El día
que planifiqué asesinar a Leopoldo Fortunato Galtieri…
Leopoldo
Fortunato Galtieri. Fotografía: Cedoc
El
autor evoca sus meses más tensos de soldado y su particular vínculo con el
dictador, empecinado en una guerra demencial. Whisky de veras y veneno de
ficción.
© Escrito por Edi Zunino, Director
de Contenidos Digitales y Audiovisuales en Editorial Perfil, el martes
02/04/2019 y publicado por el Diario Perfl de la Ciudad Autónoma de Buenos
Aires.
Entré
al servicio
militar el
6 de enero de 1982. Salí de baja en marzo
del ’83. Mis 14 meses de “colimba” incluyeron la excitación, la furia y la depresión por
Malvinas, donde la suerte me impidió combatir. Fui lo que se llamaba “soldado continental”.
Va una escena imborrable de mi conscripción
en la sede porteña del Estado Mayor Conjunto... Los milicos nos obligaron a
salir del edificio vestidos de civil y casi de noche el 30 de marzo del 82,
porque había paro con marcha de la Confederación General del Trabajo, represión
demencial e inconveniencias obvias para andar ostentando uniforme por la calle.
Otra escena imborrable... Tres días después,
el 2 de abril, manifestantes enardecidos de presunto patriotismo me llevaron en
andas desde Paseo Colón al 300, sede del EMC, hasta la Plaza de Mayo al grito
de:
-¡Soldado, amigo, el pueblo está contigo!
Vi llorar ese día a mucha gente grande,
sudorosa o de corbata o qué más da, hipnotizada frente al relato épico
del dictador Leopoldo
Fortunato Galtieri. ¿Cuántos de los apaleados, gaseados y detenidos de la
escena precedente colmaban esa plaza con ilusión de gesta?
Delante del mismo Galtieri me cuadré días
después en el 8º piso del edificio, clavando los tacos al grito pelado de:
-¡Buenos días, mi teniente general!
Con la mano en mi hombro al pasar, contestó:
-Descanse, pibe, que vamos a ganar.
En la Sala de Situación contigua se
reunían los jefes máximos de una locura consensuada por la sociedad civil en la
que moriría gran parte de la Compañía de Defensa de la VII° Brigada Aérea de
Morón, un montón de misioneros gringos o guaraníes que, mientras
compartimos mis únicos cuarenta y cinco días de instrucción, no se quejaban por
la comida ni por las sábanas ni por nada.
En cada una de dichas cumbres estratégicas
del 8º se bajaban trago a trago una botella entera, por lo menos, de Johnny
Walker etiqueta roja. Fui testigo y algo más. Mi servicio a la Patria incluía
el armado de las bandejas: el whisky, el hielo, la gaseosa en jarra, los
sandwichitos de miga, los vasos...
Leopoldo
Fortunato Galtieri. Fotografía: Cedoc
Detalle destacable: el jefe
de la Compañía Mixta del Estado Mayor Conjunto era el capitán del
ejército Luciano Benjamín Menéndez, hijo. Su padre aún decidía
sobre la vida y la muerte de los cordobeses, los santiagueños y los
santafesinos. Su tío, Mario
Benjamín Menéndez,
“gobernaba” Puerto Argentino.
Mi amigo, colega, escritor y ex director de
NOTICIAS, Jorge Fernández Díaz, me propuso alguna vez que con aquellos
recuerdos debería escribir un cuento. “Algo tenés que hacer con ese dictador y
esas botellas de whisky tan cerca”, me dijo. Le hice caso. En mi novela “Locos de
amor, odio y fracaso”, le
regalé mi vívida experiencia al protagonista, Mito Valdivia, para que hiciera
con ella lo que le ordenara la ficción. Valdivia decidió asesinar al general
Galtieri… Perdón… Al general Madero, quise decir. O no.
* * *
* * * *
Las Fuerzas Armadas suspendieron de facto la
prórroga al servicio militar que Mito había había tramitado “por razones de
estudio”. Arrancaba 1982. Los jerarcas del régimen tenían decidido eternizarse
en el poder invadiendo las Islas del Sur, apropiadas por los británicos en
1833.
Le quedaba ridículo el uniforme de marinero.
Lo destinaron a la sede del Comando Superior Unificado, dependencia que
coordinaba las operaciones del Ejército, la Armada y la Aeronáutica. En
su efímero paso por la guardia del edificio, tuvo de jefe a un joven capitán
que era hijo de El Chacal Cordobés, aquel general temible que asoló el
territorio donde vivían su familia y la de Clara. Al mes fue reubicado en el
octavo piso, donde, tras declararse la guerra, pasó a funcionar el Estado
Mayor de las tropas con el Presidente de la Nación a la cabeza.
