Hijos de represores: del dolor a la acción...
Hijos de represores: del dolor a la acción... El testimonio de Mariana D., hija de
Etchecolatz, movilizó a otros hijos de represores a tender redes entre ellos.
“¿Juntarnos para qué? No para seguir regodeándonos en nuestros dolores, sino
para organizarse y aportar datos a los familiares que aun hoy buscan justicia,
nietos y poder llorar sus muertos”, escribe Erika Lederer. Su padre fue un
obstetra que actuó en la maternidad clandestina de Campo de Mayo en los ’70. Un
texto que reflexiona sobre la carga del apellido, la culpa y la construcción de
la identidad.
© Escrito por Erika Lederer el miércoles 24/05/2017 y publicado por Revista Anfibia de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Ilustración: Julieta Marziani
Me llamo Erika, con K, porque en
noviembre de 1976, en Salta, un par de botas metieron el miedo suficiente en el
Registro Nacional de las Personas como para que nadie se opusiera a anotar un
nombre que no estaba permitido. No supe nunca de qué se vanagloriaban al contar
esa anécdota. Imaginarlo es sencillo: se jactaban con alegre impunidad, del
poder que a diario ejercían en las pequeñas cotidianidades. No llegué a
cumplir un mes en la provincia norteña. A mi viejo, médico obstetra y
carapintada, años más tarde, lo trasladaron a La Plata. Recuerdo y sé que se
conservan fotos del festejo por el campeonato mundial de fútbol en la plaza de
aquella ciudad. Para el año ‘79 estábamos en Campo de Mayo, uno de los grandes
centros clandestinos de detención. Mi viejo era uno de los obstetras de la
maternidad que allí funcionaba. Allí, ese mismo año, nació mi hermano.
Tengo algunos recuerdos de esos años, como cuando destruí la guardería que
tenían para los hijos de los milicos. Me veo saltando de cuna en cuna,
despertando bebés. Recuerdo también una jirafa enorme, grande muy grande para
mis dos años y ocho meses. Tengo presente también las palizas que recibía por
infiltrarme entre las botas durante los desfiles.
Fue cuando estaba en tercer grado,
alrededor del año 1984, cuando algo del relato familiar empezó a no encastrar.
Esas grietas en la historia son las que poco a poco fueron sembrando dudas y
desconfianza en relación al relato hegemónico familiar. Ni Papá Noel existía ni
mi viejo era tan bueno.
De esa época recuerdo mis problemas para
vincularme, el asma y el miedo a hablar. Algo no encajaba en mi pequeña lógica.
Un par de años después, siendo todavía una estudiante primaria, escuché de boca
de mi viejo -entre otros relatos- el de los vuelos de la muerte. (Nunca pude
entender cómo se las arreglaba con el Juramento Hipocrático ya que la paradoja
es insalvable: la mano que cura es la misma mano que puede torturar, dar a luz,
decidir sobre la vida y también, criar, acompañar al colegio, abrazar y
golpear. Un devenir incesante de disociaciones, ninguna gratuita).
También recuerdo el no poder hablar, los golpes, la vergüenza, los textos
prohibidos, las películas vedadas y, principalmente, lo mal fundado de los
argumentos por los cuales habría uno de creer su visión de la historia era la
correcta. Creo que todo ello fue deslegitimando la figura paterna y me permitió
interpelarlo e interpelarme.
Para ese entonces, se escondían ejemplares
de Página/12 en casa como parte de los temas de los que no se podía hablar, en
especial con Mercedes. ¿Qué tenía de particular la familia de mi compañera de
colegio? Puedo decir que agradezco infinitamente haber tenido luego una
cantidad inmensa de Mercedes que me abrieron los ojos. Lo extraño es que ellos
nunca supieron todo lo que sembraron en mí. La duda quiebra lo hegemónico.
¿Por qué hay tantas cosas de las cuales
no se puede hablar? ¿Por qué papá aparece en un diario? Página/12 lo había
escrachado por defender a Camps (y uno va creciendo, leyendo –nada más
hermosamente subversivo, para usar el término que ellos entienden– e
informándose respecto de quiénes eran esos personajes siniestros). Pero hay edades
donde no se cuenta con esa información o no se la puede abordar. Un niño no
está preparado para asimilar que sus padres no hacen bien las cosas.
