Entre San Miguel y Roma...
A la muerte de Juan Pablo II, la prensa
coincidió en que el argentino Jorge Bergoglio fue el cardenal más votado,
después de Joseph Ratzinger, en la elección que consagró al purpurado alemán
como Benedicto XVI. Sin embargo, poco se sabe de su personalidad y de su
pensamiento. Aquí, un fragmento de El jesuita, en el que rememora su tarea
pastoral durante la dictadura, cuando era superior de los jesuitas, en San
Miguel. Una biografía del cardenal Jorge Bergoglio.
Cordialidad. En Roma, con Benedicto XVI. Habían competido en el
cónclave.
Cuando la vida de Juan Pablo II se apagaba,
se intensificaban las especulaciones sobre los candidatos a sucederlo y el
nombre de Bergoglio figuraba en casi todos los pronósticos de los periodistas
especializados. En esos días, volvía a agitarse una denuncia periodística
publicada unos pocos años atrás, en Buenos Aires, sobre una supuesta actuación
muy comprometedora del cardenal durante la última dictadura. Más aún: se
asegura que, en las vísperas del cónclave, que debía elegir al sucesor del Papa
polaco, una copia de un artículo –de una serie del mismo autor– con la
acusación fue enviada a las direcciones de correo electrónico de los cardenales
electores, con el propósito de perjudicar las chances que se le otorgaban al
purpurado argentino.
En la denuncia se le atribuía al cardenal una
cuota de responsabilidad por el secuestro de dos sacerdotes jesuitas, que se
desempeñaban en una villa de emergencia del barrio porteño de Flores, efectuado
por miembros de la Marina en mayo de 1976, dos meses después del golpe. De
acuerdo con esa versión, Bergoglio –quien, por entonces, era el provincial de
la Compañía de Jesús en la Argentina– les pidió a los padres Orlando Yorio y
Francisco Jalics que abandonaran su trabajo pastoral en la barriada y, como
ellos se negaron, les comunicó a los militares que los religiosos ya no
contaban con el amparo de la Iglesia, dejándoles así el camino expedito para
que los secuestraran, con el consiguiente peligro que eso implicaba para sus
vidas. El cardenal nunca quiso salir a responder la acusación como, tampoco,
jamás se refirió a otras imputaciones del mismo origen sobre supuestos lazos
con miembros de la Junta Militar (ni, en general, nunca contó públicamente cuál
fue su actitud durante la última dictadura). Pero, frente a nuestro cometido,
reconoció que el tema no podía omitirse y accedió a contar su versión sobre los
hechos y la actitud que asumió en la noche negra que vivió la Argentina. “Si no
hablé en su momento, fue para no hacerle el juego a nadie, no porque tuviese
algo que ocultar”, afirmó.
—Cardenal:
usted deslizó antes que durante la dictadura, escondió gente que estaba siendo
perseguida. ¿Cómo fue aquello? ¿A cuántos protegió?
—En el colegio Máximo de la Compañía de
Jesús, en San Miguel, en el Gran Buenos Aires, donde residía, escondí a unos
cuantos. No recuerdo exactamente el número, pero fueron varios. Luego de la
muerte de monseñor Enrique Angelelli (el obispo de La Rioja, que se caracterizó
por su compromiso con los pobres), cobijé en el colegio Máximo a tres
seminaristas de su diócesis que estudiaban teología. No estaban escondidos,
pero sí cuidados, protegidos. Yendo a La Rioja para participar de un homenaje a
Angelelli con motivo de cumplirse 30 años de su muerte, el obispo de Bariloche,
Fernando Maletti, se encontró en el micro con uno de esos tres curas que está
viviendo actualmente en Villa Eloísa, en la provincia de Santa Fe. Maletti no
lo conocía, pero al ponerse a charlar, éste le contó que él y los otros dos
sacerdotes veían en el colegio Máximo a personas que hacían “largos ejercicios
espirituales de 20 días” y que, con el paso del tiempo, se dieron cuenta de que
eso era una pantalla para esconder gente. Maletti después me lo contó, me dijo
que no sabía toda esta historia y que habría que difundirla.
—Aparte
de esconder gente, ¿hizo algunas otras cosas?
