Propongo que empecemos ya mismo a construir un gran edificio. Ese es el llamado al país. El edificio debe tener varias plantas. Las bocetadas en estas páginas son tres: una economía desarrollada a pleno, la mejor educación y el rescate de todos los marginados. Debemos levantar esa Argentina preferible. Más próspera y menos injusta. Más democrática y menos exasperada. Más segura y menos confusa. Más instruida y menos intemperante. Hay que trazar, para eso, un camino crítico. Una tarea preparatoria la dieron los dirigentes políticos –de las más variadas ideologías y con ambiciones opuestas– que el 17 de diciembre de 2010 firmaron un acuerdo de gobernabilidad. Uno que muchos habían juzgado imposible. En las páginas siguientes figuran la historia de ese acuerdo, las firmas de quienes lo suscribieron, y los antecedentes de pactos que, a lo largo de nuestra historia, firmaron sectores y figuras sin nada en común. Nada, excepto la voluntad de construir una nación y luego consolidarla.
Más tarde, el libro se vuelve personal y transmite algunas ideas con vistas a lo que (creo) debería ser objeto de un segundo acuerdo. Cuando muestro lo bajo que estamos en el ranking mundial del desarrollo, la educación y la justicia social, no lo hago para causar el desaliento. El propósito es medir el tiempo necesario para alcanzar los niveles a los que deberíamos aspirar. Muestro esa fotografía para que advirtamos las tareas que nos esperan. Para establecer el orden en el cual deberemos realizarlas. Para entender que si –con vistas al bicentenario de la Independencia– queremos una Argentina mejor, debemos comenzar la obra sin demoras. Hoy.
Educación distribuida. Albert Einstein puede tener treinta discípulos; pero no 30 mil. Y no existen mil profesores de física que puedan compararse con el hombre que halló la fórmula E = mc2. Durante años, la ecuación universitaria fue: más alumnos, menos calidad. Ya no. Una revolución pedagógica, unida a las comunicaciones, hizo posible la educación distribuida. Hoy Einstein podría dictar clases a millones, ayudado por gráficos, animaciones y videos. Los estudiantes elegirían cuándo y dónde verlo.
Los costos de estudiar con apoyo electrónico son casi nulos para jóvenes que viven ligados por Facebook o Twitter, juegan con la PlayStation o leen libros en “tabletas” como la iPad. Quien carezca de la parafernalia electrónica, puede servirse de los locutorios diseminados por todo el país. Ninguno sería un receptor pasivo. Con la educación distribuida, los alumnos deben realizar trabajos prácticos –corregidos por un sistema computarizado– y navegar por una inmensa bibliografía. Ya está ocurriendo.
Las universidades a distancia se multiplican. No son universidades virtuales. Tienen su sede y, cada vez más, emplean el sistema de “educación distribuida”, que combina clases virtuales con presenciales. Los alumnos que viven lejos de la universidad asisten semanalmente a una subsede, donde reciben el apoyo de tutores, se relacionan entre sí y dialogan con otros profesores mediante videoconferencias. Todos ellos rinden, a su debido tiempo, exámenes presenciales. Es la modalidad que tiene, en la Argentina, la Universidad Siglo 21 de Córdoba. La sede rosarina de la Universidad del Salvador (USAL) ofrece un posgrado sobre enseñanza superior a distancia. Se dicta a través de los celulares inteligentes Blackberry. A las clases virtuales se añaden dos actividades presenciales por módulo. La enseñanza distribuida no prescinde de los libros, sino que, al contrario, potencia su uso.
Los 12.500.000 volúmenes en papel que posee Yale ya no son un privilegio. Bibliotecas digitales como Flat World Knowledge, Questia, Jstor o Proyecto Gutenberg almacenan libros, en diferentes idiomas, que pueden bajarse a cualquier soporte. En castellano, hay un sinnúmero de bibliotecas virtuales, muchas de las cuales ofrecen libros gratis. La tecnología permite, de este modo, masifi car la excelencia; pero el proceso no está exento de riesgos. Así como la Encyclopædia Britannica no sustituye a la universidad, tampoco lo hace Internet. Una y otra son formidables complementos. Las universidades del futuro no tendrán grandes edificios, pero estarán sometidas a severos requisitos para su instalación, se las someterá a controles periódicos y no podrán ser transferidas sin autorización oficial. Será su obligación fijar secuencias inalterables para cada carrera, escoger profesores especializados en educación distribuida, establecer telecontroles de alumnos que rindan exámenes a distancia y otorgar diplomas que –en ciencias médicas y otras profesiones– estarán sujetos a reválida por instituciones oficiales. El primer peligro es la facilidad con la que cualquiera puede montar –con mínimo costo– una “universidad virtual”. El ciberespacio está poblado de materiales didácticos gratuitos, que pueden ser capturados y organizados arbitrariamente. YouTubeEDU o iTunesU permiten subir y bajar clases universitarias filmadas. Más aun, existe el OpenCourseWare (OCW), ideado por Nicholas Negroponte, al cual adhieren varias universidades. Cursos enteros son colgados en la red, para que se los baje gratuitamente.
El Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) ya puso en OCW 1.900 cursos. Usadas con irresponsabilidad, esas nobles iniciativas dan lugar a sistemas precarios de educación a distancia. El valor de un título dependerá ahora, más que nunca, del prestigio que tenga la universidad otorgante. La educación superior argentina enfrenta otro peligro. Si no se ofrece alta calidad, los alumnos más exigentes iniciarán una migración virtual a Harvard, Salamanca o La Sorbona. Salvo en las carreras que otorgan títulos habilitantes, les dará lo mismo estudiar en la Argentina o, desde aquí, en prestigiosas universidades ubicadas a miles de kilómetros. Yale se ha propuesto convertirse en “universidad global” y el proyecto tiene el impulso de un latinoamericano: Ernesto Zedillo, ex presidente de México. La globalización educativa tiene ventajas y desventajas. Además de proveer conocimientos generales, una universidad contribuye al fortalecimiento de la identidad nacional. Hoy, nuestras universidades nacionales pueden ser masivas y ofrecer alta calidad. Para eso necesitan dos cosas. Una, admitir que la revolución tecnológica es irreversible. Dos, provocar un cambio copernicano en el modo de enseñar. El psicólogo y tecnólogo David Wiley sostiene que “si las universidades no encuentran la forma de innovar y adaptarse a los cambios que se están dando en su derredor, hacia 2020 serán irrelevantes”.
Adaptarse no significa olvidar los viejos métodos, sino combinarlos.
Barack Obama tiene como subsecretaria de Educación a Martha Kanter , que lideró una comunidad de recursos educacionales abiertos vía Internet.
Sin perjuicio de eso, a sólo 28 días de haber asumido la presidencia de Estados Unidos, promulgó una ley que asignó 100 mil millones de dólares a la mejora de la enseñanza formal en todos los niveles.
Ni facilismo ni complacencia. Bill Gates fundó Microsoft a los 19 años. A la misma edad, Mark Zuckerberg creó Facebook. Steve Jobs montó Apple a los 21. Larry Page y Sergey Brin lanzaron Google cuando ninguno de los dos pasaba de 25. Creadores más morosos fueron: Steven Shih Chen (26 años, YouTube), Jerry Yang (26, Yahoo!), Sabeer Bhatia (27, Hotmail), Dan Bricklin (27, VisiCalc, origen de Excel), Janus Friis y Niklas Zennström (ambos de 27, Skype), Jack Dorsey (29, Twitter). Hoy es imposible concebir el mundo sin lo creado por estos hombres entre los 19 y los 29 años.
Todo habitante del planeta depende, directa o indirectamente, de las computadoras y sus infinitas “aplicaciones”, el acceso a la Web, el correo electrónico o las redes sociales. Se puede extraer, de esta revolución, más de una enseñanza:
Adolescencia y posadolescencia –las etapas más fértiles de la vida– no deben sufrir la sequía que traen el facilismo y la complacencia. En la Argentina se llama “chicos” a hombres de la misma edad que tenía Gates cuando creó Microsoft; o Jobs cuando alumbró Apple. Nuestra educación está dominada por el afán de “contener” a adolescentes y post adolescentes, ahorrándoles el estrés que causan una educación “opresiva” o una autoexigencia “perjudicial”. La búsqueda de logros “prematuros” obliga –según se cree– a una continua “tensión”, que deja cicatrices en la personalidad. En cambio –como dice Beatriz Sarlo– se pretende “educar para la expresión”. La idea es emancipar al adolescente de la enseñanza “compulsiva” y permitir que exhiba “su subjetividad”. En realidad, esto le cierra el camino al perfeccionamiento y a la realización personal.
© Escrito por Rodolfo Terragno, ex senador nacional, periodista y literato, y publicado por el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires el domingo 26 de Junio de 2011.
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