El Belgrano, Malvinas
y las memorias…
El 2 de mayo de 1982 el Conqueror, un submarino británico, torpedeó al crucero A.R.A. General Belgrano (C-4). 323 marineros provenientes de todos los rincones del país murieron durante el ataque. Fue el fin de cualquier posibilidad de negociación. En este aniversario, el director del Museo Malvinas e Islas del Atlántico Sur elige recordar las vidas truncas y los tremendos testimonios de lo que significó sobrevivir a ese océano embravecido. Crónica de un momento clave en la historia de la Argentina.
© Escrito por Federico Lorenz el domingo 01/05/2016 y publicado por la Revista Haroldo de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, República de los Argentinos.
El 2 de mayo de 1982 el Conqueror, un submarino británico, torpedeó al crucero A.R.A. General Belgrano (c-4). Con este ataque, que Margaret Thatcher ordenó expresamente, Gran Bretaña puso fin al diálogo diplomático. Los británicos hundieron las negociaciones para evitar el enfrentamiento al precio de más de tres centenares de vidas argentinas.
A las
16:23 de ese día, el comandante Héctor Bonzo ordenó abandonar el barco. En
menos de una hora, el Belgrano, que transportaba 1093 tripulantes, se hundió.
Uno de los oficiales a bordo, el teniente de fragata Martín Sgut, registró con
su cámara la secuencia fatal. La imagen de los cañones del crucero apuntando
hacia lo alto entre un bosque de balsas anaranjadas, con un cielo gris de
fondo, es uno de los emblemas de nuestra historia reciente. La historia de las
fotos de Sgut, vendidas a un medio extranjero por un oficial de inteligencia
naval, que fue condenado posteriormente, es una historia en sí misma. La
historia del A.R.A. General Belgrano (c-4),
sobreviviente de Pearl Harbour: comprado a Estados Unidos en 1951, rebautizo 17
de Octubre para ser una de las naves que se unió al golpe de
1955. La nave, hundida en 1982, era en sí una metáfora nacional.
323
marineros provenientes de todos los rincones del país murieron durante el
ataque o después, en las balsas salvavidas, víctimas de la helada noche del
Atlántico Sur. Los náufragos, heridos, quemados por la explosión y con
hipotermia, fueron rescatados al día siguiente por aviones y barcos argentinos.
Las operaciones de rescate continuaron hasta el 9 de mayo.
Quisiera
detenerme, sobre todo, en las vidas truncas o que cambiaron para siempre ese
día. En el Museo Malvinas elegimos para difundir nuestra iniciativa de
homenaje, una foto que fue tomada en el sitio de hundimiento tres décadas
después. Impresiona la altura de las olas; conmueve imaginar el frío letal de
ese Atlántico que enfrentaron como náufragos.
La
decisión política británica de hundir el crucero, cuando se alejaba de la zona
de exclusión dispuesta unilateralmente por los británicos, anuló
cualquier posibilidad de negociación. Esto es innegable.
Pero quisiera
detenerme, sobre todo, en las vidas truncas o que cambiaron para siempre ese
día. En el Museo Malvinas elegimos para difundir nuestra iniciativa de
homenaje, una foto que fue tomada en el sitio de hundimiento tres décadas
después. Impresiona la altura de las olas; conmueve imaginar el frío letal de
ese Atlántico que enfrentaron como náufragos. Nunca nos podremos acercar lo
suficiente a las situaciones vividas durante esas horas.
