado caótico en
que estaba el país” y que medía cada palabra porque conocía muy bien “el daño
que se le puede hacer al gobierno con referencia al bien común si no se guarda
la debida altura”. Tal como le dijo Videla al primer periodista que lo
entrevistó, el español Ricardo Angoso, “mi relación con la Iglesia Católica fue
excelente, muy cordial, sincera y abierta”, porque “fue prudente”, no creó
problemas ni siguió la “tendencia izquierdista y tercermundista”. Condenaba
“algunos excesos”, pero “sin romper relaciones”. Con Primatesta, hasta
“llegamos a ser amigos”. Sobre el conflicto interno, que Videla llama guerra,
“también tuvimos grandes coincidencias”. Zazpe murió en 1984, Aramburu en 2004
y Primatesta en 2006. Pero los documentos sobre ese diálogo entre amigos siguen
hasta hoy en el archivo secreto del Episcopado.
A la muerte de Juan Pablo II, la prensa
coincidió en que el argentino Jorge Bergoglio fue el cardenal más votado,
después de Joseph Ratzinger, en la elección que consagró al purpurado alemán
como Benedicto XVI. Sin embargo, poco se sabe de su personalidad y de su
pensamiento. Aquí, un fragmento de El jesuita, en el que rememora su tarea
pastoral durante la dictadura, cuando era superior de los jesuitas, en San
Miguel. Una biografía del cardenal Jorge Bergoglio.
Cordialidad. En Roma, con Benedicto XVI. Habían competido en el
cónclave.
Cuando la vida de Juan Pablo II se apagaba,
se intensificaban las especulaciones sobre los candidatos a sucederlo y el
nombre de Bergoglio figuraba en casi todos los pronósticos de los periodistas
especializados. En esos días, volvía a agitarse una denuncia periodística
publicada unos pocos años atrás, en Buenos Aires, sobre una supuesta actuación
muy comprometedora del cardenal durante la última dictadura. Más aún: se
asegura que, en las vísperas del cónclave, que debía elegir al sucesor del Papa
polaco, una copia de un artículo –de una serie del mismo autor– con la
acusación fue enviada a las direcciones de correo electrónico de los cardenales
electores, con el propósito de perjudicar las chances que se le otorgaban al
purpurado argentino.
En la denuncia se le atribuía al cardenal una
cuota de responsabilidad por el secuestro de dos sacerdotes jesuitas, que se
desempeñaban en una villa de emergencia del barrio porteño de Flores, efectuado
por miembros de la Marina en mayo de 1976, dos meses después del golpe. De
acuerdo con esa versión, Bergoglio –quien, por entonces, era el provincial de
la Compañía de Jesús en la Argentina– les pidió a los padres Orlando Yorio y
Francisco Jalics que abandonaran su trabajo pastoral en la barriada y, como
ellos se negaron, les comunicó a los militares que los religiosos ya no
contaban con el amparo de la Iglesia, dejándoles así el camino expedito para
que los secuestraran, con el consiguiente peligro que eso implicaba para sus
vidas. El cardenal nunca quiso salir a responder la acusación como, tampoco,
jamás se refirió a otras imputaciones del mismo origen sobre supuestos lazos
con miembros de la Junta Militar (ni, en general, nunca contó públicamente cuál
fue su actitud durante la última dictadura). Pero, frente a nuestro cometido,
reconoció que el tema no podía omitirse y accedió a contar su versión sobre los
hechos y la actitud que asumió en la noche negra que vivió la Argentina. “Si no
hablé en su momento, fue para no hacerle el juego a nadie, no porque tuviese
algo que ocultar”, afirmó.
—Cardenal:
usted deslizó antes que durante la dictadura, escondió gente que estaba siendo
perseguida. ¿Cómo fue aquello? ¿A cuántos protegió?
—En el colegio Máximo de la Compañía de
Jesús, en San Miguel, en el Gran Buenos Aires, donde residía, escondí a unos
cuantos. No recuerdo exactamente el número, pero fueron varios. Luego de la
muerte de monseñor Enrique Angelelli (el obispo de La Rioja, que se caracterizó
por su compromiso con los pobres), cobijé en el colegio Máximo a tres
seminaristas de su diócesis que estudiaban teología. No estaban escondidos,
pero sí cuidados, protegidos. Yendo a La Rioja para participar de un homenaje a
Angelelli con motivo de cumplirse 30 años de su muerte, el obispo de Bariloche,
Fernando Maletti, se encontró en el micro con uno de esos tres curas que está
viviendo actualmente en Villa Eloísa, en la provincia de Santa Fe. Maletti no
lo conocía, pero al ponerse a charlar, éste le contó que él y los otros dos
sacerdotes veían en el colegio Máximo a personas que hacían “largos ejercicios
espirituales de 20 días” y que, con el paso del tiempo, se dieron cuenta de que
eso era una pantalla para esconder gente. Maletti después me lo contó, me dijo
que no sabía toda esta historia y que habría que difundirla.
