domingo, 3 de septiembre de 2017

Turco García: Hundido en la neblina… @dealgunamanera...

Turco García: Hundido en la neblina…


Tras su retiro, el Turco García empezó a consumir cocaína y su vida se convirtió en un infierno. Su experiencia durante esos años, en este fragmento de su nueva autobiografia.

Probé cocaína por primera vez a los 15 años. Me destapó la nariz en menos de un segundo. Fue como el efecto del Vick VapoRub, que luego conocería en Francia, porque en Lugano no había. Sí había cocaína y era bastante buena. Empecé a hablar sin parar, parecía un loro. Me gustó. No tomé mucho más de pendejo porque estaba muy enfocado en el fútbol. Si no te cuidás vos, no te cuida nadie. Y si no te cuidás, perdés guita. Volví a tomar varios años después y nunca como hábito. Tomaba de vacaciones, muy de vez en cuando. O podía tomar un toquecito el domingo, cuando terminaba el partido, siempre y cuando el lunes no entrenara. 

Me descontrolé en ese bajón del Mundial 94, en la concesionaria.

Fue sólo esa vez. Sinceramente, tomé menos de lo que hubiese querido porque me cuidaba. Creo que la resistencia que desarrollé a la droga fue por haber entrenado tantos años. Cuando empecé a vivir en el loft, ya no me ponía el despertador ni me importaba a qué hora me iba a dormir. Estaba retirado, pero una parte mía lo negaba. Nunca me había imaginado como un ex jugador, no sabía qué carajo hacer. Estaba ansioso, no tenía un objetivo. Empecé a tener más horas libres. Un día un amigo trajo cocaína al loft. Tomé, me gustó. Quise más. Volvió mi amigo. A seguir tomando. Y al día siguiente también.

Todos los días pensaba en cómo conseguir plata para tomar cocaína. Pensaba si me iba a alcanzar. Cuánto me iba a durar. Una enfermedad total. La cocaína era mi vida.

Esos años fueron los peores. Mi señora empezó a verme distinto, yo tomaba a escondidas. Nunca blanqueé con ella hasta que me descubrió tomando en el baño. No sabía qué decirle. Ella es antidroga total y desde ese momento se propuso ayudarme. No vivíamos juntos porque yo no quería. Ella y Yamil, mi hijo más chico, estaban a veinte cuadras. A veces me traía la comida, ordenaba un poco la casa. Yo evitaba hablar del tema, me hacía el enojado cuando ella me preguntaba si estaba drogado. La familia suya también me ayudó mucho.

Cuento esta historia con todas las letras, incluso con las escenas más tristes, porque creo que puedo ayudar a alguien. Puedo decirle “no tomés cocaína porque podés terminar como yo”. No tomés cocaína porque te vas a alejar de todos, porque te arruinás la vida, porque vas a herir a los demás. No estoy orgulloso de un montón de cosas que hice, pero las viví y, de alguna forma, me sirvieron para salir. Las veo, a la distancia, y son escenas a las que no quiero volver porque estaba triste, perdido.

Una de esas cosas de drogado que todavía me asombra es la época en la que viví con una serpiente pitón. Siempre me gustaron las cosas raras. Me compré una pitón que era como una bola y se hizo de 1,60. A veces dormía con ella. Le daba de comer pollitos bebé. Me drogaba y la miraba mientras se los comía. Me encantaba esa secuencia. Un día me desperté y no la encontré. La empecé a buscar. Con un palo arranqué la tapa del aire acondicionado pero no estaba. No me quería imaginar cómo reaccionaría alguno de mis vecinos si se la cruzaba. Puse un cartel para que nadie se asustara pero fue peor. Por las dudas, fui a una juguetería y compré una serpiente de goma y la pasé por la puerta, para ver si entraba. Seguí buscando. Y seguí tomando. Saqué el inodoro, saqué la pileta. Pensaba que iba a estar en una cañería o en algún lugar caliente. Miré en el hidromasaje y la encontré en el motor, se ve que buscaba calor. No la podía sacar con nada. Fui a una veterinaria y me dijeron que le pusiera algo vivo en un palo. Compré unos ratones. También me dijeron que las serpientes cuando ven humo salen. Compré Clarín, lo prendí fuego. El humo negro iba al techo, era todo un quilombo. El baño lo rompí todo y al final la agarré. Esa noche le jugué a la quiniela al ratón (89) y al fuego (00), agarré los dos y con eso salvé los costos. Pinté y arreglé el departamento.

A veces venían amigos al departamento, llamábamos chicas, hacíamos fiestas. El que dejaba las cosas en la cochera en ese edificio, conmigo perdía. Me robé de todo: gomas, juguetes, un metegol. A la madrugada, cuando todos dormían, me llevaba algo y lo vendía para comprar cocaína. No fue fácil volver de todo eso.

La adicción la divido en tres etapas. Primero, la del disfrute. Me encantaba ir a comprar, esperar que llegaran las minas, salir, divertirme. Después vino la etapa en la que se la tenía que caretear a mi mujer. Ya empezó el sufrimiento de querer tomar a cada rato. Sentía que tenía que estar con el nene, pero yo quería tomar cocaína. Me iba al baño, me mojaba la cara, la quería pilotear cuando salía pero nada servía. Ella se daba cuenta.

Seguía el disfrute pero solamente cuando estaba lejos de ella y del bebé. La tercera época fue cuando ya no me importaba nada: no iba a su casa, no le atendía el teléfono a mi mujer a la noche. Sólo pensaba en la cocaína.

Ya no le daba bola a la pilcha. A veces me limpiaba la nariz con la remera y me quedaba manchada de blanco, con la aureola de éter. En el loft tenía una heladera que no hacía cubitos, comía fiambre, no tenía celular, usaba el teléfono público. Creo que vivía peor que en la época de Fiorito.

Cuando se murió mi padre, compré 30 gramos de cocaína y me los tomé delante de la gente. No me importaba nada. Tomé en el pecho de mi viejo en el velorio. Le dije: “Pá, voy a tomar cocaína, gordo hijo de puta, por culpa tuya, hasta las 4 cuatro de la mañana”. Cuando cerraron el cajón estaba re duro. Me puse más violento, les quería pegar a los tipos que se lo tenían que llevar. Un desastre. Mis hermanos me frenaban, los agarré de los pelos. Fue una película de terror.

Mucha guita se me fue en el vicio, pero mucho más en los gastos extra: nafta, hoteles, minas, lo que fuera. Ya no tenía ocupaciones, ni actividades, ni ingresos. Tuve que alquilar el loft y me fui a vivir a lo de mi suegra al Bajo Flores. En enero de 2006, a través de un amigo, me contactó Osvaldo Fernández, que era el presidente de Juventud Unida de Venado Tuerto y también es el dueño de una empresa de viviendas prefabricadas. Me contó que estaban armando un equipo de fútbol en Juventud, que hasta el momento sólo era un club de bochas. 

Me preguntó si quería ir a dirigir a Venado. Yo lo único que quería era tomar cocaína y parecía que allá iba a conseguir, así que dije que sí. Mariela, con tal de que hiciera algo, me dijo que fuera. Arreglé por 1.500 pesos por mes más la casa.

A los dos meses llegó ella. La pasaba bárbaro, tomaba más cocaína que en Buenos Aires porque tenía plata y encima dirigía. Todavía no me podía imaginar que ir a Venado sería clave para sacarme de encima la neblina.



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