El equipo de Gerardo Martino hizo un muy buen
primer tiempo, en el que controló como quiso la pelota y sacó ventajas de los
errores de los rivales, pero no supo cómo frenar la embestida de los dirigidos
por Ramón Díaz, que se lo empataron de guapos.
Al final del primer tiempo Argentina ganaba 2 a 0;
la mar estaba serena; Martino estaba sereno; Argentina ganaba serenamente en La
Serena y se escuchaba el canto de las sirenas que anunciaban la goleada para el
complemento. Pero en la segunda parte Argentina siguió creando situaciones de
gol y los paraguayos embocaron dos goles, uno de ellos sobre la hora. Empataron
un partido que parecía perdido y lo festejaron como correspondía mientras que
los argentinos se quedaron con el gustito amargo de un empate que,
naturalmente, se tomó –al menos en caliente– como una derrota.
La pregunta del millón, a la que Martino dio sólo
respuestas a medias, es qué pasó con la Selección Argentina, por qué cambió
tanto, por qué bajó tanto su nivel. Hay respuestas que van de lo técnico a lo
táctico y que también atraviesan lo psicológico y lo azaroso y los vaivenes
naturales que tiene todo partido de fútbol.
Una de las claves de la caída en el rendimiento se
puede encontrar en la salida de Pastore, que podía haber sostenido mejor la
pelota en los momentos en los que Paraguay jugaba a otra cosa distinta a la de
la primera parte. El técnico argentino, por otra parte, podía haber reforzado
mejor el medio juego y ponerlo a Biglia en lugar de Agüero, por ejemplo, pero
prefirió hacer dos variantes que hablan de su idea de apuntar más al
desequilibrio que pueden lograr los delanteros (los titulares o los suplentes,
si los titulares se cansan) más que al equilibrio que se puede alcanzar con los
volantes de contención. De hecho el equipo que puso en la cancha y que
deslumbró en el primer tiempo, fue un festín de jugadores de excelente técnica.
Ramón Díaz, que había mandado a sus jugadores a la
retaguardia en el primer período, tratando de aguantar el asedio con dos líneas
de cuatro tuvo que cambiar con la chapa puesta. Y a riesgo de comerse una
goleada (que bien pudo haber ocurrido si Argentina metía el tercero en
ocasiones que no le faltaron antes del descuento) mandó a sus jugadores al
frente.
Con eso sólo no le hubiese alcanzado para dar vuelta la historia. Necesitaba la complicidad del equipo argentino y la tuvo. Los de Martino,
primero desaprovecharon las ocasiones que tuvieron en el contraataque y a
medida que pasaban los minutos empezaron a perder el control de la pelota, la
repartieron demasiado con sus rivales y eso generó dudas e incertidumbre de la
mitad e la cancha hacia atrás. Poner el foco solo en las grietas defensivas
(que las hubo, claro) y en la falta de solidez de los cuatro del fondo sería un
error; el equipo quedó cortado en dos y en esto las responsabilidades son
compartidas.
En el segundo tiempo los paraguayos generaron cinco
situaciones de gol y en casi todas –hay que reconocerles ese mérito–
resolvieron muy bien; dos fueron goles; dos salvó Romero con espectaculares
atajadas y la otra fue una pelota que cruzó todo el arco y no fue gol de milagro.
Los goles fueron muy lindos los dos: el primero un zapatazo de afuera del área
de Haedo Valdez y el segundo un buen remate de Barrios, después de un cabezazo
hacia atrás.
Los goles de Argentina no fueron tan limpios. El
primero llegó después de un error medio grosero de Samudio y el segundo en un
penal medio dudoso de Samudio, a Di María, después de una apilada con el sello
de Messi. Y eso también opaca la actuación del equipo nacional.
De todas maneras ni los goles medio raros ni el
bajón del segundo tiempo deben borrar íntegramente todo lo que fue capaz de
producir el equipo en una parte importante del encuentro. Muy bien Banega como
salida, inteligente Pastore para meter tres o cuatro estiletazos excelentes,
enchufado Messi, activos Di María y Agüero, pusieron contra la pared a sus
rivales y convirtieron en figura al arquero paraguayo.
Como síntesis de todo
esto, este dato que no es menor: ¡Romero casi no tocó la pelota en los primeros
45 minutos!
En fin, para la Selección pudo haber sido una noche
serenísima, pero no: mala leche.