Galileo…
Culpable. Esta
semana la Corte Suprema ratificó su condena al cura Grassi. Foto: Scotellaro
¿Galileo? ¿A qué
viene Galileo? Con las urgencias que hay, con la necesidad de opinar sobre cada
cosa que pasa, con el quilombo diario que tenemos, ¿de qué se trata esto de
Galileo?
© Escrito por Carlos Ares,
periodista, el viernes 23/03/2017 y publicado por el Diario Perfil de la Ciudad
Autónoma de Buenos Aires.
¿Galileo? ¿A qué viene Galileo? Con
las urgencias que hay, con la
necesidad de opinar sobre cada cosa que pasa, con el quilombo diario que
tenemos, ¿de qué se trata esto de Galileo? ¿Por qué? –pienso–, ¿de dónde? –me
digo– ¿hace cuánto –me pregunto– que no releo el libro de Guillermo Boido?
(Noticias del planeta Tierra. Galileo Galilei y la revolución científica, A-Z
Editora, 1988). ¿Qué pasó, qué fue lo que me hizo recordar nuevamente la voz y
la presencia imponente de Walter Santa Ana, ya casi ciego, sobre el escenario
de la sala Casacuberta del Teatro General San Martín, haciendo el Galileo de
Bertolt Brecht?
La escena. Roma, 1633. Galileo había
demostrado la teoría heliocéntrica formulada por Copérnico –“la Tierra gira
alrededor del sol”–, que refutaba a la geocéntrica sostenida hasta entonces por
la Iglesia, basada en la Biblia. El Santo Oficio, tribunal de la Inquisición,
influido por los enemigos de Galileo, entre ellos un jesuita de apellido
Grassi, lo acusa de “introducir doctrinas heréticas” y presenta como prueba un
documento fraguado. Bajo amenaza de tortura, Galileo confiesa. Zafa de la
hoguera en la que, en 1600, habían incinerado a Giordano Bruno por motivos
similares. Es condenado a “prisión perpetua” y a abjurar de sus ideas. Galileo
se arrodilla: “(...) con corazón sincero y no fingida fe abjuro, maldigo y
aborrezco los susodichos errores y herejías y en general cualquier otro error,
herejía y secta contraria a la Santa Iglesia. Y juro que en el futuro no diré
nunca más, ni afirmaré, por escrito o de palabra, cosas por las cuales se pueda
tener de mí semejante sospecha, y que si conozco a algún herético o sospechoso
de herejía, lo denunciaré a este Santo Oficio, o al inquisidor u ordinario del
lugar donde me halle”.
¡Ay, cómo dolía –cómo duele todavía–
esa escena! La congoja anudaba las gargantas y los sollozos aislados se
apagaban bajo el peso del silencio, extendido como un poder sobrenatural,
aterrador, sobre toda la sala. Galileo fue confinado a “prisión domiciliaria”.
En esos últimos años, a pesar de su estado de salud y su ceguera, terminó de
escribir las Consideraciones acerca de dos nuevas ciencias. Murió en 1642, a
los 77 años.
Más de tres siglos tardó la Iglesia
en reconocerlo. Recién en 1979, el papa Juan Pablo II tuvo a bien “conceder” a
Galileo el mérito de haber formulado “normas importantes de carácter
epistemológico que resultan indispensables para poner de acuerdo las Sagradas
Escrituras con la ciencia”. La Iglesia sólo pide perdón a Dios, nunca a los
hombres, por los crímenes que cometen sus miembros. Puede ser que la Tierra no
sea el centro del universo, puede ser que algunos curas violen niños, puede ser
que las dictaduras bendecidas por ellos torturen, asesinen, arrojen los cuerpos
de sus víctimas al mar o los hagan “desaparecer”, puede ser que la mujer sirva
para algo más que para el servicio como monja, pero eso no debe hacer dudar
sobre las “sagradas escrituras”, ni la fe en la misericordia de Dios. Divina,
la Iglesia.
Tal vez se debió a una asociación
involuntaria. La Corte Suprema ratificó esta semana la condena al cura Julio
César Grassi, uno de los tantos pederastas que la Iglesia todavía encubre. Pero
no. Al menos, no fue sólo por eso. Cuando vuelvo a Galileo es, siempre, por un
ahogo emocional, porque falta el aire libre, como aquella noche en que vi por
primera vez la representación de la obra de Brecht en el San Martín.
Sé que se había apagado ya la patria
panelista en la tele, también las redes sociales, que el silencio era un
bálsamo en la madrugada. Que se relajaba ya la tensión de otro día intenso,
colapsado por intereses contrapuestos en las calles, en los escritorios, en las
aulas, en las cuevas mafiosas del Santo Oficio, donde se trama la acusación que
nos obligue a arrodillarnos, a confesar, a reconocer que no se puede, que esto
nunca va a cambiar y que hay que denunciar y delatar a todo aquel que se
entusiasme y piense lo contrario. Y fue ahí, sí, que recordé al viejo Galileo,
solo, en su casa, de cara a la noche y a las estrellas, murmurando: “Eppur si
muove” (“Y sin embargo se mueve”).