—Saqué del país, por Foz de Iguazú, a un
joven que era bastante parecido a mí con mi cédula de identidad, vestido de
sacerdote, con el clergiman y, de esa forma, pudo salvar su vida. Además, hice
lo que pude con la edad que tenía y las pocas relaciones con las que contaba,
para abogar por personas secuestradas. Llegué a ver dos veces al general
(Jorge) Videla y al almirante (Emilio) Massera. En uno de mis intentos de
conversar con Videla, me las arreglé para averiguar qué capellán militar le
oficiaba la misa y lo convencí para que dijera que se había enfermado y me
enviara a mí en su reemplazo. Recuerdo que oficié en la residencia del
comandante en Jefe del Ejército ante toda la familia de Videla, un sábado a la
tarde. Después, le pedí a Videla hablar con él, siempre en plan de averiguar el
paradero de los curas detenidos. A lugares de detención no fui, salvo una vez que
concurrí a una base aeronáutica, cercana a San Miguel, de la vecina localidad
de José C. Paz, para averiguar sobre la suerte de un muchacho.
— ¿Hubo
algún caso que recuerde especialmente?
—Recuerdo una reunión con una señora que me
trajo Esther Balestrino de Careaga, aquella mujer que, como antes conté, fue
jefa mía en el laboratorio, que tanto me enseñó de política, luego secuestrada
y asesinada y hoy enterrada en la iglesia porteña de Santa Cruz.
La señora, oriunda de Avellaneda, en el Gran
Buenos Aires, tenía dos hijos jóvenes con dos o tres años de casados, ambos
delegados obreros de militancia comunista, que habían sido secuestrados. Viuda,
los dos chicos eran lo único que tenía en su vida. ¡Cómo lloraba esa mujer! Esa
imagen no me la olvidaré nunca. Yo hice algunas averiguaciones que no me
llevaron a ninguna parte y, con frecuencia, me reprocho no haber hecho lo
suficiente.
—
¿Puede relatar alguna gestión que llegó a buen término?
—Me viene a la mente el caso de un joven
catequista que había sido secuestrado y por el que me pidieron que
intercediera. También en este caso me moví dentro de mis pocas posibilidades y
mi escaso peso. No sé cuánto habrán influido mis averiguaciones, pero lo cierto
es que, gracias a Dios, al poco tiempo el muchacho fue liberado. ¡Qué contenta
estaba su familia! Por eso, reitero: después de situaciones como ésa, cómo no
comprender la reacción de tantas madres que vivieron un calvario terrible, pero
que, a diferencia de este caso, no volvieron a ver con vida a sus hijos.
— ¿Cuál
fue su desempeño en torno al secuestro de los sacerdotes Yorio y Jalics?
—Para responder tengo que contar que ellos
estaban pergeñando una congregación religiosa, y le entregaron el primer
borrador de las reglas a los monseñores Pironio, Zazpe y Serra. Conservo la
copia que me dieron. El superior general de los jesuitas, quien por entonces
era el padre Arrupe, dijo que eligieran entre la comunidad en que vivían y la
Compañía de Jesús y ordenó que cambiaran de comunidad. Como ellos persistieron
en su proyecto, y se disolvió el grupo, pidieron la salida de la Compañía. Fue
un largo proceso interno que duró un año y pico. No una decisión expeditiva
mía. Cuando se le acepta la dimisión a Yorio (también al padre Luis Dourrón,
que se desempeñaba junto con ellos) –con Jalics no era posible hacerlo, porque
tenía hecha la profesión solemne y solamente el Sumo Pontífice puede hacer
lugar a la solicitud, corría marzo de 1976, más exactamente era el día 19; o
sea, faltaban cinco días para el derrocamiento del gobierno de Isabel Perón.
Ante los rumores de la inminencia de un golpe, les dije que tuvieran mucho
cuidado. Recuerdo que les ofrecí, por si llegaba a ser conveniente para su
seguridad, que vinieran a vivir a la casa provincial de la Compañía.
—
¿Ellos corrían peligro simplemente porque se desempeñaban en una villa de
emergencia?
—Efectivamente. Vivían en el llamado barrio
Rivadavia del Bajo Flores. Nunca creí que estuvieran involucrados en “actividades
subversivas” como sostenían sus perseguidores, y realmente no lo estaban. Pero,
por su relación con algunos curas de las villas de emergencia, quedaban
demasiado expuestos a la paranoia de caza de brujas. Como permanecieron en el
barrio, Yorio y Jalics fueron secuestrados durante un rastrillaje. Dourrón se
salvó porque, cuando se produjo el operativo, estaba recorriendo la villa en
bicicleta y, al ver todo el movimiento, abandonó el lugar por la calle Varela.
