Conspiraciones…
Mientras
la sociedad se pregunta dónde está Santiago Maldonado, sectores del oficialismo
y algunos de los medios más poderosos inventan un nuevo enemigo interno: “los
mapuches separatistas financiados desde el extranjero”. Esta teoría engrosa la
lista de las teorías conspirativas presentes durante toda la historia
argentina.…
© Escrito por Esteban Campos y publicado el jueves 20/09/2017 por el
Diario La Vanguardia de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
La
multiplicación de las imágenes de Santiago Maldonado en las redes sociales y
las movilizaciones que reclaman por su aparición han debilitado al gobierno de
Mauricio Macri, inmerso en una coyuntura electoral decisiva, que esperaba
sortear sin mayores problemas a partir de su buena performance en
las PASO.
Si
hasta el 1º de agosto la estrategia polarizadora del elenco gubernamental se
había limitado a repartir las estampitas del buen gobierno lanceando a la
bestia negra del populismo, la movilización de sentimientos que provocó en un
sector de la población la desaparición de un joven militante en un operativo
represivo planteó otra clase de desafío. El peligro para el gobierno era, hasta
hace unos días, la universalización del reclamo, con la potencia de
despolarizar la conflictividad política hasta sustituir el gran relato de la
grieta por otros escenarios más incómodos, donde el Estado es presionado desde
abajo.
Sin
embargo, el gobierno recuperó la iniciativa y tuvo cierto éxito en instalar la
idea de que el reclamo por la aparición con vida de Santiago Maldonado tiene
una matriz impura, debido a su utilización política en tiempos electorales. El
conflicto fue reubicado en la trama previsible del antagonismo entre el
kirchnerismo y la administración del PRO, con sus desconfianzas recíprocas, con
su catarata de insultos que reemplazan la política por la reafirmación de la
propia identidad.
Es
en este contexto de tire y afloje donde el gobierno, los medios amigos y la
minoría intensa que constituye su base electoral más leal hicieron circular
la versión de una densa trama conspirativa, una amenaza a la puesta en acto del
Estado mismo, que se ve obligado a defenderse.
Desde
la asunción de Mauricio Macri, el PRO ha configurado a un contendiente
imaginario, denunciando constantemente el ataque del populismo a las
instituciones democráticas. La tenebrosa vuelta de tuerca actual es que la
construcción de esta amenaza está incorporando elementos cada vez más
radicales, cada vez más “otros”, cada vez más amenazantes, lo que nos ubica en
las coordenadas de la teoría del complot.
El PRO ha configurado a un
contendiente imaginario denunciando el ataque del populismo a las instituciones
democráticas. La teoría del complot se ha incorporado a su discurso.
El
primer paso firme en la invención de un nuevo enemigo interno fue el informe
del periodista Jorge Lanata, que denunció la existencia de una guerrilla
mapuche en el sur, al mismo tiempo que las redes sociales se inundaban con la
pregunta por Santiago Maldonado. A partir de ese momento, los periodistas
oficialistas citaron declaraciones de funcionarios y boletines de inteligencia
que destacaban las supuestas conexiones entre la Resistencia Ancestral Mapuche
(RAM), las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, grupos armados del
Kurdistán, La Cámpora y las Madres de Plaza de Mayo. Pero como la RAM es un
colectivo demasiado pequeño y remoto como para calar hondo en la imaginación
popular, la amenaza se traslado a las grandes ciudades y empezó a articular
grupos e identidades cada vez más amplios, en coincidencia con la masiva
manifestación por Santiago Maldonado el viernes 1º de septiembre, mientras el
gobierno y los medios denunciaban una ola de atentados, ataques a las fuerzas
de seguridad y amenazas contra la familia presidencial.
El
sábado siguiente a la manifestación, el diario La Nación informó que -según el
Ministerio de Seguridad- los mapuches tenían apoyo de corrientes anarquistas,
trotskistas y kirchneristas, organismos de Derechos Humanos, sindicatos
combativos y “manifestantes revolucionarios”. La palabra “extremista”, que no
se utilizaba con regularidad desde las décadas de 1960 y 1970, cuando era parte
del lenguaje de las dictaduras militares y los gobiernos civiles de matriz
autoritaria, volvió a circular por los grandes medios de comunicación.
El
domingo 3 de septiembre, el periodista Joaquín Morales Sola escribió en
referencia a los incidentes posteriores a la desconcentración de la marcha: “A
esa mezcla de mapuches desautorizados por los propios mapuches, de bordes
políticos, de neonazis, de marxistas frívolos y de cristinistas resentidos se les
unen a veces grupos anarquistas, que sólo aparecen de vez en cuando”. Un día
después, el periodista Alfredo Leuco trató de elevar la moral de sus filas y
dijo al aire con tono castrense: “Nos han declarado la guerra”, en referencia a
esta virtual amenaza multiforme donde se confunden adrede las bombas molotov
con pacíficas demostraciones de masas. Dando crédito a la existencia de un
complot para derribar el gobierno, las estrellas del periodismo y la TV se
convierten en voceros de los servicios de inteligencia, que viven de inflar o
inventar amenazas para obtener mayor presupuesto, de ese que todos pagamos con
nuestros impuestos. ¿Por qué deberíamos tomarnos en serio entonces a las
teorías del complot?
