El reino de este mundo...
Así como había
radiografiado con crudeza y un rigor narrativo nada compasivo las cárceles de
mujeres en Leonera y los hospitales del conurbano en Carancho, Pablo Trapero
reunió al mismo trío de guionistas, a su mujer y musa Martina Gusmán y al imbatible
Ricardo Darín para llevar adelante finalmente su proyecto de filmar la historia
de unos curas en una villa. Militancia, religión, vida cotidiana y drogas dan
forma a una trama potente y una película contundente que expone, una vez más,
el otro lado de esos territorios conflictivos y tan presa del amarillismo
televisivo. Invitada nuevamente a Cannes y a pocos días de su estreno en
Argentina, el director, la actriz y uno de sus guionistas cuentan cómo fue
hacer Elefante blanco.
¡Sexo y violencia! A la pregunta de cómo filmar la villa, la
villa de emergencia, la “villa miseria”, de cómo filmarla sin miserabilismo ni
condescendencia ni hipocresía, sin ánimos de denuncia ni los prejuicios más
bajos y comunes, Pablo Trapero responde con las armas más potentes de la
ficción. Elefante blanco, su séptima película, estreno del próximo jueves en
Buenos Aires e integrante de la sección Un Certain Regard del Festival de
Cannes en los próximos días, parece alimentarse del mismo procedimiento y las
mismas convicciones y la misma confianza en la fuerza del drama, que el
director y su equipo pusieron en práctica a la hora de filmar los pabellones
carcelarios de mujeres con hijos (en Leonera) y los desbordados hospitales
públicos del conurbano bonaerense (en Carancho), todas zonas conflictivas y
presas fáciles del peor amarillismo televisivo. Creando películas esencialmente
narrativas, menos preocupadas por documentar “la realidad” que por contar una
historia. Y por contarla con elementos propios de los géneros clásicos, e
incluso con algunos de sus ingredientes más atractivos e infalibles: la
violencia y el sexo.
“Para mí el drama es producto de la violencia”, dice
Trapero. “La violencia es el producto de un enfrentamiento de fuerzas y en nuestros
países la violencia social está por encima de cualquier otra.” Asociado por
segunda vez consecutiva con el actor más taquillero del cine argentino, Ricardo
Darín, el director de El bonaerense se zambulle en varias villas de Buenos
Aires –principalmente Ciudad Oculta, pero también la 31 y la Rodrigo Bueno para
unas pocas escenas–, empleando a algunos de sus habitantes como actores y
extras para contar un conflicto central, podría parecer en principio más
inasible que en los films anteriores: básicamente, la crisis de fe que
experimentan sus protagonistas, curas y asistentes sociales, ante el arduo y
por lo general desgastante y frustrante trabajo que realizan en estos barrios
castigadísimos. Sin embargo, vuelve a recurrir a los resortes más potentes de
la ficción al narrar escenas propias del cine policial y de acción –tiroteos en
los pasillos de “La Oculta”, o el ingreso de la policía, o la representación de
una toma y manifestación–, y escenas de sexo en las que despliega una pequeña
provocación alrededor del tema del celibato, que funciona no por su sutileza
sino más bien por lo contrario, porque es descaradamente exploitation.
El Elefante Blanco es un edificio enorme e inconcluso,
objeto del tironeo de diferentes gobiernos desde la época de Alfredo Palacios
hasta hoy, y que ha atravesado por lo tanto el primer Perón, la Libertadora, la
dictadura, el menemismo, según le explica el cura Julián (Darín) al recién
llegado Nicolas (el belga Jérémie Renier, actor de los Dardenne). Martina
Gusmán, mujer del director y también su musa desde su contundente protagónico
en Leonera, interpreta a Luciana, joven asistente social que trabaja en la
villa por fuera de la Iglesia pero a la par y en perfecto entendimiento y
colaboración con los curas. Esta vez, y a diferencia de la presa y la médica de
emergencias de sus dos películas previas con Trapero, Gusmán contó con –dice–
“la ventaja de cierta familiaridad con el tema”, ganada en un par de años de
militancia en la villa 1.11.14 de Flores en su adolescencia. Por su parte, dice
Trapero, “el origen de esta película es bastante largo”. Algunos recordarán que
hace unos cuantos años, apenas después de El bonaerense, el director anunció
que uno de sus próximos proyectos sería una película llamada Villa. “Pero esto
viene de más atrás, de algo que me interesó desde chico. De pibe fui a una
escuela salesiana con la que íbamos a hacer trabajos en los barrios. Luego, mi
parte de la religión se quedó en la escuela, pero sobrevivió la idea de contar
las historias de los curas aventureros. El proyecto Villa ya tiene muchos años,
pero era una producción complicada, de muchas semanas, y puede sonar
contradictorio como muchas cosas en el cine, pero filmar en una villa es muy
caro, por los recursos que requería hacerlo como finalmente lo hicimos.”