Afortunadamente, tiempo después fueron liberados, primero porque no pudieron
acusarlos de nada, y segundo, porque nos movimos como locos. Esa misma noche en
que me enteré de su secuestro, comencé a moverme. Cuando dije que estuve dos
veces con Videla y dos con Massera fue por el secuestro de ellos.
—Según
la denuncia, Yorio y Jalics consideraban que usted también los tachaba de
subversivos, o poco menos, y ejercía una actitud persecutoria hacia ellos por
su condición de progresistas.
—No quiero ceder a los que me quieren meter
en un conventillo. Acabo de exponer, con toda sinceridad, cuál era mi visión
sobre el desempeño de esos sacerdotes y la actitud que asumí tras su secuestro.
Jalics, cuando viene a Buenos Aires, me visita. Una vez, incluso, concelebramos
la misa. Viene a dar cursos con mi permiso. En una oportunidad, la Santa Sede
le ofreció aceptar su dimisión, pero resolvió seguir dentro de la Compañía de
Jesús. Repito: no los eché de la congregación, ni quería que quedaran
desprotegidos.
—Además,
la denuncia dice que tres años después, cuando Jalics residía en Alemania y en
la Argentina todavía había una dictadura, le pidió que intercediera ante la
Cancillería para que le renovaran el pasaporte sin tener que venir al país,
pero que usted, si bien hizo el trámite, aconsejó a los funcionarios de la
Secretaría de Culto del Ministerio de Relaciones Exteriores que no hicieran
lugar a la solicitud por los antecedentes subversivos del sacerdote…
—No es exacto. Es verdad, sí, que Jalics –que
había nacido en Hungría, pero era ciudadano argentino- con pasaporte argentino
me escribió siendo yo todavía provincial para pedirme la gestión pues tenía
temor fundado de venir a la Argentina y ser detenido de nuevo. Yo, entonces,
escribí una carta a las autoridades con la petición –pero sin consignar la
verdadera razón, sino aduciendo que el viaje era muy costoso– para lograr que
se instruya a la embajada en Bonn. La entregué en mano y el funcionario, que la
recibió, me preguntó cómo fueron las circunstancias que precipitaron la salida
de Jalics. “A él y a su compañero los acusaron de guerrilleros y no tenían nada
que ver”, le respondí. “Bueno, déjeme la carta, que después le van a
contestar”, fueron sus palabras.
— ¿Qué
pasó después?
—Por supuesto que no aceptaron la petición.
El autor de la denuncia en mi contra revisó el archivo de la Secretaría de
Culto y lo único que mencionó fue que encontró un papelito de aquel funcionario
en el que había escrito que habló conmigo y que yo le dije que fueron acusados
de guerrilleros. En fin, había consignado esa parte de la conversación, pero no
la otra en la que yo señalaba que los sacerdotes no tenían nada que ver.
Además, el autor de la denuncia soslaya mi carta donde yo ponía la cara por
Jalics y hacía la petición.
—También
se comentó que usted propició que la Universidad del Salvador, creada por los
jesuitas, le entregara un doctorado honoris causa al almirante Massera.
—Creo que no fue un doctorado, sino un
profesorado. Yo no lo promoví. Recibí la invitación para el acto, pero no fui.
Y, cuando descubrí que un grupo había politizado la universidad, fui a una
reunión de la Asociación Civil y les pedí que se fueran, pese a que la
Universidad ya no pertenecía a la Compañía de Jesús y que yo no tenía ninguna
autoridad más allá de ser un sacerdote. Digo esto porque se me vinculó, además,
con ese grupo político. De todas maneras, si respondo a cada imputación, entro
en el juego. Hace poco estuve en una sinagoga participando de una ceremonia.
Recé mucho y, mientras lo hacía, escuché una frase de los textos sapienciales
que no recordaba: “Señor, que en la burla sepa mantener el silencio.” La frase
me dio mucha paz y mucha alegría.
Cuando el joven padre Jorge Bergoglio golpeó
la puerta de su despacho, la doctora Alicia Oliveira pensó que mantendría una
más de las tantas reuniones de trabajo que celebraba como jueza en lo penal,
allá, por la primera mitad de la década del setenta.
No se le pasó por la cabeza que establecería
una buena sintonía con el sacerdote de la que surgiría una larga amistad, que
la terminaría convirtiendo en una testigo calificada de buena parte de la
actuación de Bergoglio durante la dictadura militar.