La
teoría del Complot.
Mapuches
apátridas, guerrilleros colombianos, separatistas kurdos, vascos terroristas,
capitalistas británicos, anticapitalistas libertarios, kirchneristas
radicalizados, trotskistas que cierran fábricas, docentes que amenazan con
transformar a nuestros inocentes hijos en militantes barbudos,
neonazis…¿¿También neonazis?? Que este juego de identidades intercambiables
parezca una ensalada ridícula no debería hacernos olvidar la eficacia de las
teorías conspirativas como mapas cognitivos de nuestras sociedades de masas.
Como decía el crítico literario Frederic Jameson en La estética
geopolítica: “Ante la general parálisis de lo imaginario colectivo o
social, para el que «no pasa nada» cuando se enfrenta al ambicioso programa de
imaginar un sistema económico a escala mundial, el viejo tema de la
conspiración adquiere una nueva vitalidad en cuanto a estructura narrativa
capaz de reunir los elementos básicos mínimos: una red potencialmente infinita,
junto a una explicación plausible de su invisibilidad”. Dicho en otras
palabras, para la mayoría de la gente es más fácil imaginar a un puñado de
malvados preparando un golpe de estado en una alcantarilla, que pensar en los
mecanismos de la ley del valor. Esto aplica no solo en la percepción de los
sistemas económicos complejos como el capitalismo global, sino también en cómo
son representadas cotidianamente la sociedad, el estado y la política.
La
trama del complot, sigue diciendo Jameson, requiere la conciencia de su
imperfección para poder funcionar como mapa cognitivo, por eso la mentalidad
conspirativa siempre está dispuesta a creer en algo oculto que certifica la
realidad de la amenaza. Por eso, la tentación iluminista de educar al fascista
no alcanza para desnudar la falsedad ideológica del complot, porque la falta de
evidencias no hace mella en su estructura (y así resulta paradójico que sean
los defensores del gobierno y las fuerzas de seguridad quienes piden pruebas
contundententes sobre la responsabilidad de la Gendarmería, como si la
desaparición forzada de personas pudiera tener éxito sin borrar las huellas de
su acto).
La
creencia en la conspiración no se vincula solamente al nivel más ordenado y
simbólico de la ideología, ya que también apela a profundas fantasías
colectivas, una realidad aumentada contínuamente por la literatura, el cine, la
televisión y la industria del entretenimiento en general, desde los filmes de
la saga de James Bond como Spectre a best-sellers
como El Código Da Vinci, junto a video-juegos populares
como Tomb Raider y Uncharted.
La
falsificación más conocida de una conspiración en el siglo XX fue
probablemente Los Protocolos de los sabios de Sión,
un panfleto antisemita de la policía secreta zarista publicado por primera vez
en 1903, para justificar los pogromos que se producían en el Imperio Ruso. El
folleto consistía en la transcripción de una serie de protocolos o actas de un
supuesto gobierno judío mundial, que se reunía para planificar el control del
planeta. Básicamente, los temas principales del documento apócrifo eran la
crítica del liberalismo y la democracia, la explicación de los métodos que los
judíos debían utilizar para conquistar el mundo, junto a una descripción del
nuevo orden mundial que emergería. Para que los sabios de Sión tomen el poder
era necesario promover la agitación obrera, las insurrecciones populares, los
regímenes democráticos, la formación de monopolios y la especulación
financiera. Por eso, para el antisemitismo militante, los judíos, los
revolucionarios bolcheviques, la banca internacional, los liberales y los
masones eran extremos que se unían con el fin de destruir a la gente común. En
consecuencia, Los Protocolos de los sabios de Sión le
regalaron al fascismo décadas de prejuicios y odio, amparados en una fábula que
hizo las veces de manual escolar de lectura obligatoria en la Alemania nazi.
En
la Argentina tenemos nuestras propias teorías conspirativas, inspiradas en el
modelo de los Protocolos. Como indica el historiador Ernesto Bohoslavsky, el
Plan Andinia fue pergeñado en nuestro país a comienzos de la década de 1960 por
Horst y Klaus Eichmann, los hijos del criminal de guerra nazi Adolf Eichmann.
Sin embargo, la responsabilidad de su propaganda entre círculos más amplios
como las Fuerzas Armadas a partir de 1971 corrió por cuenta del economista
antisemita Walter Beveraggi Allende, autor de libros como La
inflación argentina (1975), donde explicaba que la crisis económica
argentina se debía al proyecto desestabilizador del judaísmo.
