Caso Maldonado. Seamos Humanos…
En la escena de Sergio Maldonado y
su mujer custodiando durante siete horas el cuerpo hallado en el río porque no
confían en nada se concentra la degradación del sistema de justicia. ¿Esa es la
participación que tanto se les ha prometido a las víctimas en los procesos
penales? Se le pide a la familia que sepa de peritajes, autopsias,
rastrillajes. ¿Y los jueces? Además de ajustarse a protocolos y procedimientos,
¿se ponen alguna vez en el lugar de las víctimas? El caso Maldonado y la matriz
deshumanizada del aparato de Justicia.
© Escrito por Irina Hauser
el sábado 21/10/2017 y publicado por la Revista Anfibia de la Ciudad de San
Martín, Provincia de Buenos Aires.
Sergio Maldonado y su esposa, Andrea,
estuvieron más de siete horas esperando al lado del cuerpo sin vida que flotaba
boca abajo en el Río Chubut sabiendo que podría ser Santiago. Decidieron
quedarse ahí, como quien echa raíces en esa tierra, después de 78 días de
búsqueda, porque no confían en nadie. Tienen miedo a todo. Descreen. Y con
motivos. Esa imagen que trazaron de sí mismos, esperando junto a un cadáver
entre el ramerío, el agua, el silencio y un grupo de agentes de Prefectura,
desnuda el nivel de degradación al que ha llegado el sistema judicial, a punto
tal que las víctimas deban garantizarse a sí mismas que nadie les mienta,
manipule nada, ni les hagan trampa. ¿Esa es la participación que tanto se les
ha prometido a las víctimas en los procesos penales? ¿Y la reparación? Está
todo tan trastocado que tuvieron que recordar en voz alta que son seres
humanos. Se lo dijeron a los periodistas, pero bien pudo estar dirigido a la
“Justicia”.
Es
evidente que si un cuerpo aparece después de tres meses a menos de 300 metros
del lugar donde la Gendarmería desató la cacería contra un pequeño grupo de la
comunidad Pu Lof en Resistencia de Cushamen, algo anda mal en los tribunales y
las estructuras que los auxilian. El problema es que algo anda mal desde el día
uno, empezando por la obstinación de los distintos órganos del Estado en negar
que los gendarmes que corporizaron la persecución en medio de la que
desapareció el joven tatuador hubieran tenido algo que ver. Es un absurdo
querer borrar ese papel determinante de la Gendarmería, pero el marketing
político hace milagros.
“La Justicia no está preparada para
investigar casos como el de Santiago Maldonado o el de Alberto Nisman”, justificó el ministro de Justicia Germán Garavano.
¿Entonces quién debe hacerse cargo? ¿Las víctimas?
El
devenir del habeas corpus y del expediente sobre desaparición forzada mostraron
decenas de incordios, como la demora de cinco días en hacer rastrillajes, en levantar rastros de los vehículos usados
por Gendarmería (algo que se hizo cuando habían sido ya lavados, según denunció
el defensor Fernando Machado), la tardanza en explorar el río, en obtener la
nónima completa de gendarmes que participaron del operativo desalojo e
irrupción en la comunidad, el secuestro de los teléfonos, sin contar la falta
de aceptación sobre la validez de las declaraciones de mapuches temerosos que
no querían dar su identidad, y la negativa del juez Guido Otranto a entrecruzar
y analizar los llamados de los funcionarios nacionales que estuvieron en el lugar,
con el jefe de gabinete del Ministerio de Seguridad, a la cabeza. Y ahora, un
cuerpo que aparece en un lugar ya rastrillado, frente al cual la gran pregunta
es: ¿Cómo llegó ahí? ¿También tendrán que responderla los familiares de la
víctima?
Los
ciudadanos de a pie que por una u otra razón aterrizan en un juzgado, aprenden
Derecho a la fuerza. De lo contrario, la realidad los devora. Devienen expertos
involuntarios que distinguen figuras penales, agravantes, entienden de
peritajes y autopsias. Llega un día en que hablan como verdaderos expertos.
Pero debajo de toda esa jerga, son ellos mismos: seres en toda su dimensión
humana.
Los
jueces y fiscales, en cambio, rara vez se toman el trabajo de aprender esa
dimensión, comprenderla y acceder a ella aunque más no sea por respeto. Se
quedan en el cómodo lugar de que sean los otros, las víctimas, los que deban
arreglárselas para entenderlos. Están los que sostienen un pensamiento basado
en la aplicación estricta de los códigos penal y procesal. En el uso de la
lógica, como si se tratara de un mecanismo neutral. Si el cuerpo estaba así o
asá, lo mataron, pero si estaba de tal otra forma se cayó. Como si no hubiera
matices, condicionantes ni contexto. Sus Señorías se “ajustan a Derecho”. Y se
acabó.
Ante
la desaparición de Santiago no se trata simplemente de que el aparato judicial
haya actuado de manera deficiente por error o impericia. Desde sus entrañas, ha
operado una amplia paleta de prejuicios que explican el destrato padecido por
la familia (además de la falta de resultados): si Santiago es artesano y
tatuador es hippie; si es hippie, es vago; si se instala a convivir con la
comunidad Pu Lof en Resistencia, es porque no tiene nada que hacer en la vida;
su familia debe ser como él; critican porque sí (no importa que buscan a un ser
querido); los mapuches son peligrosos, no colaboran, mienten, ponen obstáculos,
son violentos, sólo les importa defender el territorio (nada menos, propiedad
originaria).