“Filmar en una villa implicó toda una complicación
logística”, cuenta Martina, que aunque esta vez no participó como productora
conoce el funcionamiento de ese trabajo desde adentro de Matanza Cine, la
productora de Trapero. “Primero hay que hablar con los punteros, con los
referentes de cada sector, y si querés filmar acá hablás con éste, y después
para pasar a filmar acá con este otro y así. El apoyo de la gente de la villa
fue fundamental para la producción en todos los sentidos: la seguridad, los
espacios para filmar y armar sets. Mucha gente lo tomó como un proyecto propio,
una manera de expresar la realidad propia, y a veces se armaba una especie de
palco en los techos y al terminar una escena venían los gritos y los aplausos:
era impresionante y emocionante. Lo que no quiere decir por supuesto que la
villa no tenga sus cosas, porque también había que entender que los del equipo
de filmación no dejábamos de ser extranjeros en la villa. Cuando ibas a filmar
una escena con un tiroteo, había que avisar bien fecha y hora por las radios
internas, porque por más que sean efectos especiales y que advirtiéramos que
los policías no son policías sino extras, y que mucha de la gente con la que
tratamos es gente súper honesta que se rompe el alma trabajando y no tiene otra
que estar ahí, también hay narcotraficantes, y si se escuchan tiros puede pasar
que salgan a responder para donde sea. Eran cosas que tenés que tener en
cuenta, porque en definitiva estás en un terreno que no es el tuyo, en el que nunca
dejás de ser ese extranjero.”
“A mí hasta me da algo de vergüenza decirlo –dice Trapero–,
pero aunque me considero algo sensible a lo que pasa alrededor, mis prejuicios
antes de entrar a la villa a filmar me llevaron a imaginar un panorama bastante
terrible, como que iba a salir sólo con las medias. Y es cierto que hay
situaciones de violencia y criminalidad, pero también es impresionante la
cantidad de gente que vive honestamente en las condiciones más difíciles por la
sencilla razón de que haber llegado allí para ellos significa progreso, porque
vienen de lugares donde ni siquiera tienen cómo cortar un árbol para comerse
una hoja. Por eso el comienzo de la película ocurre donde ocurre, en la
Amazonia, en un lugar donde mucha gente tiene condiciones sanitarias aún peores
que las que se encuentran en una villa en la ciudad, y se muere porque no tiene
ni comida ni un médico ni nada. Para mucha gente estar en la villa es estar más
cerca de la escuela o de un hospital. Así que sí, la villa tiene zonas a las que
no entrás, pero no entra nadie, ni un equipo de filmación ni los habitantes de
los barrios, son lugares donde no se jode. Pero también hay lugares donde los
pibes juegan a la pelota en la calle y la verdad es que mi pibe no juega a la
pelota en la calle. Hay cierta solidaridad, que se genera a partir de una
mezcla de intimidad y promiscuidad porque las paredes son finitas, todos
escuchan todo y todos conocen a todos, y saben de dónde viene y quién es el
vecino, y nadie viene a meterse con un chico que juega en la calle a la pelota.
Hay códigos en el barrio.”
¿Qué cambió de aquel
proyecto inicial a esta película que hiciste ahora?
Pablo Trapero:
Ese primer proyecto estaba más centrado en los curas y éste más en la gente que
hace el trabajo social. Pero creo que también cambió el mundo, cambió la
realidad. Ya hace 60 años que hay villas, pero hace veintipico todavía era algo
de lo que la mayoría no sabía mucho y hoy es un fenómeno que no para de crecer,
y que da lugar a una convivencia silenciosa entre lo que la población de la
villa le da a la sociedad y lo que ésta le tira a la villa. Hoy es una realidad
aún más cruel que antes, porque para los que no vivimos en la villa pareciera
haberse vuelto un fenómeno necesario: la gente que vive ahí es la que va a
limpiar en nuestras casas, labura en las obras en construcción, hace el laburo
que otras personas no quieren hacer. También ocurre que es una realidad que año
tras año se vuelve más conocida en otros países: nuestros coproductores
extranjeros nos cuentan que lo están viendo en sus países, que hoy ya esperan
ver esas casitas armadas cerca de las vías, que esta necesidad de mucha gente
de estar cerca de la ciudad pero afuera-pero adentro empieza a ser un fenómeno
mucho más conocido, incluso en Europa.
La mirada burguesa
Tres o cuatro escenas de la película van planteando de a
poco un segundo tema, por debajo de la crisis de fe, pero que con el correr de
la película asoma desde el fondo y tiende una de las líneas más interesantes
del relato. Un poco como su universitaria encarcelada en Leonera y la médica de
emergencias que debe atender todo tipo de desgracias en medio de la noche
bonaerense (Carancho), en Elefante blanco Martina Gusmán vuelve a interpretar
una chica cuya extracción social choca contra el contexto al que se ve,
voluntariamente o no, arrojada. En un momento conflictivo (falta de pagos,
materiales, etcétera), un obrero de la villa le espeta a su personaje que ella,
después de todo, al final del día, tiene su “casita” a la cual volver. “El mío es
un personaje de clase media que no tiene las cosas de arriba, pero tampoco
pertenece a ese lugar”, dice Martina. “Ella le dice al obrero que la cuestiona:
‘Sí, yo tengo mi casita pero estoy tratando de hacer algo para que vos tengas
la tuya’. Es esa situación en la que el que no vive en la villa siempre va a
ser un extranjero. El de extranjero es también el lugar del que hace una
película ahí y en general también del que va a verla, pero creo –y esto lo digo
como espectadora de las películas de Pablo– que él tiene la capacidad de
meterse en estas realidades y, sin dejar de reconocer su lugar, embarrarse, con
empatía, permitiéndote ponerte en la piel de otro, y acceder a una realidad
ajena, involucrándote, emocionándote con situaciones que para otros son reales.”