El 24 de marzo de este año mi hija
menor, Alba Libertad, me preguntó con sus 9 años (¿será casual la adquisición
de conciencia a esa edad?), si de vivir, su abuelo estaría preso. “Sí”, le
respondí de inmediato. Nunca la vi llorar como ese día. Nunca. Algo se había
quebrado en aquella niñez, pero no podía ser de otro modo. Recordé que a esa
edad yo le preguntaba a mi viejo si él había matado. Hay preguntas de las
cuales no hay regreso posible, porque son de algún modo mayéuticas y nos
solicitan como sujetos. Al salir de la caverna, después de encandilarse y ver
las imágenes verdaderas, el esclavo debía regresar para contar lo que había
visto fuera de ella.
Que la verdad duele es cierto, pero es
necesaria, para poder construirse como sujeto. Y eso vale también para los que
debemos hacernos cargo de la mierda que nos toca. No se puede vivir eternamente
disociado.
A los hijos de los milicos -y más si tu
viejo era comando y carapintada- nos formaban en ciertos valores más que en
otros; es decir, se nos educaba para ser gallardos. El peor defecto que
podíamos detentar era el de ser cobardes. Agradezco que haya sido así: había
que tener valentía para mirar al verdugo a los ojos y, aun así, mantener la
palabra. Memoria, Verdad y Justicia. Clarito y sin claudicar.
Todas esas inquietudes, esas fisuras
dentro del relato totalitario paterno, estallaron cuando tenía 15 años, quizás
todavía 14. Si el tipo que debía cuidarme encañonaba a mi vieja delante
mío, era capaz de cualquier otra cosa. Lo personal es político. El respeto a un
Otro, los abusos de autoridad y de poder, la violencia como modo de
disciplinamiento se juegan dentro y fuera del seno familiar. ¿Si mi viejo podía
golpearme con la ferocidad que lo hacía, siendo su hija, por qué no lo haría
con personas desconocidas?
Tendría alrededor de diez años cuando
recogí un gato de la calle. Por si no lo saben: los felinos no son los animales
preferidos de un castrense. Entendí, tijera de jardinero mediante, que lo de
las siete vidas es puro camelo. El gato fue desechado en una bolsa negra de
basura. Estos métodos terminan por amedrentar cualquier subjetividad.
Otra cosa que intenta quebrar un milico
es la voluntad; nada de sacar los pies fuera del plato. Estudié Derecho (aunque
me gustaba la filosofía, carrera vedada) con un único objetivo que me acompañó
año a año: recibirme e irme de esa casa. Para ese entonces mi viejo ya no era
milico, pero lo había receptado la Policía Bonaerense, Techint y los Astilleros
Astarsa. Recuerdo la última golpiza, ya de grande, después de que me encontrara
un periódico troskista. Entré a mi habitación y vi todo dado vuelta, como en
las requisas dentro de lugares de encierro. Me juré irme y nunca más volver,
cosa que sucedió.
En agosto de 2012 recuerdo haber
festejado la aparición de Pablo Gaona Miranda, el nieto 106. Durante la noche y
acorralado por la situación judicial mi viejo decidió quitarse la vida. Se hizo
justicia popular.
Poner en cuestionamiento (en duda) el
relato totalitario paterno es necesario como primer paso para la toma de
conciencia (mi viejo no está haciendo las cosas bien). Y en relación a la
identidad, vivir bajo el yugo de la incertidumbre y de no saber quién es uno,
no es algo que posibilite la construcción de una subjetividad sino lábil.
Cuando se comunicaron desde Abuelas
ante la posibilidad de que mi ADN fuera compatible con los aportados al Banco
Nacional de Datos Genéticos (BNDG), la primera sensación que tuve fue la de
traición. Hiciera lo que hiciera estaba traicionando; o bien a quien me crió o
bien a mis propias convicciones que son las que me llevaron a la sede de
Abuelas (Virrey Ceballos 592), y luego al Durand. Lo cierto es que no fue
compatible y esto implicaba hacerse cargo de que era la hija de este personaje.
