¿Cómo recordar sin quedar prisionero del pasado?...
El mensaje tuvo muy positiva acogida en nuestro país y en el exterior, excepto para los represores Massera, Videla, Viola, Galtieri, Bignone, Díaz Bessone, Harguindeguy, Riveros, Menéndez y Bussi. O el coronel Pascual Oscar Guerrieri, que amenazó, telefónicamente, de muerte a mis cuatro hijos. Todos gozaban de un indulto presidencial.
Un
viejo coronel retirado –nostálgico del 55– por carta me indujo al suicidio. Y
Eduardo Luis Duhalde, crítico de los militares, calificó el mensaje como
“engañoso, reticente y poco ético”. En la década citada, un grupo paramilitar
de extrema derecha conocido como Triple A (Alianza Anticomunista Argentina)
perpetró –se calcula– cerca de mil asesinatos. Las organizaciones irregulares
armadas cometieron execrables crímenes, vandálicos atentados y actos
terroristas.
Según
Díaz Bessone: “Las FF.AA. respondieron con un innecesario golpe de Estado
cívico-militar que no se debió a la lucha contra la subversión. Nada impedía
eliminarla bajo un gobierno constitucional. El objetivo fue clausurar un ciclo
histórico” (Quiroga y Tcach, A veinte años del golpe, pág. 127). Invocando esos
hechos y principios cristianos, se concibió un terrorismo de Estado que se
ejerció con total impunidad. Las organizaciones armadas cometieron actos
criminales, pero más grave fue que el Estado se convirtió en criminal.
Ese
período fue calificado por el cardenal Jorge Bergoglio como “una de las lacras
más grandes que pesan sobre nuestra Patria. Los horrores que se cometieron se
fueron conociendo con cuentagotas. Matar en nombre de Dios es una blasfemia.
Pero eso no justifica el rencor, con odio no se soluciona” (Sobre el cielo y la
tierra, pág. 183).
Al
respecto, el rabino Abraham Skorka dijo: “Cuando se mata en nombre de Dios,
duele muchísimo más. El daño es mayor ya que, amén del crimen perverso y la
destrucción de la dignidad humana, se destruye la dimensión de la fe (…) Como
el otro no vive como yo creo que Dios dice que hay que vivir, entonces lo puedo
matar”( Op. Cit. Pág. 77 y 79).
El
periodista David Rieff, en la revista The New Yorker del 23 de noviembre de
1992, escribió, a propósito de la guerra civil en la ex-Yugoslavia: “Para los
serbios, los musulmanes han dejado de ser hombres”. La moraleja que extrae el
filósofo estadounidense Richard Rorty es que “los serbios que matan y violan no
están convencidos de cometer una violación a los derechos humanos porque los
musulmanes no son seres humanos…”. Algo similar manifestó un conocido represor:
en 1976, el obispo Enrique Angelelli pudo entrevistarse en Córdoba con el
general Mario B. Menéndez. El prelado le sugirió rezar un padrenuestro por los
perseguidos por ser los dos creyentes. Menéndez le replicó: “El padrenuestro no
lo rezo por los subversivos porque no los considero hijos de Dios” (Colombo S,
Clarín, 4 de agosto de 2001).
El
Libro de la sabiduría (9.13-18) dice: “¿Qué hombre conoce los designios de
Dios? ¿Quién puede hacerse una idea de lo que quiere el Señor?”. Se concibió un
terrorismo de Estado que se apartó del orden jurídico vigente y de elementales
normas morales y religiosas, una forma extrema de eugenesia que incluía a
quienes se consideraba “irrecuperables”: obreros, estudiantes, empleados,
docentes, políticos, sindicalistas, religiosos, mujeres, ancianos, deportistas,
miembros de nuestro cuerpo diplomático y militares.
Los
altos mandos –que tenían dominio del hecho y poder de decisión– nunca aceptaron
su responsabilidad en la comisión de violaciones sexuales, secuestros,
asesinatos, robo de bebés, saqueos de propiedades, torturas, tirar vivos o
muertos prisioneros al río o al mar y desapariciones forzadas de personas.
Ignoraron el derecho humanitario y que “La persona no es una cosa, sino que
refleja la presencia del mismo Dios en el mundo” (cardenal Joseph Ratzinger,
Dios y el mundo, pág. 126).
Al
asumir, el presidente Menem dictó una catarata de indultos en favor de
militares y civiles que antes habían sido procesados y condenados durante la
gestión del presidente Alfonsín, “porque pretendía crear las condiciones para
la reconciliación y la unión nacional”. Imponía el arrepentimiento de los
beneficiados que, hasta ese momento, nunca lo habían expresado. Ninguno pidió
perdón, el Ejército lo hizo el 25 de abril de 1995.
En
septiembre de 2003, tres generales indultados confesaron públicamente a la
periodista y cineasta francesa Marie-Monique Robin la comisión de crímenes de
lesa humanidad. Todo se difundió en un documental, en Francia por Canal Plus y
en la Argentina por Telefe. Ello consta en su libro Escuadrones de la muerte.
La escuela francesa (Bignone, págs. 420 y 421; Harguindeguy, págs. 446 y 447, y
Díaz Bessone, págs. 437, 440 y 441). Por eso no recibieron ninguna sanción ni
condena.
Desde
1955 no hemos superado el concepto de “grieta”. Pero creo que los argentinos
anhelamos otra palabra: reconciliación. Que es un largo camino hacia la
concordia, por medio del cual un pueblo avanza de un pasado controversial a un
futuro compartido. En nuestro caso, no es fácil, por la grave polarización
sobre el pasado y por sectores que están muy consolidados a su propia verdad.
Hemos carecido de grandes líderes y testigos que conocieran la realidad del sufrimiento,
de la violencia, de la injusticia y de la bondad del hombre a la manera de una
Teresa de Calcuta, de un Gandhi o de un Martin Luther King.
En
Colombia, monseñor Luis Augusto Castro me recordó un concepto de Nelson
Mandela: “Para poder generar una reconciliación a nivel social, cultural o
político, es necesario ante todo vivir una conversión humana, profunda y muy
espiritual”.
(*) Ex jefe del Ejército Argentino, veterano de la
Guerra de Malvinas y exembajador en Colombia y Costa Rica.
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