La verdadera herencia...
Un análisis del legado de Juan
Domingo Perón, a cuarenta años de su muerte. En primera persona: estábamos
desolados. Aquel 1º de julio de 1974, cuando a través de los medios se informó
que había fallecido a los 78 años el presidente de la nación, el Teniente
General Juan Domingo Perón, la percepción y el recuerdo de quien les habla,
junto con todos mis coetáneos, era de desconsuelo. Desolación también: porque
no solamente la jornada era invernal y los próximos días serían fríos y
lluviosos, sino porque el desconsuelo perforaba el alma de los argentinos. Sin
apelar a categorizaciones psicoanalíticas, nos habíamos quedado huérfanos. “El
viejo” se había muerto.
En aquel entonces, 78 años
era sinónimo de viejo. Hoy, el presidente más veterano que hay en ejercicio de
su cargo en el mundo entero, el de Israel, tiene 90 años: Shimon Peres. Y hay
varios de esa generación que siguen haciendo sus vidas. Pero en aquel momento,
los 78 años de Perón los vivíamos nosotros –en mi caso, veinteañero– de una
manera terrible. No porque fuéramos todos peronistas, ni porque pensáramos que
“el Viejo”, como se lo denominaba, al desaparecer de escena habría de provocar
la catástrofe que vivismos los argentinos.
Pero lo que prevalecía en aquel
momento era esa sensación terrible que nos acontece en algún momento, de que ya
nada habría de ser igual a lo que había sido. Al irse del mundo de los vivos en
medio de aquel cambalache atroz, siniestro e indescriptible de los ritos
satánicos de López Rega y su banda, la Argentina se quedaba con lo puesto.
Miento. No nos quedábamos con lo puesto. Nos quedábamos desnudos, atrapados por nuestros odios, la
sed de venganza, la retribución permanente de “a cada bala, otra bala; a cada
muerto, otro muerto”.
Para los más jóvenes, quiero
que sepan que una frase de la política de aquellos años era “tirarle muertos a
fulano”, asesinar, secuestrar, destrozar. La Argentina, que estaba al borde del
precipicio, sintió, en esencia, que la muerte de Juan Perón nos arrojaba a ese
precipicio.
Perón había sido mucho más
que un jefe político. Había llegado a la condición de un hombre que parecía
encabezar un culto divino. Había y hay, y en gran medida me temo que sigue
existiendo, una divinización de su carácter infalible. Perón era un personaje
que conducía pero que, de hecho, si se lo desafiaba políticamente quien lo
hacía entraba en categoría de traidor.
Otra de las frases, o de las palabras
clave del peronismo, es la noción de “traidor”. Así se denominó a muchos que
osaron alzarse contra un
hombre que había hecho del culto táctico un verdadero resumen de las virtudes
de la política: el tacticismo, la destreza o elasticidad de la
cintura política de Juan Perón fue uno de los aspectos proverbiales de su larga
trayectoria política.
Fue así como asumió, de
manera no violenta, haber sido derrocado y rápidamente emprendió rumbo al
refugio en Paraguay. Hay que decirlo: el Paraguay de una dictadura, que marcaba
el comienzo de la larga era de Alfredo Stroessner. En aquel momento, ya Perón
había dicho que no contasen con él para la violencia. Pero pocos meses más
tarde, desde la Argentina y ya desde su exilio en diferentes países de América
Latina, en donde siempre estaban en el poder dictaduras de extrema derecha,
Perón fue capaz de operar el pacto con la Unión Cívica Radical Intransigente
(UCRI), a cambio de importantes prebendas políticas y corporativas que le había
asegurado el candidato Arturo Frondizi, que efectivamente llega a la Casa
Rosada, no solamente con la cantidad importante de votos de la UCRI, sino con
un aporte importantísimo y determinante de votos del peronismo impulsados por
Perón.
