Sin elecciones…
Cristina Fernández de Kirchner y Mauricio Macri
La Argentina,
últimamente, no es noticia: eso es, para los argentinos, una gran noticia. Y
nos sorprende: ya hace semanas, incluso meses que la Argentina no produce
sorpresas, que todo se desarrolla en la dirección y ritmo previsibles. En medio
de crímenes diversos, que los medios relatan con regodeo y babita, se constata
la obstinada degradación de las condiciones económicas y sociales, la obstinada
acumulación de causas judiciales contra Cristina Fernández de Kirchner, sus
socios y amigos y familia, la obstinada preparación de las elecciones que,
desde marzo a noviembre, mantendrán al país ocupado o como si.
© Escrito por Martín
Caparrós el lunes 04/03/2019, Copyright: 2019 The New York Times News Service, y publicado por Diario Digital Infobae de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
La forma de estas
elecciones ya es un disparate y es, también, el síntoma más claro de un
liderazgo roto. Los gobernadores provinciales que buscan su reelección
desconfían de sus supuestos jefes nacionales y no quieren que les hagan perder
votos, así que, para distanciarse, convocaron sus elecciones en fechas
distintas de las presidenciales —y distintas entre sí—. Será un festival: desde el próximo domingo 10 de
marzo hasta el domingo 16 de junio solo habrá tres fines de semana en que no se
elegirá a algún gobernador. Son los que corresponden a
tres feriados nacionales —el 24 de marzo, el 1 de mayo, el 25 de mayo— pero el
Domingo de Resurrección sí habrá voto en San Luis.
Esa avalancha
arrolladora de elecciones deberá conducir hacia el gran estallido final: el 11
de agosto se harán esas "primarias abiertas" cuya función real no
entiende nadie, el 27 de octubre la primera vuelta de las presidenciales y las
legislativas nacionales, y el 24 de noviembre, el balotaje que decidirá el
próximo presidente o presidenta o presidento de la República Argentina. Será el Día de la Resignación, un gran momento del
rechazo: elecciones que no van a decidir quién debe ser el presidente sino
quien no debe serlo.
Hay dos candidatos
excluyentes: Mauricio Macri, Cristina Fernández de Kirchner. Todas las encuestas muestran que más de la mitad de
los argentinos no quiere votar a Macri. Y que más de la mitad —otros, los
mismos— de los argentinos no quiere votar a Fernández. Más allá de odios
particulares o prejuicios varios, no hay duda de que los dos se ganaron ese
rechazo con cuidadosas gestiones de gobierno.
Tras ocho años de presidencia definida por la
intolerancia y la soberbia, Fernández entregó un país con 29
por ciento de personas pobres, un déficit fiscal incontenible y un 125 por
ciento de inflación en sus tres últimos años a un sucesor
que hizo campaña diciendo que nada era más fácil que bajar la inflación,
que no entendía por qué no lo habían hecho.
Que no entendía
estaba claro. Ahora, tras tres años definidos por los errores y rectificaciones
y más errores y menos rectificaciones, el
gobierno del sucesor Mauricio Macri acumula una inflación de casi el 160 por
ciento. En ese lapso la deuda externa aumentó más del 30 por
ciento, el PBI bajó más del 15 por ciento, el precio de los servicios se
triplicó y la cantidad de pobres creció en un 15 por ciento. La obsesión de sus
publicistas es buscar alguna cifra positiva —y no la encuentran—.
En síntesis: está claro que los dos fracasaron tristemente en
sus intentos de mejorar el país que recibieron de sus predecesores;
que los dos lo empeoraron y empeoraron, sobre todo, las vidas de los que más
apoyo necesitan. Y, sin embargo, las mismas encuestas también dicen que un
tercio de los argentinos quiere votar por cada uno de ellos y que, por eso, su
próximo presidente será Cristina Fernández o Mauricio Macri.
O, dicho de otra
manera: si todo sigue su curso, los
argentinos elegirán para gobernarlos a una persona que cuenta con el rechazo de
más de la mitad, porque su otra opción despierta más rechazos
todavía: el mal menor elevado a estrategia de Estado.
Los dos
candidatos, por supuesto, juegan con esa situación. El mayor mérito que exhibe cada uno de ellos es no
ser el otro. Las encuestas dicen que Macri tendría menos intención
de voto que Fernández pero que, ya en la segunda vuelta, Fernández provocaría
más rechazos y entonces él le ganaría. Macri necesita a Fernández para poder
ser el mal menor. Es la misma política que usaron, durante años, Cristina y
Néstor Kirchner: hacían todo lo posible por conservar a Macri como rival porque
muchos los votaban a ellos para impedir que ganara él. Y ahora él hace lo mismo
con ella, y la Argentina lleva más de una década entrampada en esta treta de
pelea de barrio, en este barro inútil.
(Pero el precio
que pagó Macri para recuperar a su enemiga útil fue muy alto: solo el fracaso
de sus políticas económicas consigue mejorar la imagen de Fernández, que terminó su gobierno muy desprestigiada y, desde
entonces, se siguió desprestigiando más y más con revelaciones sobre sus tan
variadas corruptelas. Hay quienes se sorprenden de que los
argentinos quieran que los gobierne una señora con tantas y tan fundamentadas
causas criminales. Pero la corrupción despierta una indignación variable y funcional:
es el reproche más vehemente cuando un sector social rechaza la política de un
candidato o un gobernante, pero se olvida cuando esa política les parece
deseable o encomiable).
Así está, ahora, la Argentina: entre dos
variaciones del fracaso, dos pasados que luchan por no pasar del todo. No hay ninguna razón —ellos no la ofrecen—
para creer que ahora van a hacer bien lo que ya hicieron tan mal, pero las
tentativas de producir opciones nuevas no prosperan. Es cierto que, en su
mayoría, las llevan adelante jóvenes viejos del "peronismo
civilizado" —con perdón— como Sergio Massa y Juan Manuel Urtubey,
caudillos locales cuarentones guapetones bien trajeados que se parecen
demasiado a una mezcla de los dos malos conocidos. Y que ahora, informados de
su inviabilidad por las encuestas, están tratando de inventar algún otro
candidato, como el ex ministro de Economía de Duhalde, Roberto Lavagna. No
parece que vaya a despegar, no suscita entusiasmos ni tiene por qué.
Así que lo más probable es que se imponga el
mal menor, que siempre es mal pero nunca menor. En las últimas décadas, la Argentina se ha
especializado en innovar: busca incansable —y encuentra, solvente— formas
nuevas de la degradación. Esta, la de un país que se resigna a reelegir a uno
de dos fracasados porque no tiene la audacia o la imaginación o la consecuencia
necesarias para buscar otras salidas, es una nueva cumbre: la promesa de otros cuatro años perdidos.
Quedan todavía
unas semanas; quizás en ellas pase algo y la Argentina recupere su poder de
sorpresa. No parece. Mientras tanto, la
política del menos malo es la mejor forma de seguir fomentando el descrédito de
la política, de confirmarla como un juego ajeno, inútil, casi
innecesario —y abrir la puerta a vaya a saber qué apóstoles y espadachines—.
Bolsonaros y trumpitos se restriegan las manos. Para contrarrestarlos deberían
aparecer opciones nuevas: no personas sino proyectos, debates, la búsqueda
común de una idea de país. Llevamos décadas sin hacerlo; ya no está claro que
sepamos cómo.
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