Por lo bajo, al mandamás anticonstitucional
lo apodaban El Mariscal Etílico. El “soldado clase 61 Valdivia Anselmo”
comprobaría muy pronto la razón, ya que pusieron a su cargo el armado de las
bandejas para las cumbres bisemanales de la comandancia superior con sándwiches
de miga, gaseosas y una botella de whisky escocés que volvía siempre vencida,
no tanto por las certezas de batir al enemigo sajón.
Leopoldo
Fortunato Galtieri. Fotografía: Cedoc
Apenas completó el primer
servicio, a Mito lo asaltó la idea fija de asesinar al presidente: el teniente
general Alfonso Madero era el único bebedor de whisky. Clara lo trataba de
chiflado por la ocurrencia. Aunque se divertía especulando, los dos desnudos en
la cama durante las noches de franco, sobre si la mejor alternativa sería la
estricnina, el bórax, la warfarina o el cianuro.
-En cualquier caso, moriría como una rata -se
reían.
Pero lo del conscripto Valdivia iba en serio.
Se inclinó por inyectar estricnina en el servidor plástico de la botella. El
efecto de dolores, arcadas y convulsiones sería fulminante, pero los médicos
tardarían en determinar que no se trataba de un síncope cardíaco. Debía
planificar las cosas paso a paso, con horarios estrictos y las rutinas
habituales del personal de turno en la cabeza; conseguir el producto, la
jeringa, la aguja, los guantes quirúrgicos y algo más importante aún: la firme
determinación de fugarse y cómo hacerlo. Eligió la escalera de incendios hasta
el garage, escurrido entre los autos hasta la puerta de chapa del fondo que
daba a las otras cocheras, las del Ministerio de Hacienda, y de ahí a la calle
y a la terminal en un taxi y al exilio en ómnibus y al fin a pie por el Puente
Internacional entrerriano, lo más tranquilo. Tal vez en poco tiempo podría
regresar como un héroe. Dejar a Clara sola y expuesta lo frenaba.
Tomó coraje bajo una premisa convincente.
Alguien debía terminar con toda aquella locura de sangre y fuego, marcar un
antes y un después en la historia del fracaso nacional. Estuvo más de dos meses
masticando cada movimiento. La derrota en las Islas cayó como una bomba. En el
país y en el centro de su plan. Decidió ejecutarlo en la primera reunión del Estado
Mayor posterior a la capitulación.
Estaba ansioso. Angustiado.
Llegó antes del amanecer al edificio militar, con todos los implementos
necesarios para su obra en una bolsita dentro del morral.Lo guardó en el
gabinete con candado del vestuario donde se cambiaba, entre los baños y la
cocina del octavo piso, y aguardó con unos mates, ahí mismo, la hora de armar
las bandejas.
Era la segunda vez en su vida que tenía ganas
de matar a alguien. La primera había sido aquel domingo del ’76 en que su
padre, sacado de celos y alcohol, tomó del cuello a su mamá y estaba a punto de
pegarle una trompada: lo retiró apuntándole a la cabeza con la Bersa 22 que el
viejo guardaba en la biblioteca, tapada por las “Obras completas” de Lisandro
de la Torre. Con eso se torturaba cuando el suboficial de turno trajo las cajas
con el catering. Extrajo de una de ellas el paquete de los sándwiches. Un sudor
pastoso, helado, le corría por la espalda y la frente. En la caja de las
bebidas había tres gaseosas y una botella de chablis frapé, de esas marrones
con cuello largo. Ni rastros del whisky. No entendía nada. Corrió alterado a
preguntarle al sargento, con la excusa de evitar que lo castigaran a él por el
error.
Leopoldo
Fortunato Galtieri. Fotografía: Cedoc
-Menos mal que va a ser
periodista, milico… ¿No escuchó la radio? El Mariscal Etílico ya no es más
presidente. Lo voltearon. Bien hecho. ¡Con la vergüenza que nos hizo pasar el
hijo de una gran puta! -casi lo desmaya la noticia. Los ingleses y las
internas castrenses habían resultado un veneno más veloz que la estricnina para
la carrera del teniente general Madero.
-Hay fracaso nacional para rato -se animó a
decir, con depresivo alivio, antes de acomodar en la bandeja el vino blanco
para Remigio “El Comodoro Pacto” Avignolo, que estaba entrando a la sala de
reuniones con la banda presidencial recién puesta sobre el uniforme de gala de
la Fuerza Aérea.
-¡Festeje, milico, usted es civil! ¿O no
quiere debutar en las urnas?
Ahora se viene la apertura,
nosotros ya fuimos -toreó el suboficial.
-Sí, sí, sargento… No me dé bolilla.
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