—Aparte
de esconder gente, ¿hizo algunas otras cosas?
—Saqué del país, por Foz de Iguazú, a un
joven que era bastante parecido a mí con mi cédula de identidad, vestido de
sacerdote, con el clergiman y, de esa forma, pudo salvar su vida. Además, hice
lo que pude con la edad que tenía y las pocas relaciones con las que contaba,
para abogar por personas secuestradas. Llegué a ver dos veces al general
(Jorge) Videla y al almirante (Emilio) Massera. En uno de mis intentos de
conversar con Videla, me las arreglé para averiguar qué capellán militar le
oficiaba la misa y lo convencí para que dijera que se había enfermado y me
enviara a mí en su reemplazo. Recuerdo que oficié en la residencia del
comandante en Jefe del Ejército ante toda la familia de Videla, un sábado a la
tarde. Después, le pedí a Videla hablar con él, siempre en plan de averiguar el
paradero de los curas detenidos. A lugares de detención no fui, salvo una vez que
concurrí a una base aeronáutica, cercana a San Miguel, de la vecina localidad
de José C. Paz, para averiguar sobre la suerte de un muchacho.
— ¿Hubo
algún caso que recuerde especialmente?
—Recuerdo una reunión con una señora que me
trajo Esther Balestrino de Careaga, aquella mujer que, como antes conté, fue
jefa mía en el laboratorio, que tanto me enseñó de política, luego secuestrada
y asesinada y hoy enterrada en la iglesia porteña de Santa Cruz.
La señora, oriunda de Avellaneda, en el Gran
Buenos Aires, tenía dos hijos jóvenes con dos o tres años de casados, ambos
delegados obreros de militancia comunista, que habían sido secuestrados. Viuda,
los dos chicos eran lo único que tenía en su vida. ¡Cómo lloraba esa mujer! Esa
imagen no me la olvidaré nunca. Yo hice algunas averiguaciones que no me
llevaron a ninguna parte y, con frecuencia, me reprocho no haber hecho lo
suficiente.
—
¿Puede relatar alguna gestión que llegó a buen término?
—Me viene a la mente el caso de un joven
catequista que había sido secuestrado y por el que me pidieron que
intercediera. También en este caso me moví dentro de mis pocas posibilidades y
mi escaso peso. No sé cuánto habrán influido mis averiguaciones, pero lo cierto
es que, gracias a Dios, al poco tiempo el muchacho fue liberado. ¡Qué contenta
estaba su familia! Por eso, reitero: después de situaciones como ésa, cómo no
comprender la reacción de tantas madres que vivieron un calvario terrible, pero
que, a diferencia de este caso, no volvieron a ver con vida a sus hijos.
— ¿Cuál
fue su desempeño en torno al secuestro de los sacerdotes Yorio y Jalics?
—Para responder tengo que contar que ellos
estaban pergeñando una congregación religiosa, y le entregaron el primer
borrador de las reglas a los monseñores Pironio, Zazpe y Serra. Conservo la
copia que me dieron. El superior general de los jesuitas, quien por entonces
era el padre Arrupe, dijo que eligieran entre la comunidad en que vivían y la
Compañía de Jesús y ordenó que cambiaran de comunidad. Como ellos persistieron
en su proyecto, y se disolvió el grupo, pidieron la salida de la Compañía. Fue
un largo proceso interno que duró un año y pico. No una decisión expeditiva
mía. Cuando se le acepta la dimisión a Yorio (también al padre Luis Dourrón,
que se desempeñaba junto con ellos) –con Jalics no era posible hacerlo, porque
tenía hecha la profesión solemne y solamente el Sumo Pontífice puede hacer
lugar a la solicitud, corría marzo de 1976, más exactamente era el día 19; o
sea, faltaban cinco días para el derrocamiento del gobierno de Isabel Perón.
Ante los rumores de la inminencia de un golpe, les dije que tuvieran mucho
cuidado. Recuerdo que les ofrecí, por si llegaba a ser conveniente para su
seguridad, que vinieran a vivir a la casa provincial de la Compañía.
—
¿Ellos corrían peligro simplemente porque se desempeñaban en una villa de
emergencia?
