domingo, 20 de mayo de 2012

San Lorenzo y Caruso Lombardi un sólo corazón... De Alguna Manera...

‘Silenzio stampa’ y señales de humo…


“La burla y el ridículo son, entre todas las injurias, las que menos se perdonan.” Platón (427 aC-347 aC).

Caminaba por Chacabuco rumbo a la redacción y pensaba qué aburrido sería escribir una columna sobre el clásico de hoy entre lo que queda de Racing y la reserva de Boca –un partido parejo, para colmo– cuando al llegar, de la nada, apareció él. Me esperaba.

Suele decirse que del ridículo no se vuelve. Falso. ¡Cómo que no, si ése es, justamente, el gran secreto del rating! Allí estaba. Ricardo Caruso Lombardi, la gran estrella que se perdió el neorrealismo italiano, frente a mí. Agitado, nervioso, como cuando la semana pasada reculaba y le repetía a Fabián García: “¡No me midás, no me midás…!”. Parecía un novato en su primera clase de boxeo. Bamboleo en puntas de pie, giros torpes, el peor jab del mundo, el mentón bien levantado, desafiante. A su lado, una mujer. “La abogada”, pensé. Su rostro me resultaba familiar. La había visto antes, en alguna parte.

—¿Qué hace acá? ¿No prometió hacer silenzio stampa hasta que termine el campeonato?

Caruso no será Marcel Marceau, pero he visto peores mimos en los semáforos. Se hace entender. Me apuntó con su índice, alargó sus brazos, movió los dedos como tecleando algo, juntó las manos haciendo un bollo y lo llevó hacia la parte trasera del pantalón, arqueando la pelvis hacia adelante. No parecía muy amable. Recién entonces intervino la mujer. Se presentó, formal, educada; muy profesional.

—El señor Caruso cumplirá su promesa de no hablar. Por eso estoy aquí. Soy traductora para hipoacúsicos, Asch. Quizá me haya visto en la televisión, en esos cuadraditos, haciendo gestos mientras la gente habla.

—¡Sabía que la conocía de algún lado! Mucho gusto. Por cierto, ¿qué me quiso decir? Sonó feo.

—Emm… A ver. Lo que quiere transmitirle es que lee sus críticas con atención y las archiva, todas. Lo respeta, pero cree que está ensañado con él. Que lo ataca gratuitamente.

“Mmm… ¿En serio dijo eso?”, pregunté, mientras él se golpeaba el pecho, como el gorila de Tarzán. Después, usó las manos como abanicos para ventilar un aroma intenso, o una humareda. Me miró y repitió el gesto que Asad, el Chori Domínguez y tantos otros le dedicaron: el puño cerrado de una mano golpeando sobre la palma de la otra. Y me guiñó un ojo. Eso sí me desconcertó.

—Está dolido por su fama de vendehumo –dijo la traductora–; fue por eso que tuvo que esperarlo acá en la vereda. Seguridad no lo dejó pasar por culpa de ese cartel: “Edificio libre de humo”. Esas cosas lo entristecen. Dice que es injusto, porque él no va en nada en lo del humo. Es un fenómeno paranormal; como un aura que él tiene, pero fumée, ¿entiende? El vive y deja vivir, como todos. Y dice que usted no debería hacerse tanto el distraído, porque bien que lucra con ese kiosquito que puso arriba de su columna…

—¿Qué kiosquito? ¿El acápite? ¿Las citas? Fue como si lo hubiese rozado un cable pelado. Caruso asintió con la cabeza, sonrió irónico y repitió el gesto: taca-taca. Me señaló y abrió y cerró dos veces las manos. Yo: veinte. Ahí me enojé, lo admito. Por unos segundos repetimos la coreografía del sketch con Fabián García. Fue como perseguir al horizonte. Armaba la guardia y, canchero, señalaba su mentón, como Alí. Pero no era eso. La traductora lo aclaró.

—Piensa denunciarlo al Inadi por discriminación. Dice que tiene algo en contra de los que usan barba candado, como él o Eduardo Feinmann. Y sabe que usted les cobra a los que aparecen allá arriba. Está harto de que siempre lo ensucien a él cuando todos están en la misma…

—¿Qué? ¡Noooooo! Beckett, Camus, Sartre, Borges, Kafka, Wilde, Platón, Nietzsche. ¡Son celebridades, Caruso! ¡Y están todos muertooosssss…! Cito lo que leo. No sea bestia, ¿quiere?

Se ofendió, mal. Enfurecido, le manoteó la gorra a un cartero que justo pasaba por ahí. Debe ser un reflejo condicionado en momentos de crisis. Quería decirme de todo y no podía. Eso sí: agotó su repertorio gestual. Se tapó una fosa nasal mientras aspiraba algo, imitó al Maestro Amor y su truco del huevo y, obvio, me trató de marica. Se pintó las uñas, hizo la cunita de Bebeto, se tragó un pancho infinito y recorrió su torso con los pulgares extendidos, como estirando unos tiradores. Clásico gesto de Brando en El Padrino. Wrong, again. La traductora intervino, una vez más: “No, qué Brando: ¡Elio Rossi! Ay, Asch, temo que algún día suceda una desgracia…”.

Ya era suficiente. Le hice señas para que se tranquilizara y caminé hacia él para pedirle algo. Entre amagos, idas y venidas, ya casi estaba en Alsina.

–Nada personal, Caruso. Digo lo que pienso y usted, es cierto, no me gusta. Igual le agradezco: es una bendición para esta columna, como Maradona y su Armada Brancaleone en la Selección. Pero tengo amigos de San Lorenzo. ¿Por qué no los salva y se deja de payasear? Después sí, métase en el showbiz. Llegará aún más lejos que La Mole Moli. ¿Podrá ser?

No escuchaba. Imitó las garras del tigre, amasó algo, hizo el gesto de soplar y metió varias veces las manos en los bolsillos. Incomprensible. De pronto se agachó, como si cavara. Usó su índice como la batuta de Von Karajan. “Yo no. Vos sí”, quería decir. La traductora también hacía señas, pero a un taxi. Quería sacarlo de ahí antes de que llegara alguna cámara.

—Tranquilo, Asch. Dice que se van a salvar todos; no se preocupe –dijo, mientras abría la puerta y lo empujaba. Parecía más harta que cansada.

¡Salvados! Ufff… Hay que avisarle rápido al presidente Abdo o al menos a su terapeuta. Ese hombre sí que sufre, pobre.

Cuando por fin llegué a mi escritorio, ya estaba convencido de que escribir sobre este Racing-Boca clase B era infumable. Y me senté a pensar en otro tema más divertido. A usar un poco la imaginación.

Algo se me iba a ocurrir, seguro.

© Escrito por Hugo Asch y publicado por el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires el domingo 20 de Mayo de 2012.

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