Es que Oliveira cuenta con una larga
militancia en la defensa de los derechos humanos, que fue abrazando desde que
comenzó a ejercer como penalista. Una militancia que, tras el último golpe
militar, le costó su cargo de magistrada, al ser la destinataria del primer
decreto de exoneración.
Firmante de cientos de hábeas corpus por
detenciones ilegales y desapariciones durante la última dictadura, se desempeñó
como letrada e integró la primera comisión directiva del Centro de Estudios
Legales y Sociales (CELS), una de las más emblemáticas ONGs dedicadas a luchar
contra las violaciones a los derechos humanos.
Con la vuelta a la democracia, ocupó diversos
cargos, entre los que se cuenta haber sido constituyente de la convención
nacional de 1994 (resultó electa como integrante de la lista del Frente Grande,
una agrupación peronista disidente de centro izquierda); defensora del Pueblo
de la Ciudad de Buenos Aires entre 1998 y 2003 y, desde entonces –con la
llegada de Néstor Kirchner a la presidencia–, representante especial para los
derechos humanos de la Cancillería, tarea que desempeñó durante dos años, hasta
que se jubiló.
“Recuerdo que Bergoglio vino a verme al
juzgado por un problema de un tercero, allá por 1974 ó 1975, empezamos a
charlar y se generó una empatía que abrió paso a nuevas conversaciones. En una
de esas charlas, hablamos de la inminencia de un golpe. El era el provincial de
los jesuitas y, seguramente, estaba más informado que yo. En la prensa hasta se
barajaban los nombres de los futuros ministros. El diario La Razón había
publicado que José Alfredo Martínez de Hoz sería el ministro de Economía”,
evoca Oliveira y agrega que “Bergoglio estaba muy preocupado por lo que
presentía que sobrevendría y, como sabía de mi compromiso con los derechos
humanos, temía por mi vida. Llegó a sugerirme que me fuera a vivir un tiempo al
colegio Máximo. Pero yo no acepté y le contesté con una humorada completamente
desafortunada frente a todo lo que después sucedió en el país: ‘Prefiero que me
agarren los militares a tener que ir a vivir con los curas’”. De todas maneras,
la magistrada tomó sus prevenciones. Le dijo a la secretaria del juzgado, de su
máxima confianza, la doctora Carmen Argibay –a la postre ministro de la Corte
Suprema de Justicia de la Nación, a propuesta de Kirchner– que estaba pensando
en dejarle un tiempo a los dos hijos que por entonces tenía, para esconderse
por temor a ser detenida por los militares. Finalmente, no tomó la decisión ni
fue apresada.
En cambio, Argibay fue detenida el mismo día
del golpe. Oliveira, desesperada, trató de dar con su paradero hasta que en la
cárcel de Devoto le informaron que estaba allí, pero nunca supo –ni ella ni la
propia detenida– el motivo por el que Argibay pasó varios meses presa.
Tras la caída del gobierno de Isabel Perón,
las reuniones de Oliveira con Bergoglio se hicieron más frecuentes.
“En esas conversaciones, pude comprobar que
sus temores eran cada vez mayores, sobre todo por la suerte de los sacerdotes
jesuitas del asentamiento”, relata Oliveira.
“Hoy creo que Bergoglio y yo –acota–
comenzamos a entender tempranamente cómo eran los militares de aquella época.
Su inclinación a la lógica amigo-enemigo, su incapacidad para discernir entre
la militancia política, social o religiosa y la lucha armada, tan peligrosas. Y
teníamos muy claro el riesgo que corrían los que iban a las barriadas
populares. No sólo ellos, sino la gente del lugar, que podía ‘ligarla de
rebote’.”
Recuerda que a una chica amiga que iba a
catequizar también al asentamiento –y que no tenía militancia alguna– le
imploró que no fuese más. “Le advertí que los militares no entendían, y que
cuando veían en la villa a alguien que no vivía allí pensaban que era un
terrorista-marxista leninista internacional”, cuenta. Le costó mucho hacérselo
entender. Al final, la chica se fue y, años después, le reconoció que su
consejo le había salvado la vida.
© Escrito por Sergio Rubin y Francesca
Ambrogetti y publicado en el Diario Perfil de la Ciudad Autónoma de Buenos
Aires el domingo 18 de Abril de 2010.
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