—Efectivamente. Vivían en el llamado barrio
Rivadavia del Bajo Flores. Nunca creí que estuvieran involucrados en “actividades
subversivas” como sostenían sus perseguidores, y realmente no lo estaban. Pero,
por su relación con algunos curas de las villas de emergencia, quedaban
demasiado expuestos a la paranoia de caza de brujas. Como permanecieron en el
barrio, Yorio y Jalics fueron secuestrados durante un rastrillaje. Dourrón se
salvó porque, cuando se produjo el operativo, estaba recorriendo la villa en
bicicleta y, al ver todo el movimiento, abandonó el lugar por la calle Varela.
Afortunadamente, tiempo después fueron liberados, primero porque no pudieron
acusarlos de nada, y segundo, porque nos movimos como locos. Esa misma noche en
que me enteré de su secuestro, comencé a moverme. Cuando dije que estuve dos
veces con Videla y dos con Massera fue por el secuestro de ellos.
—Según
la denuncia, Yorio y Jalics consideraban que usted también los tachaba de
subversivos, o poco menos, y ejercía una actitud persecutoria hacia ellos por
su condición de progresistas.
—No quiero ceder a los que me quieren meter
en un conventillo. Acabo de exponer, con toda sinceridad, cuál era mi visión
sobre el desempeño de esos sacerdotes y la actitud que asumí tras su secuestro.
Jalics, cuando viene a Buenos Aires, me visita. Una vez, incluso, concelebramos
la misa. Viene a dar cursos con mi permiso. En una oportunidad, la Santa Sede
le ofreció aceptar su dimisión, pero resolvió seguir dentro de la Compañía de
Jesús. Repito: no los eché de la congregación, ni quería que quedaran
desprotegidos.
—Además,
la denuncia dice que tres años después, cuando Jalics residía en Alemania y en
la Argentina todavía había una dictadura, le pidió que intercediera ante la
Cancillería para que le renovaran el pasaporte sin tener que venir al país,
pero que usted, si bien hizo el trámite, aconsejó a los funcionarios de la
Secretaría de Culto del Ministerio de Relaciones Exteriores que no hicieran
lugar a la solicitud por los antecedentes subversivos del sacerdote…
—No es exacto. Es verdad, sí, que Jalics –que
había nacido en Hungría, pero era ciudadano argentino- con pasaporte argentino
me escribió siendo yo todavía provincial para pedirme la gestión pues tenía
temor fundado de venir a la Argentina y ser detenido de nuevo. Yo, entonces,
escribí una carta a las autoridades con la petición –pero sin consignar la
verdadera razón, sino aduciendo que el viaje era muy costoso– para lograr que
se instruya a la embajada en Bonn. La entregué en mano y el funcionario, que la
recibió, me preguntó cómo fueron las circunstancias que precipitaron la salida
de Jalics. “A él y a su compañero los acusaron de guerrilleros y no tenían nada
que ver”, le respondí. “Bueno, déjeme la carta, que después le van a
contestar”, fueron sus palabras.
— ¿Qué
pasó después?
—Por supuesto que no aceptaron la petición.
El autor de la denuncia en mi contra revisó el archivo de la Secretaría de
Culto y lo único que mencionó fue que encontró un papelito de aquel funcionario
en el que había escrito que habló conmigo y que yo le dije que fueron acusados
de guerrilleros. En fin, había consignado esa parte de la conversación, pero no
la otra en la que yo señalaba que los sacerdotes no tenían nada que ver.
Además, el autor de la denuncia soslaya mi carta donde yo ponía la cara por
Jalics y hacía la petición.
—También
se comentó que usted propició que la Universidad del Salvador, creada por los
jesuitas, le entregara un doctorado honoris causa al almirante Massera.
—Creo que no fue un doctorado, sino un
profesorado. Yo no lo promoví. Recibí la invitación para el acto, pero no fui.
Y, cuando descubrí que un grupo había politizado la universidad, fui a una
reunión de la Asociación Civil y les pedí que se fueran, pese a que la
Universidad ya no pertenecía a la Compañía de Jesús y que yo no tenía ninguna
autoridad más allá de ser un sacerdote. Digo esto porque se me vinculó, además,
con ese grupo político. De todas maneras, si respondo a cada imputación, entro
en el juego. Hace poco estuve en una sinagoga participando de una ceremonia.
Recé mucho y, mientras lo hacía, escuché una frase de los textos sapienciales
que no recordaba: “Señor, que en la burla sepa mantener el silencio.” La frase
me dio mucha paz y mucha alegría.
