La vieja atorranta...
Hace muchos años, cuando era
psicólogo muy joven, trabajé en algunos geriátricos. (...) Muchos de ustedes
trabajarán o habrán trabajado en alguna institución, y sabrán que lo que tiene
que hacer todo el que trabaja en un establecimiento al ingresar es ir a la
cocina, porque la cocinera es la que está al tanto de todo lo que pasa. Más que
los médicos incluso.
© Del Libro Encuentros escrito por Gabriel Rolón.
Llegué, entonces, una mañana, me dirigí a la cocina y, como era habitual, le pregunté a la cocinera.- ¿Y, Betty, alguna novedad? -Sí, doctor- me llamó así aunque soy licenciado-. ¿Ya vio a la vieja atorranta?
-No - le dije asombrado-. ¿Entró una
abuela nueva?
-Sí, una viejita picarona.
Me quedé tomando unos mates con ella
y no volví a tocar el tema hasta que entró la enfermera y me dijo:
-Gaby, ¿ya
viste a la atorranta?
-No -le respondí.
-Tenés que verla. Se llama Ana.
Lo primero que me llamó la atención
fue que utilizara, para referirse a ella, el mismo término que había usado la
cocinera: Atorranta.
Pero lo cierto es que habían conseguido despertar mi
interés por conocerla. De modo que hice mi recorrida habitual por el geriátrico
y dejé para el final la visita a la habitación en la que estaba Ana.
En esa hora yo me había estado
preguntando de dónde vendría el mote de vieja atorranta. Supuse que,
seguramente, debía ser una mujer que cuando joven habría trabajado en un
cabaret, o que tendría alguna historia picaresca. Pero no era así.
Cuando entré
en su habitación me encontré con una abuela que estaba muy deprimida y que casi
no podía hablar a causa de la tristeza. Su imagen no podía estar más lejos de
la de una vieja atorranta. Me acerqué a ella, me presenté y le pregunté:
-Abuela, ¿qué le pasa?
Pero ella no quiso hablar demasiado; apenas si me
respondió algunas preguntas por una cuestión de educación. Pero un analista
sabe que esto puede ser así, que a veces es necesario tiempo para establecer el
vínculo que el paciente necesita para poder hablar. Y me dispuse a darle ese
tiempo.
De modo que la visitaba cada vez que
iba y me quedaba en silencio a su lado. A veces le canturreaba algún tango. Y,
allá como a la séptima u octava de mis visitas la abuela habló:
-Doctor, yo le
voy a contar mi historia.
Y me contó que ella se había casado, como se
acostumbraba en su época, siendo muy jovencita, a los 16 años con un hombre que
le llevaba cinco. Yo la escuchaba con profunda atención.
-¿Sabe? -me miró como
avisándome que iba a hacerme una confesión-, yo me casé con el único hombre que
quise en mi vida, con el único hombre que deseé en mi vida, con el único hombre
que me tocó en mi vida y es el hombre al que amo y con el que quiero estar. Me
contó que su esposo estaba vivo, que ella tenía ochenta y seis años y él
noventa y uno y que, como estaban muy grandes, a la familia le pareció que era
un riesgo que estuvieran solos y entonces decidieron internarlos en un
geriátrico.
Pero como no encontraron cupo en un
hogar mixto, la internaron a ella en el que yo trabajaba, y a él en otro. Ella
en Provincia y él en Capital. Es decir que, después de setenta años de estar
juntos los habían separado. Lo que no habían podido hacer ni los celos, ni la
infidelidad, ni la violencia, lo había hecho la familia. Y ese viejito, con sus
noventa y un años, todos los días se hacía llevar por un pariente, un amigo o
un remises en el horario de visita, para ver a su mujer. Yo los veía
agarraditos de la mano, en la sala de estar o en el jardín, mientras él le
acariciaba la cabeza y la miraba. Y cuando se tenían que separar, la escena era
desgarradora.
¿Y de dónde venía el apodo de vieja
atorranta? Venía del hecho de que, como el esposo iba todos los días a verla,
ella les había pedido autorización a las autoridades del geriátrico para ver
si, al menos una o dos veces por semana, los dejaban dormir la siesta juntos. Y
entonces, ellos dijeron:
-Ah, bueno... Mirá vos la vieja atorranta.
Cuando la abuela me contó esto,
estaba muy angustiada y un poco
avergonzada. Pero lo que más me
conmovió fue cuando me dijo, agachando la cabeza:
-Doctor, ¿qué vamos a hacer de
malo a esta edad? Yo lo único que quiero es volver a poner la cabeza en el
hombro de mi viejito y que me acaricie el pelo y la espalda, como hizo siempre.
¿Qué miedo tienen? Si ya no podemos hacer nada de malo. Conteniendo la emoción,
le apreté la mano y le pedí que me mirara. Y entonces le dije:
-Ana, lo que usted quiere es hacer
el amor con su esposo. Y no me venga con eso de que ¿qué van a hacer de malo?
Porque es maravilloso que usted, setenta años después, siga teniendo las mismas
ganas de besar a ese hombre, de tocarlo, de acostarse con él y que él también
la desee a usted de esa manera. Y esas caricias, y su cara sobre la piel de sus
hombros, es el modo que encontraron de seguir haciéndolo a esta edad.
Pero
déjeme decirle algo, Ana: ése es su derecho, hágalo valer. Pida, insista,
moleste hasta conseguirlo. Y la abuela molestó.
Recuerdo que el director del
geriátrico me llamó a su oficina para
preguntarme:
-¿Qué le dijiste a la vieja?
-Nada- le dije haciéndome el
desentendido- ¿Por qué?
La cuestión fue que con la asistente
social del hogar en el que estaba su esposo, nos propusimos encontrar un
geriátrico mixto para que estuvieran juntos. Corríamos contra reloj y lo
sabíamos. Tardamos cuatro meses en encontrar uno. Sé que, dicho así, parece
poco tiempo. Pero cuatro meses cuando alguien tiene más de noventa años, podía
ser la diferencia entre la vida y la muerte.
Además ella estaba cada vez más
deprimida y yo tenía mucho miedo de que no llegara. Pero llegó. Y el día en el
que se iba de nuestro geriátrico fui muy temprano para saludarla, y en cuanto
llegué, la cocinera me salió al cruce y me dijo:
-No sabés. Desde las seis de
la mañana que la vieja está con la valija lista al lado de la puerta.
-Yo me
reí. Entonces fui a verla y le dije:
-Anita, se me va. Y ella me miró
emocionada y me respondió:
-Sí doctor... Me vuelvo a vivir con mi viejito. -Y
se echó en mis brazos llorando.
-Ana- le dije- Nunca me voy a olvidar de usted.
Y como habrán visto, no le mentí.
Jamás me olvidé de ella, porque
aprendí a quererla y respetarla por su lucha, por la valentía con la que
defendió su deseo y porque gracias a esa vieja atorranta, pude comprobar que
todo lo que había estudiado y en lo que creía, era cierto: que se puede pelear
por lo que se quiere aunque se deje la vida en el intento. Y además, porque la
abuela me dejó la sensación de que, a pesar de todas las dificultades, cuando
alguien quiere sanamente y sus sentimientos son nobles, puede ser que
enamorarse sea realmente algo maravilloso y que el amor y el deseo puedan
caminar juntos para siempre.
Dejemos el prejuicio y la crítica...
Seamos tolerantes
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