Desde esa certeza es que pude hablar y asumir el camino que me tocaba. Un
camino no elegido, pero que sin embargo me es propio. Por esa razón, y siendo
existencialista, no sentí necesidad de cambiar mi apellido, pero sí un
compromiso genuino con la búsqueda de la verdad.
El milico suele ser implacable y hay
que estar preparado para defender una idea (Julio López es un argumento en este
sentido).
Mientras escribo esto, mi hijo me envía
un mensaje de texto preguntándome si su abuelo se había suicidado. Hasta ahora
sabía todas las cosas que había hecho, incluso sabía que si su abuelo viviera
estaría en cana. Pero no sabía cómo había terminado. No creí oportuno hablarle
del suicidio a su edad, me parecía una crueldad innecesaria. Sin embargo hoy
debo responder esta pregunta de la única manera posible, con la verdad. Y el
dolor de niño otra vez.
Además, no olvidemos, que nunca se
arrepintieron. Mi viejo jamás se arrepintió. Cuando leí el artículo de
Anfibia sobre Mariana, la hija de Etchecolatz, se me vinieron a la mente -y al
cuerpo, principalmente- mil recuerdos. Es difícil deshacerse de ellos; son como
una música en sordina, para nada alegres por cierto. La disociación, la culpa,
la angustia (porque uno puede comprender racionalmente que no tuvo nada que
ver, pero carga la piedra de Sísifo de todos modos) encuentran a la palabra
como cura, como instrumento para nombrar y generar presencia, quién sabe si una
anécdota no viene a completar lagunas o dar un poco de luz a los relatos de
familiares que aun hoy buscan respuestas.
Cuando ellos piden olvido,
nosotros tenemos el deber cívico y humano de dar presencia y memoria; la
palabra nombra y mantiene vivo el relato. Por eso el relato de Mariana
emociona, convoca y, en cierto modo, obliga. Nos interpela a contar; decir lo
que sabemos, por poco insuficiente o mal articulado que sea. Coadyuvar a la
construcción de la historia es un compromiso colectivo. Todavía faltan nietos
por aparecer y cuerpos por despedir (hasta en la edad antigua se les permitía sepultura
a los muertos del enemigo).
Leer el testimonio de la hija de Etchecolatz
me genera, más allá de la angustia por los recuerdos, la posibilidad de
transformarlos en acción plena de sentido, lo cual es más útil y consecuente.
Así surgió la idea de juntarnos. Hijos de milicos genocidas, bajo una única
consigna inclaudicable: Memoria, Verdad y Justicia.
Y esto es necesario dejarlo
más en claro que nunca por el contexto actual: se reciben a familiares de
genocidas en oficinas de gobierno, se otorgan beneficios en la ejecución de las
penas a los genocidas condenados, se hizo campaña (y se ganó una elección)
contra el “curro” de los derechos humanos y el más alto órgano jurisdiccional
argentino desoye instrumentos internacionales en la materia y argumenta y
sentencia en favor de aplicar la famosa pero no vigente ley del 2×1.
Esto
es borrar lo logrado con años de lucha. Es increíble que se vuelva a
escuchar hablar de dos demonios. Fue uno y se llamó Terrorismo de Estado. No
hay reconciliación posible con las Pandos. En el año 2012 hubo justicia, porque
o bien mi viejo terminaba preso en el penal de Marcos Paz o terminaba como
terminó. ¿Qué respuesta judicial habría hoy para un caso como el de mi viejo?
Ahora bien, ¿juntarnos para qué? No para seguir regodeándonos en
nuestros dolores, sino para organizarse con miras a aportar datos a los
familiares que aún hoy buscan justicia, nietos y poder llorar sus muertos.
Cuando la palabra circula la historia permanece viva. Cuando nombramos
generamos presencia. Y es entonces que podemos estar seguros de que no nos han
vencido.
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