El telégrafo...
Desde siempre he sentido admiración por Domingo Faustino Sarmiento. Entre las muchas paradojas que acompañaron al ilustre sanjuanino, no es menor la posterior a su muerte: que para honrar al presidente que ni una vez faltó al colegio, se permita faltar a los alumnos en la efeméride.
Me entusiasmaba entonces y ahora, de
Sarmiento, su acento en la educación, su iluminismo, la energía con que
convertía en actos estas convicciones; la utilización del poder en función de
extender el progreso y no de su usufructo en sí mismo. Y muy especialmente sus
salidas imprevisibles, su osadía en las polémicas, su humor vitriólico. Todas
estas condiciones configuraban un cuadro personal que lograban que, durante las
clases más aburridas de mi cuarto grado, yo alzara la vista hacia el retrato de
Sarmiento arriba del pizarrón, y me sintiera menos desolado, aunque Sarmiento
estuviera serio como un director enojado.
Ese cuarto grado fue la primera vez
en mi vida que me prestaron un libro. Había leído ya varios: las fábulas de
Esopo, Samaniego y Lafontaine; los relatos de la Biblia para niños de Joachim
Prinz, editado por Sigal; la Ilíada y la Odisea para niños en la edición de
Sigmar. Pero eran todos de mi propiedad. Espero no derramar sobre mi el oprobio
si confieso que el libro me lo prestó mi maestra de cuarto grado. Ella nos
había leído una de las anécdotas de la vida de Sarmiento de un libro
encuadernado en verde, y la historia me gustó tanto que la propia maestra me
ofreció prestármelo. No recuerdo quién era el autor, ni si alguna vez lo supe.
Pero el tacto y el color de las páginas de ese libro, incluyendo su forro
verde, no han desaparecido de mis ojos ni de mis manos. Yo, que perdía todo,
cuidé ese libro como si fuera un miembro de mi cuerpo. Lo que no perdía, lo
rompía; pero ese libro lo mantuve impoluto. Desde entonces he procurado
adquirir cada uno de los libros que leo, porque me gusta leerlos mientras
desayuno, y despreocuparme por si los mancho con jugo de naranja o huevo pasado
por agua. De hecho, me causa cierto placer marcar así los libros, recordarme
que son míos y que no debo regresárselos a nadie. Por eso me gusta tanto la
propiedad privada. Pero los pago, y por eso desprecio también la piratería. En
fin. Llegó el once de septiembre de aquel 1975 y tocó homenajear al padre del
aula. Me correspondía, con gestos, ademanes, y en voz alta, destacar dos
grandes contribuciones de Sarmiento al país: la extensión del telégrafo y la
fundación del zoológico.
En cuanto al telégrafo, lo consideraba un aporte
encantador, y muy propio de Sarmiento. Todavía faltaba un lustro para que yo
supiera que Gabriel García Márquez se jactaba de ser el hijo del telegrafista
de Aracata; pero ya el telégrafo me parecía un avance destacable en el terreno
de las comunicaciones. El zoológico, sin embargo, no me cuadraba. ¿Qué
necesidad había de encerrar a los animales? Nunca he sido un hombre de
mascotas; muy por el contrario. ¿Pero por qué hacerlos sufrir? Si se trataba de
acercar a los niños al conocimiento de la fauna, cualquier descripción o
daguerrotipo del siglo XIX hubiera bastado para informarlos, mucho más que los
pobres leones apolillados en cautiverio que se parecen tanto a los de la selva
como un tobogán de agua a las cataratas del Iguazú.
Por no hablar de las
capacidades de reproducción de imágenes y sensaciones de los siglos XX y XXI,
que podrían acercar a los chicos animales iguales en todo a los originales,
excepto en su existencia real y libre. Pero mi maestra me ordenó que recitara
El Zoológico, y El Telégrafo, cuando me tocara el turno, desde el medio del
escenario, para toda la concurrencia. Mis fundamentadas protestas no surtieron
efecto; le regresé el libro, todo leído, entero y limpio. Tampoco eso me liberó.
Llegado el día del acto, en cuanto debí recitar mi parte, me limité a declamar:
El telégrafo.
La maestra, desde el llano, frunció el ceño,
casi tanto como lo tenía fruncido Sarmiento en su cuadro en el aula, y me hizo
con la mano un gesto de que agregara el otro parlamento. Yo repetí: El
telégrafo. A la maestra no le quedó más remedio que indicar que continuara mi
siguiente compañero, a la derecha, que celebró el impulso al ferrocarril.
Terminado el acto, cuando llegó el recreo, la maestra me castigó dejándome a
solas en el aula. Una vez más, alcé mi vista en busca del cuadro y en ese caso
me resultó particularmente reconfortante. Por primera vez me pareció que el
sanjuanino me sonreía.
© Escrito
por Marcelo Birmajery publicado el Sábado 13/09/2014 por el Diario Clarín de la
Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
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