De la salida pacífica de 1955
por el puerto de Buenos Aires, a la insurrección y a los episodios de violencia
política, primitivos pero de índole terrorista, se pasa al pacto con Frondizi,
y años más tarde, cuando los militares vuelven a atrapar el poder una vez más,
en 1966, proclamando el fin de la época del liberalismo –idea que fascinaba
mucho a Perón-, Perón ordena el “desensillar hasta que aclare”. En una palabra:
no hacerle frente al gobierno de la autodenominada Revolución Argentina.
Pero años muy pocos años más
tarde, Perón, con la misma frialdad y naturalidad, apoya explícitamente lo que
denominaría “formaciones especiales”, un eufemismo por darle aval político y
legitimidad filosófica a asesinatos como el de Pedro Eugenio Aramburu y todos
los que siguieron después.
Esa época abarca casi un
lustro. A lo largo de ese lustro, Perón, que ya estaba radicado desde 1961 en
la España de Francisco Franco, habrá de convertir ese arte del compromiso
táctico en su marca registrada. El era capaz de hablar bien de Mao Tse Tung y
de Fidel Castro, y a la vez no haber pisado jamás territorio cubano. Para eso
lo tenía a John William Cooke. En 1973 la capacidad tacticista de Perón implicó
proclamar una candidatura imposible: “Cámpora al Gobierno, Perón al poder”, una
manera de hacerle pito catalán a los elementos más proverbiales de la legitimidad
política institucional.
¿Qué herencia ha dejado
Perón, cuarenta años después de su muerte? ¿Qué tenemos para mirar desde hoy y
hacia adelante? El Movimiento Nacional Justicialista nunca se asumió como
partido político. En
su disco rígido, en el núcleo de su pensamiento ideológico, el peronismo nunca
dejó de pensar, y sobre todo Juan Perón nunca dejó de considerar, que los
partidos políticos eran una lacra de la democracia liberal. A
su manera, él era también un claro impulsor de la acción directa, ya sea por la
cúspide o por las bases.
¿Qué herencia dejó? Hay una indiscutible y que sería
necio negar: de esa manera imperfecta y parcial como fue el ascenso del peronismo, para la
Argentina implicó la integración social de enormes mayorías desheredadas, a las
que antes se había interpelado solamente de manera formal, pero no de manera
directa. En ese sentido hay una cantidad importante de
conquistas políticas y sociales –aguinaldo, voto femenino entre muchas otras-
que implicaron un innegable progreso, pero que desafortunadamente se concreto
en el marco de un autoritarismo y una falta de respeto por la institucionalidad
democrática que marcaron desde el comienzo las falencias del peronismo.
Perón era, además, un
personaje muy arraigado en la cultura argentina: tanto la del siglo XIX, cuando
nació, como la del siglo XX en el que vivió y murió: era hombre de guiños y
picardías. De alguna manera, personificaba la “viveza criolla”.
Años después, tras tanta
sangre derramada, tras tantas “guerras de religión”, como las define Loris
Zanatta, el peronismo ciertamente es herbívoro. Hoy no tenemos ni podemos
hablar de violencia política, afortunadamente eso ha quedado atrás, no solo
para el peronismo, sino para la totalidad de la sociedad argentina.
Perón no consiguió
que su herencia política se plasmara en una fuerza orgánica, constituida,
pluralista, y que discutiera abiertamente su futuro, y sobre todo su presente,
en términos orgánicos. Y
eso es lo que está presente en una mujer que no lo quiere, y que no lo quiso a
Perón, como Cristina Kirchner, que ha vuelto a demostrar que, aún
despreciándolo a Perón, ella es tan peronista como el que más. Ese disco rígido
es la peor herencia, el desafío para las próximas generaciones del
justicialismo: demostrar que es capaz de convivir con una Argentina que, por lo
menos en un importante porcentaje, no piensa de la misma manera.
Esa es la herencia y ese es
el desafío, cuarenta años después de la muerte del Teniente General del
Ejército Argentino Juan Domingo Perón.
© Escrito por Pepe Eliaschev el Martes 02/07/2014 y
publicado por el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
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