sábado, 13 de septiembre de 2014

Se me hace cuento: El Telégrafo... De Alguna Manera...


 El telégrafo...



Desde siempre he sentido admiración por Domingo Faustino Sarmiento. Entre las muchas paradojas que acompañaron al ilustre sanjuanino, no es menor la posterior a su muerte: que para honrar al presidente que ni una vez faltó al colegio, se permita faltar a los alumnos en la efeméride.

Me entusiasmaba entonces y ahora, de Sarmiento, su acento en la educación, su iluminismo, la energía con que convertía en actos estas convicciones; la utilización del poder en función de extender el progreso y no de su usufructo en sí mismo. Y muy especialmente sus salidas imprevisibles, su osadía en las polémicas, su humor vitriólico. Todas estas condiciones configuraban un cuadro personal que lograban que, durante las clases más aburridas de mi cuarto grado, yo alzara la vista hacia el retrato de Sarmiento arriba del pizarrón, y me sintiera menos desolado, aunque Sarmiento estuviera serio como un director enojado. 

Ese cuarto grado fue la primera vez en mi vida que me prestaron un libro. Había leído ya varios: las fábulas de Esopo, Samaniego y Lafontaine; los relatos de la Biblia para niños de Joachim Prinz, editado por Sigal; la Ilíada y la Odisea para niños en la edición de Sigmar. Pero eran todos de mi propiedad. Espero no derramar sobre mi el oprobio si confieso que el libro me lo prestó mi maestra de cuarto grado. Ella nos había leído una de las anécdotas de la vida de Sarmiento de un libro encuadernado en verde, y la historia me gustó tanto que la propia maestra me ofreció prestármelo. No recuerdo quién era el autor, ni si alguna vez lo supe. 

Pero el tacto y el color de las páginas de ese libro, incluyendo su forro verde, no han desaparecido de mis ojos ni de mis manos. Yo, que perdía todo, cuidé ese libro como si fuera un miembro de mi cuerpo. Lo que no perdía, lo rompía; pero ese libro lo mantuve impoluto. Desde entonces he procurado adquirir cada uno de los libros que leo, porque me gusta leerlos mientras desayuno, y despreocuparme por si los mancho con jugo de naranja o huevo pasado por agua. De hecho, me causa cierto placer marcar así los libros, recordarme que son míos y que no debo regresárselos a nadie. Por eso me gusta tanto la propiedad privada. Pero los pago, y por eso desprecio también la piratería. En fin. Llegó el once de septiembre de aquel 1975 y tocó homenajear al padre del aula. Me correspondía, con gestos, ademanes, y en voz alta, destacar dos grandes contribuciones de Sarmiento al país: la extensión del telégrafo y la fundación del zoológico. 

En cuanto al telégrafo, lo consideraba un aporte encantador, y muy propio de Sarmiento. Todavía faltaba un lustro para que yo supiera que Gabriel García Márquez se jactaba de ser el hijo del telegrafista de Aracata; pero ya el telégrafo me parecía un avance destacable en el terreno de las comunicaciones. El zoológico, sin embargo, no me cuadraba. ¿Qué necesidad había de encerrar a los animales? Nunca he sido un hombre de mascotas; muy por el contrario. ¿Pero por qué hacerlos sufrir? Si se trataba de acercar a los niños al conocimiento de la fauna, cualquier descripción o daguerrotipo del siglo XIX hubiera bastado para informarlos, mucho más que los pobres leones apolillados en cautiverio que se parecen tanto a los de la selva como un tobogán de agua a las cataratas del Iguazú.

Por no hablar de las capacidades de reproducción de imágenes y sensaciones de los siglos XX y XXI, que podrían acercar a los chicos animales iguales en todo a los originales, excepto en su existencia real y libre. Pero mi maestra me ordenó que recitara El Zoológico, y El Telégrafo, cuando me tocara el turno, desde el medio del escenario, para toda la concurrencia. Mis fundamentadas protestas no surtieron efecto; le regresé el libro, todo leído, entero y limpio. Tampoco eso me liberó. Llegado el día del acto, en cuanto debí recitar mi parte, me limité a declamar: El telégrafo.

La maestra, desde el llano, frunció el ceño, casi tanto como lo tenía fruncido Sarmiento en su cuadro en el aula, y me hizo con la mano un gesto de que agregara el otro parlamento. Yo repetí: El telégrafo. A la maestra no le quedó más remedio que indicar que continuara mi siguiente compañero, a la derecha, que celebró el impulso al ferrocarril. Terminado el acto, cuando llegó el recreo, la maestra me castigó dejándome a solas en el aula. Una vez más, alcé mi vista en busca del cuadro y en ese caso me resultó particularmente reconfortante. Por primera vez me pareció que el sanjuanino me sonreía.

© Escrito por Marcelo Birmajery publicado el Sábado 13/09/2014 por el Diario Clarín de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.



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