Xi Jinping. Fotografía: CEDOC
El último viaje de Massa y su comitiva a China replantea el alineamiento internacional de la Argentina. Los acuerdos con Xi Jinping y el frío de EEUU.
© Escrito por Jaime Neilson, former editor of the Buenos Aires Herald (1979-1986), el sábado 10/06/2023 y publicado por el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Hace casi veinte años, el
entonces presidente Néstor Kirchner anunció que China estaba por invertir tanta plata en el país que en
adelante habría que colgar un retrato suyo al lado de aquel del Libertador José
de San Martín en todos los despachos oficiales. Aunque el torrente de dinero que
Néstor esperaba conseguir nunca se materializó, lo que presuntamente tenía en mente distaba de ser
insensato.
Como muchos otros, el
fundador de la dinastía K entendía que la expansión económica de China
modificaría drásticamente el mapa geopolítico del mundo e intuía que a la Argentina le convendría vincularse
cuanto antes con la eventual superpotencia de mañana, emulando así a San Martín que despejó el camino para
que el país tuviera una relación estrecha y beneficiosa, que duraría más de un
siglo, con el Imperio Británico. Puede que Sergio Massa, con lo de “Argenchina” cuya aparición festejó, haya
fantaseado con asegurarse un lugar igualmente destacado en el panteón nacional.
De resultar ciertas las
previsiones de los convencidos de que el futuro se escribirá en chino mandarín,
ni el gobierno actual ni sus sucesores inmediatos podrían darse el lujo de
minimizar el significado del cambio así supuesto. Después de la Segunda Guerra
Mundial, el presidente Juan Domingo Perón, cometió un error
garrafal al oponerse frontalmente
a la hegemonía patente de Estados Unidos que creía sería pasajera. Andando el
tiempo, procuraría reconciliarse con el cada vez más imponente “Coloso del
Norte”, pero ya era demasiado tarde. Desgraciadamente para el país, la
resistencia inicial del general a reconocer que el orden mundial basado en el
poder de Estados Unidos duraría por mucho tiempo, lo hizo consolidar el modelo
socioeconómico que está desintegrándose ante nuestros ojos, con consecuencias
terribles para la mayor parte de la población.
Sea como fuere, mientras
que en 1946 era razonable suponer que países de cultura occidental continuarían
desempeñando un papel rector en el mundo, puesto que tanto Estados Unidos como
su principal rival, la Unión Soviética, se habían inspirado en ideas netamente
europeas, la situación actual es muy diferente. Aunque la elite china ha
adoptado una versión sui géneris del marxismo, su forma de pensar debe mucho a
sus propias tradiciones, en especial a las confucianas, de suerte que para los
demás es aún más difícil entender lo que los motiva de lo que era para los
“kremlinólogos” que intentaban descifrar lo que ocurría en el seno del régimen
soviético.
El cada vez más
autocrático presidente chino Xi Jinping y quienes lo rodean son nacionalistas.
Sienten orgullo por lo logrado a través de los milenios por la gran
civilización china que, no lo olvidemos, en distintas épocas era por mucho la
más próspera e intelectualmente más sofisticada del mundo. Desde su punto de
vista, sería natural que China retomara su lugar en el ápice de un orden
internacional jerárquico en que los demás pueblos ocuparían puestos más
humildes.
Hasta hace poco, China disfrutaba de una
relación mutuamente beneficiosa con Estados Unidos en que, a cambio de encargarse de la producción de
bienes de consumo y de tal modo ayudar a reducir el costo de vida de los
norteamericanos, aprovechaba las ventajas comerciales y tecnológicas que les
brindaba el orden mundial regenteado por Washington. Sin embargo, al darse
cuenta los norteamericanos de que, con su ayuda, China estaba erigiéndose en
una superpotencia rival que se guiaría por valores que les son radicalmente
ajenos, llegaron a la conclusión de que habían sido víctimas de una gran
estafa. Con todo, si bien quisieran “desacoplarse” de China con la esperanza de
frenar su desarrollo económico privándola de acceso al mercado norteamericano,
no les será nada sencillo hacerlo sin poner fin a la globalización y de tal
manera provocar una gravísima crisis económica mundial que a buen seguro los
perjudicaría.
Frente a China, Joe Biden ha resultado
ser aún más agresivo que Donald Trump. En
Washington, los jefes militares están preparándose anímicamente para una
eventual guerra en defensa de la independencia de Taiwán que, para Pekín, es
sólo una provincia rebelde que tarde o temprano tendrá que ser reincorporada a
la Madre Patria, una guerra que, de acuerdo común, sería una catástrofe aún
mayor que la provocada por la invasión de Ucrania por el ejército de Vladimir
Putin. Sin embargo, aun cuando los dos gigantes opten por seguir compitiendo de
manera pacífica, ambos harán cuanto puedan por aumentar el poder económico,
tecnológico y diplomático propio en desmedro de aquel de su contrincante, lo
que ya ha comenzado a plantear problemas a los muchos países, entre ellos la
Argentina, que quisieran sacar provecho de la “guerra fría” que se ha desatado.
