Tres posturas ante la
pandemia…
Martín Guzmán. Dibujo: Pablo Temes
El caos provocado por
el coronavirus complica la estrategia oficial para la renegociación de la
deuda. La duda: ¿hay un plan económico?
© Escrito
por Nelson Castro el domingo 14/03/2020 y publicado por el Diario Perfil de la
Ciudad Autónoma de Buenos Aires, República de los Argentinos.
La mañana del 16
de abril, el doctor Bernard Rieux, al salir de su habitación, tropezó́ con una
rata muerta en medio del rellano de la escalera. En el primer momento no hizo más
que apartar hacia un lado el animal y bajar sin preocuparse. Pero cuando llegó
a la calle, se le ocurrió́ la idea de que aquella rata no debía quedar allí́ y volvió́
sobre sus pasos para advertir al portero.
Ante la reacción
del viejo Michel, vio más claro lo que su hallazgo tenía de insólito. La
presencia de aquella rata muerta le había parecido únicamente extraña,
mientras que para el portero constituía un verdadero escándalo. La posición
del portero era categórica: en la casa no había ratas. El doctor tuvo que afirmarle
que había una en el descansillo del primer piso, aparentemente muerta: la
convicción de Michel quedó intacta. En la casa no había ratas; por lo tanto,
alguien tenía que haberla traído de afuera. Así, pues, se trataba de una
broma”.
Este párrafo se
lee en una de las páginas iniciales de La Peste, obra maestra escrita por el
Premio Nobel de literatura, Albert Camus, en 1947. La obra narra la
historia de Orán, una ciudad de Argelia, atacada por una epidemia de peste
bubónica por la cual toda su población debe ser puesta en cuarentena. A lo
largo de la obra aparece la gama de conductas que son representativas de la
condición humana. Coexisten el heroísmo y la miserabilidad, la solidaridad y el
egoísmo, el sentido del deber y la indolencia.
Dirigencias. La
pandemia de coronavirus que sacude al mundo tiene mucho de estas cosas. Y una
de las más relevantes es la necesidad de las dirigencias políticas encaramadas
en el poder, a las que les ha costado –demasiado– darse cuenta de la real
envergadura de la situación y actuar con sentido y calidad de estadistas.
El estadista es
aquel que tiene la capacidad de reconocer los problemas desde su génesis con
actitud anticipatoria. Eso es lo que le ha faltado al Gobierno en general y al
ministro de Salud, Ginés González García, y al Presidente.
El ministro es un
profesional de reconocida solidez en su conocimiento y experiencia en el área
de la salud pública. Por ello, no ha dejado de llamar la atención el error que
cometió de no prever la llegada del virus a estas orillas. Fue digna su actitud
de reconocerlo, pero ese error no ha sido gratuito dentro de la interna del
Gobierno.
Algunas voces de
esas entrañas no han evitado callar su sorpresa primero y su disgusto después
por esa gaffe. “Lo llevó al Presidente a equivocarse y eso lo dejó mal parado”,
comentaba alguien con despacho en la Casa Rosada.
A Alberto
Fernández le sucedió lo mismo que al presidente de los Estados Unidos,
Donald Trump; al primer ministro de Italia, Giuseppe Conte, y al presidente del
Brasil, Jair Bolsonaro. Todos se embarcaron en el absurdo de creer que la
pandemia causada por el coronavirus es un invento de los medios, que no es tan
grave y que todo es una exageración motivada por fines conspirativos. Eso es lo
típico de la enfermedad de poder: todo lo que altera es conspirativo. La
dinámica de los hechos les ha enseñado –una vez más– que enojarse con la
realidad no sirve de nada. La realidad es imparable.
Preocupante fue,
además, escuchar al Presidente decir que al virus se lo mataba tomando agua
caliente. Hizo acordar a alguno de los disparates que, en sus habituales
momentos de enojo, supo lanzar Cristina Fernández de Kirchner a lo largo de sus
dos mandatos presidenciales.
En el Gobierno
cabalgan en simultáneo tres posturas: la del kirchnerismo duro que, como
siempre y fiel a su irremediable obsesión, atribuye el revuelo causado por esta
pandemia al accionar de los medios; la de los que admiten errores y se los
atribuyen a una defectuosa comunicación interna; y la de los que se sienten
sobrepasados y expresan desazón ante este complejo presente y a lo incierto del
futuro.
Economía
en tiempos de coronavirus. El mundo político está en estado de
shock. Le cuesta entender qué es lo que está pasando y, en consecuencia, se le
hace difícil saber cómo actuar. Los economistas tratan de entender cuál es el
efecto del coronavirus, que en verdad no es del virus, sino la actitud de los
gobiernos frente al mismo. Es una diferencia importante.
Hay dos
consecuencias claras hasta aquí: la primera es lo que sucede con la oferta de
productos, que actúa como una verdadera cadena de distribución, ya que cuanto
más abiertos al mundo están, los países tienen más interdependencia de insumos
de otros.
Es lo que pasa,
por ejemplo, con los vehículos, donde se tiene el motor de un país y la
carrocería de otro. En la medida en que se suspenden las líneas de producción,
la cadena de construcción de valor está resentida. Es por eso que hay problemas
de oferta.
Y por el lado de
la demanda, lo que se ve como inminente es la caída del turismo, de los vuelos,
de la hotelería y la reducción de las expectativas de ganancias de las
compañías que a su vez son prestamistas y financiadoras de todos estos rubros.
Todo este
panorama que complica al mundo, afecta la estrategia de renegociación de la
deuda que viene desplegando el Gobierno.
Las reuniones que
durante esta semana mantuvo el ministro de Economía, Martín Guzmán, con varios
de los fondos que son acreedores de la Argentina no dejaron un saldo alentador.
Guzmán ya les anticipó que serán castigados aun cuando no les anticipó en qué
cuantía. Castigo significa, concretamente, quita.
Nadie quiere
cambiar un papel malo por otro peor, y este es el desafío que tiene el
Gobierno. Es decir que el nuevo papel que les vaya a proponer a los bonistas,
sea un documento numéricamente atractivo y, a la vez, cumplible. Y para que sea
cumplible, la Argentina tiene que tener un programa económico sustentable, no
solo para los próximos tres años y nueve meses que le quedan de gestión a
Alberto Fernández sino para los próximos 15 años.
El problema es
que ese plan aún no se conoce. ¿Existirá? He ahí el interrogante. Interrogante
que se hacen no solo los acreedores sino también los argentinos.
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