Una
mirada despojada de prejuicios en tribunales hubiera llevado a tomarle
declaración testimonial a la familia de Santiago en el primer momento para
preguntarle lo básico: cómo es físicamente, sus rasgos de personalidad, conocer
su historia. Eso sucedió después de más de dos meses, ya con el nuevo juez Gustavo
Lleral. Pero antes, los familiares fueron tratados casi como unos sospechosos
más, igual que los mapuches. Otra muestra de degradación judicial. Una
investigación que toma ese punto de partida está lejos de ser íntegra y
profunda. Si lo fuera, entendería, además, que acercarse a la comunidad
originaria no es simplemente sentarse a tomar mate con ellos sino empezar por
entender su historia y sus reacciones. Son los pobres de los pobres del país,
los marginados al extremo. Es evidente que no va a ser fácil el diálogo. Pero
las autoridades han preferido verlos como demonios, enemigos públicos.
En
una época se discutía si los jueces debían tener en cuenta el contexto social,
histórico y político a la hora de tomar sus decisiones. ¿No es una obviedad que
debería ser así? También debería ser una obviedad el cuidado y respeto que
merecen las víctimas en un país donde este año se aprobó una ley que les
promete protección integral y una comprensión completa del lugar que les toca
ante distintos tipos de delito.
¿Cómo
confiar si el Gobierno se la pasó enviando funcionarios a meter ojos y manos en
la causa? Y tuvieron las puertas abiertas: participaron de rastrillajes en los
que la familia no pudo estar. Gonzalo Cané (secretario de la Corte en uso de
licencia), cuya función en el ministerio de Patricia Bullrich es mantener
relación con el Poder Judicial; Daniel Barberis, a cargo de asuntos de
violencia institucional; Noceti, que daba instrucciones a las fuerzas de
seguridad. La gran preocupación oficial siempre fue instalar que el Gobierno no
tuvo nada que ver. El juzgado y la fiscalía, en el informe enviado a la
Comisión Interamericana de Derechos Humanos, se hicieron eco.
¿Qué
clase de jueces/as queremos?
Hace
algunos años cuando los aspirantes a jueces iban a entrevistas públicas en el
Consejo de la Magistratura, en la etapa final de sus concursos para llegar a la
toga, se les hacían preguntas sobre derechos humanos. El respeto a la dimensión
humana era mínimamente contemplado al pensar el perfil de un juez. Ahora eso
ocurre a duras penas. Les preguntan si están de acuerdo con la ley de
flagrancia (atrapar a alguien cometiendo un delito, hacer un juicio exprés y
mostrar eficiencia), si les parece atinada la reforma procesal para generar un
sistema acusatorio (que a la corporación judicial y al Gobierno no le gustan
porque da poder a los fiscales), qué piensan de las cautelares que se dictan en
distintos puntos del país, o qué opinión les merecen la validez de decretos del
gobierno de Mauricio Macri que se han judicializado. En el Consejo de la
Magistratura, Cambiemos tiene mayoría y las preguntas están destinadas a prever
si los candidatos fallarían como ellos quieren. Una de las pocas
preocupaciones, en especial planteadas por las consejeras mujeres, apunta a casos
de violencia de género. No se han visto u oído otra clase de interés por las
víctimas.
Es
común que en las provincias los poderes judiciales locales y federales
afincados en ellas convivan de manera muy íntima con las fuerzas de seguridad
que los asisten. En Esquel, la Gendarmería es casi parte de la familia del
juzgado. En otros lugares pasa lo mismo. Eso puede explicar cierta resistencia
a avanzar hacia determinadas hipótesis. Pero no puede justificar los destratos
y la exposición de las víctimas a la revictimización.
Detrás
de la escena que muestra a Sergio y
Andrea parados junto al cadáver por horas hay cenizas, aún, de un sistema
judicial que en dictadura, ante los habeas corpus, actuó como muralla pero
también tuvo sus exponentes cómplices con el terrorismo estatal. A ese sistema
en descomposición le sobran botones de muestra. Lo que sucede en Jujuy con
Milagro Sala, por ejemplo. La justicia jujeña, buena parte, hace lo que el
Gobernador Gerardo Morales pide. Es así se simple. Su primer acto de gobierno
fue armarse una Corte a medida y nombrar como sus integrantes a dos de los
diputados que habían votado su ampliación. Desde ahí, todo fue posible, hasta
la vuelta violenta de Sala a la prisión de Alto Comedero la semana pasada. O lo
que pasa en Comodoro Py, frente a cualquier expediente que tenga que ver con
gestiones pasadas que puedan colaborar con minar carreras electorales o
intervenir en internas partidarias. Qué
importa. Los jueces tienen una concentración extrema de poder que es la base de
su perdurabilidad. Hacen lo que quieren, ya no importa qué es delito.
Presionan, extorsionan. Sólo importa el efecto.
Esa
es la matriz deshumanizada de nuestros tribunales, del aparato de Justicia. La
que garantiza el incumplimiento de las obligaciones del Estado, entre las que
está la reparación a las víctimas de violaciones de derechos humanos. Lejos de
eso, la revictimización es el aumento del daño, a manos del propio Estado. De
eso hablan los familiares de Santiago Maldonado cuando piden que los miren como
las personas que son, con derechos y sentimientos, debiendo lidiar con escenas
macabras. A eso se refieren cuando dicen que no pueden confiar en nada.