Tanto Estados Unidos como China
cuentan con ventajas y desventajas. El
sistema político norteamericano a veces parece ser tan disfuncional como el
argentino, mientras que la dictadura china tiene forzosamente que privilegiar
los intereses de una elite que se cree sin más alternativa que la de tratar de
controlar hasta los pensamientos del resto de la población, La legitimidad del
régimen depende de un pacto informal según el cual su derecho a gobernar se
basa en el éxito innegable de su estrategia económica, lo que entraña el riesgo
de que una recesión, o las secuelas del colapso demográfico que ya está
incidiendo en la vida del país, darían lugar a disturbios inmanejables.
Por ahora cuando
menos, Estados
Unidos está tecnológicamente más avanzado que China, pero Xi y quienes lo rodean confían en que el empleo
sistemático de la Inteligencia Artificial le permitirá adelantarse. En este
terreno, cuentan con la ayuda de “progresistas” norteamericanos que están
resueltos a subordinar todo, comenzando con la calidad académica, a la
“equidad” racial y sexual, una obsesión que ya está teniendo un impacto muy
negativo en las facultades científicas de Harvard y otras universidades aún muy
prestigiosas.
Si China tiene una carta
de triunfo en la lucha por superar a Estados Unidos en la carrera tecnológica,
es la voluntad de esforzarse, es decir, “la cultura de trabajo”,
de los integrantes más talentosos de su población. Como acaba de recordarnos Máximo Kirchner que, para
extrañeza de muchos, acompañó a Massa en su expedición a los dominios de Xi en
busca de dinero fresco, “es admirable lo que hizo China” en el ámbito de la
enseñanza.
TRASTIENDA DE LAS HORAS MÁS DRAMÁTICAS
DE SERGIO MASSA
No se equivocó el jefe de
La Cámpora, pero olvidó señalar que el sistema educativo chino se destaca por
su rigor extremo. A diferencia de lo que es habitual en la Argentina, el país
del “ingreso irrestricto” y de la mentalidad facilista correspondiente, en
China los jóvenes que quieren ir a una universidad tienen que superar el
temible Gaokao, una prueba que figura entre las más exigentes y competitivas
del mundo entero.
Para prepararse, es
normal que, durante años, millones de adolescentes chinos, cuidadosamente
vigilados por sus padres, estudien al menos diez horas todos los días. Si por
algún motivo los docentes se declararan en huelga, serían linchados por sus
vecinos o, si tuvieran suerte, enviados a un campo de reeducación en alguna
región remota, ya que incluso los contrarios al régimen comunista comparten la
fe más que milenaria de los chinos en la meritocracia. De más está decir que
sería maravilloso que Máximo, impresionado por un sistema educativo que ha
contribuido enormemente a la transformación sumamente rápida de China de un
país paupérrimo en una gran potencia económica, ordenara a la gente de La
Cámpora militar para que la Argentina lo adoptara, pero la posibilidad de que
lo hiciera es virtualmente nula.
Según Massa y otros
oficialistas, los chinos estarán dispuestos a ayudar financieramente a
“Argenchina” con “swaps” ampliados, yuanes y así por el estilo sin pedirle nada
a cambio. Dicen que no son como los técnicos pedantescos del Fondo Monetario
Internacional que, por razones incomprensibles, quieren que el gobierno preste
más atención a los números. Es una ilusión. Si bien es cierto que en
ocasiones el régimen chino aplica criterios que son más geopolíticos que económicos
cuando le interesa relacionarse con países en apuros, nunca vacila en
aprovechar su capacidad para presionar a los endeudados para que lo apoyen en
el escenario mundial, además de obligarlos a hacer concesiones que son lesivas
a la soberanía nacional.
Lejos de ser un acreedor
blando, como uno de los integrantes principales del FMI, China ha adoptado
posturas tan severas como las de Alemania y Japón que están entre los más
reacios a continuar aportando al “plan llegar” de Massa por entender que aprobarlo sería contraproducente
no sólo para la Argentina sino también para el sistema financiero mundial.
Si resulta que tengan
razón quienes prevén que China desempeñe un papel internacional preponderante
en los años que vienen, no manifestará mucha simpatía por países que parecen
incapaces de mantenerse solventes. Los chinos no se sienten abrumados por “la
culpa post-imperial” que aflige a los europeos y, hasta cierto punto, los
norteamericanos. Tampoco se sentirán conmovidos por la pobreza extrema en otras
partes del mundo; después de todo, tienen derecho a decir que, para superarlo,
les bastaría con hacer lo que, a partir de 1979, ha hecho su propio gobierno.
Se trataría de una propuesta que, claro está, no motivaría mucho entusiasmo en
las filas de kirchnerismo.
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