Cada
balsa se transformó en un mundo frágil en un océano embravecido, habitadas por
hombres que para enfrentar uno de los climas más hostiles del planeta sólo se
tuvieron a sí mismos, y a sus compañeros. Veamos uno solo de los tantísimos
testimonios:
“Cada uno de nosotros se acomodó lo mejor que pudo y se cerraron las aberturas de la balsa, con lo que quedó convertida en una cápsula. En un primer momento las balsas se amarraron entre sí para no separarse y tener más posibilidades de ser halladas, pero al desmejorar las condiciones del tiempo, los tirones del oleaje obligaron a separarlas ante el riesgo de naufragar (...) Estábamos empapados, ateridos de frío. Tratábamos de acomodarnos como se podía. Sentados muy juntos, codo con codo, las piernas dobladas sobre el cuerpo acalambrado. Y el miedo. Y la desesperación. Y los heridos que luchaban por sobrevivir. Tendido sobre nuestras rodillas iba el suboficial Ávila, que había sufrido tremendas quemaduras. No daba más, gemía continuamente. Cada movimiento, cada gota de agua salada que apenas lo rozaba, era suficiente para que estallara en gritos de dolor. Nos suplicaba: ‘¡Tírenme! ¡Háganme cualquier cosa, ya no doy más!’ Pero, ¿qué podíamos hacer? No teníamos nada para ponerle sobre las sangrantes ampollas, ni siquiera podíamos mover las manos. Un soldado tenía quemada la cara, iba con la cabeza baja, tratando de taparse las heridas con el brazo como una forma de protegerlas y evitar más sufrimientos. Y también, sentado y sostenido por nosotros, llevábamos a un compañero que había muerto unos momentos antes (...) La noche se hizo eterna. Los rezos, los gemidos, los huesos entumecidos. Todo se confundía. Todo formaba parte de la agonía compartida. El viento arqueaba la balsa y la lluvia no cesaba de castigarla con fuerza. La fe era el único generador de confianza, pero por momentos flaqueaba. ¿Dios nos estaba mirando? La espera se tornaba interminable. ¿Dónde se encontraban los que nos tenían que rescatar? ¿Cuánto tiempo más podríamos aguantar? Nadie dormía, ni siquiera nos permitíamos cerrar los ojos. La tensión era total. Siempre atentos a cualquier ruido que nos pudiera indicar que habían venido por nosotros. La mirada fija en el techo de la balsa esperando una luz que nos manifestara que todavía era posible la vida”[1]
Recordar la guerra, claro, tiene mala prensa. La tenía entonces, en 1982, porque olía a asesinos y dictadores. Pero esa fue una generalización injusta cuyas consecuencias arrastramos hasta el presente. Si escribo “injusticia”, es porque el 80 por ciento, un poco más, de quienes combatieron en Malvinas, eran soldados conscriptos, hijos del pueblo cumpliendo con un deber cívico. Como si fuera lo mismo Verónico Cruz, el alumno de Juan José Camero en La deuda interna (1988) que conoce el mar como tripulante del Belgrano, que Chamorro o Astiz.
Me pregunto cuánto de esa mala prensa que tenía entonces hablar de Malvinas, y por extensión todos los que habían combatido allí, la arrastramos hasta el presente. Cuánto de esa cerrazón a pensar en las experiencias de nuestros combatientes tuvieron que ver con las pésimas condiciones en la que regresaron a vivir a sus barrios, sus ciudades, sus provincias, los que sobrevivieron.
Hay muchas marcas en la literatura reciente argentina que tienen que ver con el hundimiento del crucero. Pablo De Santis, en La marca del ganado, evoca una matanza de animales en un pequeño pueblo del interior de la provincia de Buenos Aires, que en la época fueron atribuidos a visitantes extraterrestres. El ganado aparece mutilado de modo extraño.
Es
llamativo el hecho de que muchas de estas historias tienen por protagonistas a
las víctimas desaparecidas del Belgrano, hundido por los británicos. ¿Acaso
porque su destino se asemeja al de las víctimas del terrorismo de Estado? En
efecto, la inmensa mayoría de las 323 víctimas del A.R.A. General Belgrano (c-4) figuraron como “desaparecidos”: están en el fondo
del mar.