En otra escena es el propio personaje de Luciana el que
comenta esa situación de extranjería, cuando le cuenta a Nicolás que Julián
proviene de una familia acomodada y cómo se ha ido desprendiendo de las
propiedades heredadas e invirtiéndolo todo en la villa sin que sus superiores
de la Iglesia se enterasen. Ellos son, dice Luciana, un poco en broma pero no
tanto, algo así como chicos bien que eligieron ser pobres. “Pasa algo raro con
ese comentario de Luciana”, dice Trapero. “Yo, que no me crié ni en una villa
ni en una familia como la del padre Julián, que crecí en San Justo, en un
barrio bastante común, puedo decir lo que veo desde mi lugar de clase media.
Cuando alguien dice, como Luciana, ‘ése está jugando a ser pobre’, no sé,
pienso que de última ese tipo vive ahí, con los pobres, se mete. La gran
diferencia es que tarde o temprano quizá puede salir, se puede ir a su
departamento cada tanto. Se tiende a mirar con sorna al tipo que por lo menos
investiga qué es lo que puede hacer, y qué sé yo: si fueran muchos más los que
‘se hacen los pobres’ para tratar de entender a los otros, capaz que se podrían
hacer muchas cosas más. Es complejo pero pasa en muchos otros aspectos de la
vida: si los que están en los extremos cruzan un poco la mirada es probable que
se genere algo de ese cruce, más que si cada uno ignora al otro.”
Se trata de un tema,
el de la mirada burguesa sobre los pobres, que interpela también y con
particular fuerza al que va al cine a ver una película de “tema social”, y no
menos a quienes hacen ese cine.
Trapero: Yo me
formé como espectador y director con un tipo de cine que dialoga con la
realidad, pero también sé que cualquier manera de expresión artística es
burguesa. Desde siempre, es así: ya sea porque te mantiene un mecenas y pudiste
salir de tu sucucho, o porque tuviste la suerte de venir de una familia que te
permitió poner tu energía en construir una obra y no tener que salir a laburar
para pagar el morfi. Incluso si venís de la situación más lumpen, desde el
momento en que te pagan por tu laburo artístico ya estás ahí. Por ahí es una
obviedad, pero creo que es la misma razón por la que fracasa el punk: porque no
tiene sentido vender discos si sos punk. En mi caso, como espectador y director
prefiero que esas dos horas de reflexión un poco culposa que puede proveer una
película con trasfondo de violencia social sean dos horas que estimulen mis
sentidos estéticos, que se pueda hacer anclaje en el poder emocional de la
historia. Por eso es importante que al presentar situaciones como las de los
chicos que están tirados ahí arriba, en el Elefante blanco, fumando paco, no
esté filmado como una escena dantesca. Forma parte de un relato, y sí, esos
pibitos tirados están hechos mierda, pero también hay que abandonar un poco la
mirada distanciada de clase media para ver que, después de todo, también hay
mucha gente afuera de la villa que está dopada todo el día, con Valium o
Rivotril. Conozco mucha gente con –como dicen en la villa– la billetera gorda,
que se la pasa empastillada para estar un poco mejor con la realidad,
alimentando mientras tanto un circuito de médicos y laboratorios y farmacias.
Son situaciones que parece que le son lejanas a la clase media, pero en las que
hay muchos elementos que, si las pensás y las planteás bien, podés verlas más
cercanas: podés comparar al pibito con la bolsa de Poxi-ran con el señor que
sale de la farmacia con un frasco de ansiolíticos.
Ahora que ya
terminaste, ¿qué dirías que fue lo más difícil de filmar en la villa?
–Entrar y salir todos los días y pensar en esto todo el
tiempo, tratar de encontrar un equilibrio, entender y mantener cierta lucidez y
no irte muy angustiado porque ves cosas muy dolorosas, quilombos de todo tipo.
Mucha gente, mamás especialmente, nos decían que por ahí hacía quince días que
los pibes no fumaban nada porque estábamos ahí y algunos por ahí laburaban para
la película, se ganaban unos mangos haciendo algo, o simplemente por la
curiosidad de quedarse mirando y –nos decían– por tener algo para hacer. Se
vuelve intenso incluso habiendo estado un período relativamente corto. Y hoy
sigue siendo raro porque, efectivamente, yo me vuelvo acá a mi oficina en
Palermo, y sigo trabajando en la película y sigue vibrando ese contraste.
© Escrito por Mariano
Kairuz y publicado por el Diario Página/12 de la Ciudad Autónoma de Buenos
Aires el domingo 13 de Mayo de 2012.
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