A 64 años de la “Revolución Libertadora”: intimidad del
golpe de Estado a Perón…
Juan Domingo Perón.
El detrás de escena del levantamiento militar de 1955 que derivaría en la
proscripción del peronismo durante 17 años. Lealtades, traiciones y fallos
estratégicos.
© Escrito por Marcelo
Laraquy el lunes 16/09/2019 y publicado por la Revista Noticias de la Ciudad
Autónoma de Buenos Aires.
Los sectores golpistas de las Fuerzas Armadas
creían que la formación de las milicias era inminente. Y si no lo creían, lo decían. Era un argumento para sumar fuerzas a
la rebelión. La
quema de iglesias y la violencia discursiva de Perón fueron disparadores para
la organización de un nuevo alzamiento.
El 2 de septiembre, el general Dalmiro Videla Balaguer, que
había recibido la medalla a la “lealtad peronista” por su actuación en el
bombardeo de junio, intentó sublevar la guarnición militar de Río Cuarto, en
Córdoba, junto con otros cinco oficiales. El movimiento
fracasó, se fugaron y no pudieron ser capturados. Fue el primer indicio. Perón no depuró de las filas
castrenses a los sectores golpistas, tampoco realizó una reestructuración que
favoreciera a los suboficiales que se mantenían leales a su mando.
Uno de los focos de la conspiración lo lideraba el
general retirado Eduardo
Lonardi que ya se había levantado contra Perón en 1951.
Permaneció casi un año en prisión. Pero entre ellos había un antecedente más
personal: en 1937,
mientras servía en la agregaduría militar de la embajada en Santiago de Chile,
el mayor Perón había tendido una red de espionaje que le proveía información
sobre movimientos de tropas y compras de armas del ejército local. La
red fue descubierta cuando él ya había abandonado la embajada y el caso estalló
en las manos de su reemplazante, el mayor Lonardi, quien fue deportado de Chile
por orden del presidente Arturo Alessandri Palma.
Lonardi representaba a sectores nacionalistas y católicos
del Ejército. Fue
el coronel Arturo Arana Ossorio, de artillería, católico y también rebelde en
el ’51, quien lo entusiasmó para liderar la sublevación. El
16 de septiembre de 1955, Lonardi tomó las escuelas militares de Córdoba. Los
comandos civiles armados acompañaron su misión. El último bastión fue la policía
local, que no se rindió y enfrentó a los insubordinados. Para
la Marina, el alzamiento no resultó sencillo. Tomaron la base de Puerto
Belgrano, en Bahía Blanca, pero el avance sobre la de Río Santiago, en La
Plata, fue rechazado por el fuego de la artillería y la aeronáutica leales.
El general Pedro
Eugenio Aramburu, que dudó en un primer momento de colocarse al frente del
movimiento militar, viajó a Curuzú Cuatiá, en Corrientes, para tomar un
regimiento. Al llegar tarde, su objetivo fracasó. Entonces
huyó y dejó a la deriva a las tropas sublevadas.
Argentina. Un siglo de
violencia política 1890-1990. De Roca a Menem. La historia del país. Foto
del autor: Sol Santasiero
Dos días
después del alzamiento, los rebeldes estaban acorralados. En Córdoba, diez mil
hombres de las tropas leales habían recuperado el aeropuerto. La base de Río
Santiago había sido recuperada. Las guarniciones de Capital Federal no se habían
levantado. Lonardi estaba a punto de rendirse. Solo la Marina de Guerra alzada,
que había bombardeado la destilería de petróleo de Mar del Plata y amenazaba
con continuar el ataque sobre los depósitos de La Plata,
Dock Sud y Capital Federal, daba un poco de aliento al plan rebelde.
Pese al cuadro
favorable, el día 19 de septiembre, Perón renunció con un mensaje ambiguo, que
el general Lucero transmitió por la cadena oficial, para asegurar una “solución
pacífica”. Algunos oficiales le pidieron continuar la lucha,
pero el jefe de Estado no varió su posición. Delegó
el poder en una junta de generales, que se vio obligada a pedir
una tregua a los insurrectos cuando estaban a punto de dar por finalizada su
sublevación. Al día siguiente, la junta parlamentó con el
almirante Isaac Rojas en un buque de guerra y acordaron la cesión del poder.
Si Perón
esperaba que su decisión generara un nuevo 17 de octubre y la indignación
popular lo repusiera en el poder, el cálculo político falló.
Algunos grupos sindicales habían reclamado armas
para defender al gobierno —que le fueron negadas—, pero
la nueva conspiración militar no desencadenó un estado de movilización en el
peronismo. La CGT se mantuvo a la expectativa. Lo mismo
sucedió en el Ejército. La mayoría de los oficiales estaban decepcionados con
Perón —en especial por la quema de las iglesias—, pero no promovieron su
derrocamiento porque se sentían ajenos a las luchas políticas. Sumidos en
la incertidumbre, los leales, o mejor dicho los “legalistas”, demoraron la
tarea: habían reprimido sin convicción.
El 21 de
septiembre de 1955 Lonardi asumió como “presidente provisional” de los
argentinos y dos días después ingresó en la Casa Rosada. La
Plaza de Mayo fue desbordada por el festejo. Perón se
había embarcado en un buque de guerra paraguayo y emprendió viaje hacia ese
país. No quería sentirse responsable de una guerra civil. Abandonó el
poder y no hizo nada, ni dejó que nadie lo hiciese, por Evita. El
padre Hernán Benítez le pidió unas líneas de autorización para que la madre
retirara el cadáver embalsamado de su hija del salón de la CGT. No se las
concedió. Perón volvería al país diecisiete años después.
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