Odiadores…
Dijeron que lo de ellos era una
recuperación y una resurrección. Muerta la política por falta de garra, volvía
la pasión. Explicaban que, de nuevo, ahora daba gusto asumir las polémicas
políticas como cuestiones vitales. Voluntades arrasadoras se describían como
parteros del cambio, además de imaginarse alegres, desfachatados, incapaces de
solemnidad y envaramiento. Había vuelto la fiesta. Otra vez el Carnaval era
feriado y los asuetos menudearían, fastuosos, como expresión de una Argentina
“relajada” y bienaventurada. Se paladeaba un jubileo. Como parte de esa
supuesta pasión, seductora y sensual, se decretó que la formalidad era
reaccionaria, la cultura del trabajo neoliberal, y las elucubraciones técnicas
herramienta de un noventismo felizmente caduco.
Dijeron que era una lucha de ideas. Alegaron que el cambio vivido por la
Argentina a partir de 2003 significó llevar al primer plano nuevos contenidos y
conceptos. Felizmente divorciados de las argucias, ahora se trataba de
ideologías, nada menos. Había terminado el superficial tiempo del fin de la
historia. Potente y vigorosa, en la Argentina se libraba un combate serio.
Había concluido la era de la tontería.
Manifestaron no tener miedo a las apasionadas pujas frontales.
Consecuentemente, se dijeron enemigos letales de las hipocresías. Era el tiempo
de la verdad sin maquillaje ni adornos. Reivindicaban un pasado mítico y en
gran medida inexistente. Catequizaron a millares de jóvenes contándoles que en
los enfermantes exaltados años 70 en la Argentina se luchaba, se vivía y se
moría “por ideas”, algo aniquilado entre 1976 y 2003 por gobiernos militares y
civiles que habrían despolitizado a la sociedad. Ahora, en cambio, gozábamos de
las mieles de una renacida politización, con millones de personas jóvenes sedientas
de proclamar sus aspiraciones de cambio. Entre ignorantes y cómplices,
deliraban con que las ametralladoras y las bombas de los años revolucionarios
eran herramientas pletóricas de contenidos, “foquistas” (Néstor dixit), puros y
fornidos. Ahora se volvía a esos paraísos olvidados: pasión, ideas, cambios,
tormentas transformadoras, brutales pero necesarias, beligerantes pero
purificadoras.
También argumentaban que no hay vida sin combate, argucia que es uno de los
pilares conceptuales del fascismo. Hacer política es confrontar, repetían con
monotonía. No hay que temerle a la confrontación, balbuceaban. Confronto, luego
existo sería la nueva religión del “modelo”. Habían terminado los formalismos
en la Argentina de la mano del abandono de las llamadas “reducciones
institucionalistas”.
Hasta que llovió en La Plata. El océano que se derramó sobre la capital de
la mayor provincia argentina aconteció 24 horas después del castigo a la
Capital Federal. Sin que le temblara el pulso, toda vez que desde 2007 ésta es
una ciudad en manos del enemigo y para con el enemigo no corresponde
indulgencia alguna, la cristinocracia se sumó al scrum del escrache. Inepto,
sinuoso y plagado de sospechas por su conducta de toda una década, el ministro
Julio De Vido hizo punta, seguido por una colorida tropa de logorreicos. Fue
tan obsceno el festival de cachetadas mediáticas que hasta los más
desprestigiados pensaron que era su oportunidad. Se escudaron en que la pasión
y la frontalidad equivalen a rechazar la hipocresía y las tibiezas burguesas.
No contaban con los vientos. Pasó lo peor, la tormenta perfecta para un
gobierno nacional que un día antes se relamía de patológico goce al contemplar
las desventuras porteñas, atribuidas, desde luego, a la ineptitud y el
“derechismo” de los gobernantes porteños.
El eje de la patraña es que los redescubridores de “la política” eran sólo
apóstoles de agresividad verbal perniciosa y a la vez estéril. Tras haber
ojeado de apuro un par de párrafos de Gramsci, mareados por la densa retórica de
los nuevos populismos supuestamente garantes de la gobernabilidad sobresalieron
en el arte de la injuria y la tenacidad de la descalificación.
El calamitoso temporal y sus funestas consecuencias para toda el Area
Metropolitana sólo trajeron sarcasmo e ironía, chicanas y bromas pesadas
mientras sólo la Capital Federal era castigada por burguesa, decadente,
neoliberal, superficial, fenicia y destituyente. Luego, el silencio. Primero,
el ensayo más abyecto: atacar a funcionarios que no estaban en sus despachos o
en su ciudad cuando el país zangoloteaba en una semana entera de grotescas
vacaciones. Pero había un problema: ¿dónde estaba la conductora si no en su
suntuoso retiro calafateño? ¿No se pasa ella, acaso, entre un tercio y la mitad
del año fuera de Buenos Aires? Argumentos verdaderamente chabacanos, en pocas
horas se revelaron escuálidos.
Tras haberse dedicado al maltrato serial, los paladines del poder
amanecieron mojados al día siguiente. Decenas de muertos fueron apenas la
elocuente demostración de un fracaso nacional, pero, y sobre todo, el estertor
de un diseño (supuestamente combativo y noble) que nunca dejó de ser una
catarata de injurias, una máquina de atrapar poder a expensas de toda
convergencia inteligente. “Las lluvias no son ni radicales ni peronistas”,
exclamó Cristina. Tendría razón, claro, a condición de que admitiera también
ella sus enojos y su asombroso complejo de superioridad (que son los de todo el
grupo gobernante, no sólo de ella) y que la estrategia del odio no es ni buena
ni mala. Es una estrategia estúpida. Parecía que después de Francisco lo había
entendido, pero es evidente que no fue así.
© Escrito por Pepe Eliaschev el
domingo 07/04/2013 y publicado por del Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de
Buenos Aires.
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