Pablo Ramos, en “El alimento del futuro” narra la historia de Gaby, un marino sobreviviente del crucero A.R.A. General Belgrano (c-4) que ha regresado cubierto de quemaduras a su barrio:
Llegó la noticia quiere decir que todo el barrio se conmocionó y empezó a salir a la calle espontáneamente para terminar en una especie de procesión frente a la casa de la familia de nuestro amigo. De golpe la gente se juntaba en silencio y sin bandera sin cantar nada y con unas caras de algo que a mí me pareció en un principio sólo preocupación y que después entendí como preocupación y culpa (...) Alguien real, alguien a quien solíamos ver todos los días del año, flotaba ahora perdido, vivo o muerto, en el mar helado del sur. No era una noticia en el diario, no era un número anónimo y lejano, era “el Gaby”, el que me había puesto de titular en un partido contra Dock Sud. El que lloró cuando en el sorteo de la colimba le tocó la Marina, no por tener que hacer la conscripción, sino porque iba a tener que cortarse el pelo.[2]
El cuento plantea la contradicción que vivieron los soldados cuando regresaron de la guerra:
-Está arrasado –le dijo papá a mamá, luego, en casa —y encima estos estúpidos lo tratan al pibe como si hubiese sido una víctima. Es un héroe de guerra. Los que lo mandaron a la guerra son unos asesinos y los ingleses, ya lo sabemos, la peor de todas las basuras de esta tierra.
Pero ese chico es un héroe (…) Está
quemado en el 60 por ciento del cuerpo y tiene la espalda rota. Ya no va a
caminar ni a tocar la guitarra ni nada de lo que le gustó toda la vida. Y eso,
porque se metió una y otra vez, entre el fuego y los fierros al rojo, para
rescatar a sus compañeros.[3]
Sobrevivientes, la novela de Fernando Monaccelli, también tiene por tema el hundimiento del crucero: evoca la reaparición de un muerto en una balsa, hallada entre los hielos de la Antártida. Con la novedad de que lleva entre sus ropas un cuaderno donde su madre lee que al momento de morir estaba esperando un hijo. La búsqueda de los nietos, la pelea por la identidad, pero en un campo que el sentido común puede considerar inhabitual.
Es llamativo el hecho de que muchas de estas historias tienen por protagonistas a las víctimas desaparecidas del Belgrano, hundido por los británicos. ¿Acaso porque su destino se asemeja al de las víctimas del terrorismo de Estado? En efecto, la inmensa mayoría de las 323 víctimas del Belgrano figuraron como “desaparecidos”: están en el fondo del mar.
Tanto que la familia de uno de los muertos desaparecidos en el hundimiento del buque, cuando comenzó a funcionar la CONADEP, pensó que debía presentar su caso allí.
Recuerdo hace unos cuantos años, una entrevista que le hice a David “Coco” Blaustein. Versaba sobre la militancia y el exilio, pero de repente, para mi grata sorpresa, Malvinas irrumpió de un modo potente: “Malvinas me agarra en parte en Nicaragua haciendo un documental que nunca se terminó sobre los indios Misquitos (...) Me acuerdo perfectamente estar en Nicaragua y enterarme del hundimiento del Belgrano, en pleno rodaje de la película... Y me acuerdo que debe haber sido de las pocas veces en el exilio que lloré, porque de repente se me juntaron las imágenes de los pibes del Belgrano, hundiéndose, con la figura de Augusto Conte”.
Augusto, el Motudo, el africano, era su amigo y compañero de militancia, y lo habían secuestrado mientras hacía el servicio militar en la Armada, el 7 de julio de 1976. “Coco” Blaustein remataba diciendo: “Y me acuerdo que la imagen que yo tenía mientras lloraba es que... si el Motudo hubiese sobrevivido, probablemente podría haber perdido en Malvinas, que era como absurda la asociación, pero era evidentemente una especie de doble duelo”.
Quiero pensar en esa idea de “doble duelo” porque creo que ahora que están de moda las grietas, esa es una más grande. Grande por añeja y, pienso cada 2 de mayo, cada vez que estamos en “los meses de Malvinas”, grande por injusta.
· 1. (Waispek, Carlos, Balsa 44. Relato de un sobreviviente del crucero ARA General Belgrano, Buenos Aires, Editorial Vinciguerra, 1994, pág. 101 y ss.)
·
2. Pablo Ramos,
“El alimento del futuro”, en Marcelo Birmajer y otros, Las otras islas.
Antología, Buenos Aires, Alfaguara, 2012, pág. 107.
·
3. Idem,
pág. 108.
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