Cuando el joven padre Jorge Bergoglio golpeó
la puerta de su despacho, la doctora Alicia Oliveira pensó que mantendría una
más de las tantas reuniones de trabajo que celebraba como jueza en lo penal,
allá, por la primera mitad de la década del setenta.
No se le pasó por la cabeza que establecería
una buena sintonía con el sacerdote de la que surgiría una larga amistad, que
la terminaría convirtiendo en una testigo calificada de buena parte de la
actuación de Bergoglio durante la dictadura militar.
Es que Oliveira cuenta con una larga
militancia en la defensa de los derechos humanos, que fue abrazando desde que
comenzó a ejercer como penalista. Una militancia que, tras el último golpe
militar, le costó su cargo de magistrada, al ser la destinataria del primer
decreto de exoneración.
Firmante de cientos de hábeas corpus por
detenciones ilegales y desapariciones durante la última dictadura, se desempeñó
como letrada e integró la primera comisión directiva del Centro de Estudios
Legales y Sociales (CELS), una de las más emblemáticas ONGs dedicadas a luchar
contra las violaciones a los derechos humanos.
Con la vuelta a la democracia, ocupó diversos
cargos, entre los que se cuenta haber sido constituyente de la convención
nacional de 1994 (resultó electa como integrante de la lista del Frente Grande,
una agrupación peronista disidente de centro izquierda); defensora del Pueblo
de la Ciudad de Buenos Aires entre 1998 y 2003 y, desde entonces –con la
llegada de Néstor Kirchner a la presidencia–, representante especial para los
derechos humanos de la Cancillería, tarea que desempeñó durante dos años, hasta
que se jubiló.
“Recuerdo que Bergoglio vino a verme al
juzgado por un problema de un tercero, allá por 1974 ó 1975, empezamos a
charlar y se generó una empatía que abrió paso a nuevas conversaciones. En una
de esas charlas, hablamos de la inminencia de un golpe. El era el provincial de
los jesuitas y, seguramente, estaba más informado que yo. En la prensa hasta se
barajaban los nombres de los futuros ministros. El diario La Razón había
publicado que José Alfredo Martínez de Hoz sería el ministro de Economía”,
evoca Oliveira y agrega que “Bergoglio estaba muy preocupado por lo que
presentía que sobrevendría y, como sabía de mi compromiso con los derechos
humanos, temía por mi vida. Llegó a sugerirme que me fuera a vivir un tiempo al
colegio Máximo. Pero yo no acepté y le contesté con una humorada completamente
desafortunada frente a todo lo que después sucedió en el país: ‘Prefiero que me
agarren los militares a tener que ir a vivir con los curas’”. De todas maneras,
la magistrada tomó sus prevenciones. Le dijo a la secretaria del juzgado, de su
máxima confianza, la doctora Carmen Argibay –a la postre ministro de la Corte
Suprema de Justicia de la Nación, a propuesta de Kirchner– que estaba pensando
en dejarle un tiempo a los dos hijos que por entonces tenía, para esconderse
por temor a ser detenida por los militares. Finalmente, no tomó la decisión ni
fue apresada.
En cambio, Argibay fue detenida el mismo día
del golpe. Oliveira, desesperada, trató de dar con su paradero hasta que en la
cárcel de Devoto le informaron que estaba allí, pero nunca supo –ni ella ni la
propia detenida– el motivo por el que Argibay pasó varios meses presa.
Tras la caída del gobierno de Isabel Perón,
las reuniones de Oliveira con Bergoglio se hicieron más frecuentes.
“En esas conversaciones, pude comprobar que
sus temores eran cada vez mayores, sobre todo por la suerte de los sacerdotes
jesuitas del asentamiento”, relata Oliveira.
“Hoy creo que Bergoglio y yo –acota–
comenzamos a entender tempranamente cómo eran los militares de aquella época.
Su inclinación a la lógica amigo-enemigo, su incapacidad para discernir entre
la militancia política, social o religiosa y la lucha armada, tan peligrosas. Y
teníamos muy claro el riesgo que corrían los que iban a las barriadas
populares. No sólo ellos, sino la gente del lugar, que podía ‘ligarla de
rebote’.”
Recuerda que a una chica amiga que iba a
catequizar también al asentamiento –y que no tenía militancia alguna– le
imploró que no fuese más. “Le advertí que los militares no entendían, y que
cuando veían en la villa a alguien que no vivía allí pensaban que era un
terrorista-marxista leninista internacional”, cuenta. Le costó mucho hacérselo
entender. Al final, la chica se fue y, años después, le reconoció que su
consejo le había salvado la vida.