El
Plan Andinia, según los hermanos Eichmann, sería un vasto complot de Israel
para crear un segundo Estado judío en la Patagonia. De acuerdo a esta versión,
en 1969 un rabino de apellido Gordon habría expuesto en una sinagoga de Buenos
Aires un plan para corromper la moral y la economía de la Argentina, con el fin
último de dividir el territorio nacional. Esta historia, que ha encontrado eco
en grupos neonazis de Argentina y Chile alarmados por la presencia de turistas
israelíes en el sur, responsabiliza a un grupo étnico local por actuar como
quinta columna para entregar la Patagonia a intereses extranjeros. Cualquier
semejanza con grupos mapuches separatistas financiados por Inglaterra no es una
pura casualidad.
La teoría de los “mapuches
separatistas financiados por Inglaterra” se suma a una larga lista de teorías
conspirativas (de distinto tipo y color) presentes en la historia argentina.
Otra
teoría que circuló en la derecha peronista en los años ’70 fue la teoría del
complot sinárquico, elaborada por el profesor universitario Carlos Disandro,
padrino intelectual de la Concentración Nacional Universitaria (CNU) que
terminó siendo una de las patas de la Triple A. Desde la década anterior,
Disandro afirmaba que había una conspiración en marcha para infiltrar al
movimiento peronista, acusando a los curas renovadores inspirados por el
Concilio Vaticano II de actuar digitados por la Iglesia católica para controlar
al justicialismo. Más tarde, los Montoneros se convirtieron en su blanco
predilecto, señalados como agentes del comunismo internacional. En resumen,
detrás de las organizaciones armadas peronistas, los sacerdotes
tercermundistas, el camporismo, el judaísmo y la masonería se escondían las
fuerzas convergentes del Vaticano y la Unión Soviética. La idea del complot de
la Sinarquía internacional fue utilizada por Perón y la derecha peronista como
un insumo discursivo e ideológico en la depuración del movimiento de sus
corrientes más izquierdistas.
Los
demonios familiares de la Argentina.
Teniendo
en cuenta estos antecedentes, que sectores del gobierno y los medios de
comunicación vuelvan a la teoría del complot como parte de su estrategia de
polarización de la sociedad argentina es como mínimo un acto de
irresponsabilidad. Como hemos visto, la conspiranoia apela a profundas
fantasías colectivas, desde los Protocolos de los Sabios de Sión pasando por la
Sinarquía Internacional y el Plan Andinia a esta temible amenaza multiforme que
parece representar el anarcokirchnerismo. En la presentación del otro
indeseable se activan y entrelazan distintas sensibilidades sociales: el miedo
a la contaminación y el desorden -la devaluación perversa del desparecido como
un “hippie mugroso”-; la envidia encubierta en toda ética protestante del
trabajo, la austeridad y la sobriedad -el odio al kirchnerista corrupto y
voluptuoso que se enriquece sin esfuerzo-; la xenofobia amparada en grandes
mitos nacionales -los mapuches invasores, que vienen de Chile financiados por
el oro británico para mutilar el suelo patrio como un deja vú de
Malvinas-. Por último, la amenaza subversiva externa materializada en el
enemigo interno al mejor estilo de la contrainsurgencia setentista -los
“marxistas frívolos”, los trotskistas con los pies en el país y la cabeza en
Moscú, las “células” anarquistas de la internacional antiglobalización-.
Todas las brujas y los demonios que invadieron el sueño de la Argentina liberal
desde la Conquista del Desierto, pasando por el Centenario de 1910, el “aluvión
zoológico” del peronismo y el trauma setentista hasta el presente.
Este
discurso deja perplejo a más de uno; es como si desde cierto arco
gubernamental, policial y periodístico se hubiera adoptado un setentismo
contrainsurgente mal actuado, que se toma con demasiada seriedad las consignas
donde el presidente se mimetiza con la última dictadura militar. Más allá de la
pertinencia o no de semejante caracterización, jugar a la teoría del complot es
un peligro latente en una sociedad que repite como un tic los prejuicios y las
sospechas que antecedieron a la transición democrática:
“¿¿Que
hacía un artesano con los mapuches??” ¿Por algo será? No seria muy temerario
pensar que todo esto sirva para desacreditar cualquier reclamo popular como sospechoso
de extremismo, justificando el giro autoritario del gobierno en nombre del
combate a la violencia política.
Esteban Campos. Doctor en Historia por la Universidad de Buenos Aires e Investigador del CONICET en el Instituto de de Historia Argentina y Americana "Dr. Emilio Ravignani". Se especializa en historia de los movimientos armados en Argentina y América Latina, y en la historia de la izquierda peronista.
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