Cadenasos…
Diputada Nacional, Diana Conti
Vendetta
e información confidencial: estas dos palabras definían unos de los rasgos más
centrales del acontecer argentino hasta las manifestaciones populares de la
singular noche del jueves último. El zarpazo contra el Banco Ciudad, por
ejemplo, fue pura política patovica. No te metás con Batata. Batata pegó: le
sacó plata a ese banco público. Para la turbia mirada oficial, plata es caja,
caja es política, política es poder. Listo. Salió con fritas.
¿Es sólo culpa de Diana Conti? De ella
sola, no, pero es terriblemente elocuente que haya sido esta turbulenta
diputada la impulsora del proyecto para arrebatarle al banco porteño los
depósitos judiciales de la Ciudad que cautela desde siempre.
Criada por sus abuelos porque su madre la
dio a luz a los 17 años, abogada a los 24, militante del Partido Comunista
Revolucionario, en 1994 fue colaboradora de Eugenio Raúl Zaffaroni. De esto da
cuenta una página no objetada de Wikipedia. Electa diputada en 1997 en la lista
de la Alianza encabezada por Graciela Fernández Meijide, subsecretaria de
derechos humanos del presidente Fernando de la Rúa desde diciembre de 1999 y
senadora nacional por la misma Alianza en julio de 2002, cuando asumió para
completar el mandato de nadie menos que Raúl Alfonsín. Conti permaneció en la
banca hasta diciembre de 2005, cuando, ya ultrakirchnerista vociferante, se
convirtió en diputada por el Frente para la Victoria, reelecta en 2009.
Maoísta, delarruista y kirchnerista sucesivamente, varios colectivos la dejaron
cerca a la diputada Conti, cuya simpatía por el zar ruso José Stalin ella misma
admitió ante los medios. Con ese prontuario, esta mujer, que oportunamente
confesó estar “enamorada” de Néstor y Cristina Kirchner, autora además del lema
“Cristina Eterna”, fue el alfil para sacar la ley que representa el desfalco
legalizado de un banco público, incautación que sólo se explica por el afán de
dañar a un territorio que el Gobierno percibe como enemigo.
Hermana estratégica del concepto de
vendetta como fuerza motriz de la llamada política militante, es la búsqueda
obsesiva de datos, la compulsión de saber, rastrear, detectar. Si Conti es la
espada flamígera oficial, soldado que no trepida en definirse stalinista (ésa
era, al fin y al cabo, la matriz ideológica del maoísta PCR), la AFIP que ahora
quiere saber qué periodistas escuchan, leen y ven los contribuyentes, tiene
como jefe a Ricardo Echegaray. Echegaray no proviene del PCR ni de la Alianza,
como Conti. El, en cambió, arrancó en las filas del liberalismo de derecha,
como Amado Boudou. Ninguna hazaña. El kirchnerismo es una amalgama proteica de
elasticidad infinita, capaz de alimentarse de prófugos variopintos provenientes
de las tiendas más contrapuestas. Pero por debajo, como subtexto, y como
contexto que todo lo explica, vengarse y saberlo todo son maneras concomitantes
y complementarias, brazos de un mismo cuerpo político.
En su épica irredentista, el Gobierno no se
avergüenza de los castigos con que azota, ni de las prebendas con que premia.
Responde a un eje de coordenadas muy evidente, que surge de su arraigada
pulsión: sólo se hace política eligiendo enemigos y yendo a la guerra con
ellos. Es lo que ha teorizado el anglo-argentino Ernesto Laclau, devenido desde
Londres en gurú del populismo de trinchera que entusiasma el oficialismo. Eso explica
la venganza como lenguaje asumido y legitimado, una suerte de ley del Talión
maquillada de racionalidad ideológica. Pero eso no alcanza. Para el tantas
veces mentado “modelo”, hay que saber mucho y hay que saber todo, de todos.
Nada tiene de asombroso, pues, que la AFIP
ande hurgando entre las preferencias de los ciudadanos a la hora de sintonizar
una radio, leer un diario o ver televisión. Las explicaciones de Echegaray para
dar cuenta de su “encuesta” resultaron de una vulgaridad impresentable. Lo que
quería la AFIP era saber cómo direccionar mejor su pauta publicitaria, explicó,
cuando en
realidad eso se maneja directamente desde
la Casa Rosada y es una de las tareas principales de Juan Manuel Abal Medina.
Imposible dejar de deducir que, en realidad, la AFIP se convierte así en
versión criolla de la Stasi, la tentacular policía política de la Alemania
comunista, tan acertadamente retratada en 2006 en el film alemán La vida de los
otros (Das Leben der Anderen), de Florian Henckel von Donnersmarck.
Impresionaba hasta este jueves la
naturalidad con la que castigar a los rivales y acumular información de los
ciudadanos se habían convertido en tareas habituales del Gobierno que ya le
resultaban naturales a la sociedad. Era similar a lo sucedido con el estado de
emergencia permanente y con la cerril insistencia de la Presidente en apelar a
la “cadena” nacional hasta el hastío. Parecido, incluso, a haber admitido como
normal que, pese a que la sociedad argentina la aloja gratis en una fastuosa
residencia presidencial de 35 hectáreas en Olivos, hay que pagarle desde hace
nueve años sus casi semanales viajes al Calafate, Santa Cruz, en el avión
presidencial, porque ése es su “lugar en el mundo”.
Como en la violencia canallesca de varones
contra mujeres, es como si los argentinos, de tan abusados, hasta el
impresionante cacerolazo y manifestaciones del jueves a la noche ya casi no
parecían asombrarse de las cosas terribles que sucedían rutinariamente. Todo se
olvidaba y todo se enmendaba. ¿Axel Kicillof tuvo una poco astuta emisión
precoz al confesar que le gustaría fundir a Techint? Se arreglaba con una
visita a la sede de Ternium en Campana. Tamaña impunidad hablaba más de la
Argentina que del gobierno reelecto en 2011. Tras su proclamada fama de
rebeldía transgresora, hasta la noche del jueves, al menos, daba la sensación
de que la sociedad argentina se caracterizaba por un resignado fatalismo. Con
esa variable se manejaba hasta esta semana la mujer que gobierna, convencida de
que podría seguir a los cadenazos, mientras le fuese posible hacerlo. Parece
que las cosas cambiaron.
© Escrito por Pepe Eliaschev y publicado por el Diario Perfil de la Ciudad
Autónoma de Buenos Aires el domingo 16 de
Septiembre de 2012.
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