Turco
García: Hundido en la neblina…
Tras su
retiro, el Turco García empezó a consumir cocaína y su vida se convirtió en un
infierno. Su experiencia durante esos años, en este fragmento de su nueva
autobiografia.
Probé
cocaína por primera vez a los 15 años. Me destapó la nariz en menos de un
segundo. Fue como el efecto del Vick VapoRub, que luego
conocería en Francia, porque en Lugano no había. Sí había cocaína y era
bastante buena. Empecé a hablar sin parar, parecía un loro. Me gustó. No tomé
mucho más de pendejo porque estaba muy enfocado en el fútbol. Si no te cuidás
vos, no te cuida nadie. Y si no te cuidás, perdés guita. Volví a tomar varios
años después y nunca como hábito. Tomaba de vacaciones, muy de vez en cuando. O
podía tomar un toquecito el domingo, cuando terminaba el partido, siempre y
cuando el lunes no entrenara.
Me
descontrolé en ese bajón del Mundial 94, en la concesionaria.
Fue
sólo esa vez. Sinceramente, tomé menos de lo
que hubiese querido porque me cuidaba. Creo que la resistencia que desarrollé a
la droga fue por haber entrenado tantos años. Cuando empecé a vivir en el loft,
ya no me ponía el despertador ni me importaba a qué hora me iba a dormir.
Estaba retirado, pero una parte mía lo negaba. Nunca me había imaginado como un
ex jugador, no sabía qué carajo hacer. Estaba ansioso, no tenía un objetivo.
Empecé a tener más horas libres. Un día un amigo trajo cocaína al loft. Tomé,
me gustó. Quise más. Volvió mi amigo. A seguir tomando. Y al día siguiente
también.
Todos los días pensaba en cómo conseguir plata para tomar cocaína.
Pensaba si me iba a alcanzar. Cuánto me iba a durar. Una enfermedad total. La
cocaína era mi vida.
Esos años fueron los peores. Mi señora empezó a verme distinto, yo
tomaba a escondidas. Nunca blanqueé con ella hasta que me descubrió tomando en
el baño. No sabía qué decirle. Ella es antidroga total y desde ese momento se
propuso ayudarme. No vivíamos juntos porque yo no quería. Ella y Yamil, mi hijo
más chico, estaban a veinte cuadras. A veces me traía la comida, ordenaba un
poco la casa. Yo evitaba hablar del tema, me hacía el enojado cuando
ella me preguntaba si estaba drogado. La familia suya también me ayudó
mucho.
Cuento esta historia con todas las letras, incluso con las escenas
más tristes, porque creo que puedo ayudar a alguien. Puedo decirle “no tomés
cocaína porque podés terminar como yo”. No tomés cocaína porque te vas
a alejar de todos, porque te arruinás la vida, porque vas a herir a los demás. No
estoy orgulloso de un montón de cosas que hice, pero las viví y, de alguna
forma, me sirvieron para salir. Las veo, a la distancia, y son escenas a las
que no quiero volver porque estaba triste, perdido.
Una de esas cosas de drogado que todavía me asombra es la época en
la que viví con una serpiente pitón. Siempre me gustaron las cosas raras. Me
compré una pitón que era como una bola y se hizo de 1,60. A veces dormía con
ella. Le daba de comer pollitos bebé. Me drogaba y la miraba mientras se los
comía. Me encantaba esa secuencia. Un día me desperté y no la
encontré. La empecé a buscar. Con un palo arranqué la tapa del aire
acondicionado pero no estaba. No me quería imaginar cómo reaccionaría alguno de
mis vecinos si se la cruzaba. Puse un cartel para que nadie se asustara pero
fue peor. Por las dudas, fui a una juguetería y compré una serpiente de goma y
la pasé por la puerta, para ver si entraba. Seguí buscando. Y seguí tomando. Saqué
el inodoro, saqué la pileta. Pensaba que iba a estar en una cañería o en algún
lugar caliente. Miré en el hidromasaje y la encontré en el motor, se ve que
buscaba calor. No la podía sacar con nada. Fui a una veterinaria y me dijeron
que le pusiera algo vivo en un palo. Compré unos ratones. También me dijeron
que las serpientes cuando ven humo salen. Compré Clarín, lo prendí fuego. El
humo negro iba al techo, era todo un quilombo. El baño lo rompí todo y al final
la agarré. Esa noche le jugué a la quiniela al ratón (89) y al fuego (00),
agarré los dos y con eso salvé los costos. Pinté y arreglé el departamento.
A veces venían amigos al departamento, llamábamos chicas, hacíamos
fiestas. El que dejaba las cosas en la cochera en ese edificio, conmigo perdía.
Me robé de todo: gomas, juguetes, un metegol. A la madrugada, cuando todos
dormían, me llevaba algo y lo vendía para comprar cocaína. No fue fácil volver
de todo eso.
La
adicción la divido en tres etapas. Primero, la del disfrute.
Me encantaba ir a comprar, esperar que llegaran las minas, salir, divertirme.
Después vino la etapa en la que se la tenía que caretear a mi mujer.
Ya empezó el sufrimiento de querer tomar a cada rato. Sentía que tenía que
estar con el nene, pero yo quería tomar cocaína. Me iba al baño, me mojaba la
cara, la quería pilotear cuando salía pero nada servía. Ella se daba cuenta.
Seguía
el disfrute pero solamente cuando estaba lejos de ella y del bebé. La
tercera época fue cuando ya no me importaba nada: no iba a su casa, no le
atendía el teléfono a mi mujer a la noche. Sólo pensaba en la cocaína.
Ya no le daba bola a la pilcha. A veces me limpiaba la nariz con
la remera y me quedaba manchada de blanco, con la aureola de éter. En el loft
tenía una heladera que no hacía cubitos, comía fiambre, no tenía celular, usaba
el teléfono público. Creo que vivía peor que en la época de Fiorito.
Cuando se murió mi padre, compré 30 gramos de cocaína y me
los tomé delante de la gente. No me importaba nada. Tomé en el pecho de mi
viejo en el velorio. Le dije: “Pá, voy a tomar
cocaína, gordo hijo de puta, por culpa tuya, hasta las 4 cuatro de la mañana”.
Cuando cerraron el cajón estaba re duro. Me puse más violento, les quería pegar
a los tipos que se lo tenían que llevar. Un desastre. Mis hermanos me frenaban,
los agarré de los pelos. Fue una película de terror.
Mucha guita se me fue en el vicio, pero mucho más en los gastos
extra: nafta, hoteles, minas, lo que fuera. Ya no tenía ocupaciones, ni
actividades, ni ingresos. Tuve que alquilar el loft y me fui a vivir a lo de mi
suegra al Bajo Flores. En enero de 2006, a través de un amigo, me contactó
Osvaldo Fernández, que era el presidente de Juventud Unida de Venado Tuerto y
también es el dueño de una empresa de viviendas prefabricadas. Me contó que
estaban armando un equipo de fútbol en Juventud, que hasta el momento sólo era
un club de bochas.
Me preguntó si quería ir a dirigir a Venado. Yo lo único que
quería era tomar cocaína y parecía que allá iba a conseguir, así que dije que
sí. Mariela, con tal de que hiciera algo, me dijo que fuera. Arreglé por 1.500
pesos por mes más la casa.
A
los dos meses llegó ella. La pasaba bárbaro, tomaba más cocaína que en Buenos
Aires porque tenía plata y encima dirigía. Todavía no me podía imaginar que ir
a Venado sería clave para sacarme de encima la neblina.
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